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monarca castellano y de la Padilla (1), dándole á ésta su padre por vía de arras las villas de Murviedro, Segorbe, Jérica, Chiva y Teruel recién conquistadas; que si el rey de Castilla no cumplía esta concordia, el de Navarra quedaría obligado á ayudar contra él al aragonés, no obstante los pactos y alianzas que entre ellos había (junio, 1363). Desgraciadamente sucedió así, que don Pedro de Castilla, requerido en Mallén por el legado pacificador para que firmara el tratado de Murviedro, negóse á ello mientras el rey de Aragón no matara al infante don Fernando y al bastardo don Enrique, según decía haberlo tratado secretamente con don Bernardo de Cabrera (2). A tan ruda contestación, que desbarataba todo lo acordado en Murviedro, debió contribuir la circunstancia de que hallándose don Pedro de Castilla en Mallén, le nació en Almazán, de la dueña misma que había criado al infante don Alfonso, un hijo varón que se llamó Sancho, y vínole al rey al pensamiento heredar en el reino á este hijo, casándose con la madre, lo cual hacía ya inútil su matrimonio con la infanta aragonesa ofrecido en el tratado. Tal era el rey don Pedro.

Desavenencias y rivalidades ocurridas después en Aragón entre el conde don Enrique y el infante don Fernando, y recelos que de éste concibió su hermano el monarca aragonés, ayudaron grandemente al plan de don Pedro de Castilla, si es cierto que le tuvo, ó por lo menos á sus deseos respecto del infante. Don Pedro el Ceremonioso puso el sello á la persecución que en otros tiempos había desplegado contra sus hermanos los hijos de la reina doña Leonor, quitando la vida al infante don Fernando por medios muy parecidos á los que solía emplear el rey de Castilla, esto es, convidándole á comer á su mesa, y haciéndole prender y asesinar por término y remate del banquete. ¡Época calamitosa y aciaga la de los reinados simultáneos de los tres Pedros, de Castilla, Aragón y Portugal, todos empleando el puñal contra los más ilustres personajes, siquiera fuesen de su propia sangre, que tuvieran la desgracia de excitar sus celos, sus sospechas ó su enojo! Por más razones que expuso el monarca aragonés para justificar esta muerte, no pudo evitar que causara en el reino una impresión profunda de desaprobación y de disgusto. Y mucho necesitaron el rey y el conde don Enrique para sosegar á don Tello y á los demás caballeros de Castilla que seguían la hueste del infante.

La negativa de don Pedro de Castilla á ratificar y cumplir la paz de Murviedro produjo la deserción de Carlos el Malo de Navarra de las banderas castellanas que sólo por compromiso y como á remolque había seguido, y la alianza del navarro con el aragonés, conforme á la última cláusula del tratado. Los dos nuevos aliados trataron también de desembarazarse de don Enrique alevosamente en unas vistas que con él concertaron en el castillo de Sos. Pero el de Trastamara comprendió el lazo que se le había armado, supo burlarle, y como acaudillaba muchos castellanos

(1) Zurita dice, sin duda equivocadamente, doña Isabel, que era la última de las hermanas

(2) Esto dice Ayala, á lo cual añade el juicioso Zurita, que «si no pasó así, las cosas que después sucedieron entre el rey y el conde de Trastamara, y la muerte del infante dieron harta causa para sospecharlo.» Lib. IX, cap. XLVII.

y se le allegaban multitud de franceses que querían vengar la muerte de doña Blanca, logró prevalecer y sobreponerse á todos los amaños, y aun obligó al rey de Aragón á darle las mayores seguridades.

Menos feliz el ilustre don Bernardo de Cabrera, antiguo y el más íntimo de los consejeros de don Pedro el Ceremonioso, á cuya política, prudencia y sagacidad debió muchas veces la conservación del trono y del reino, el hombre por cuyo consejo se había regido tantos años el timón del Estado, fué blanco de una conjuración que urdieron contra él la reina, el rey de Navarra y el conde don Enrique, suponiéndole autor de todos los males que afligían el reino, y de delitos de lesa majestad. El rey, dando fácil oído á sus acusaciones, le llamó para prenderle, y condenado á muerte fué degollado en la plaza del Mercado de Zaragoza. Así acabó el gran privado de don Pedro IV de Aragón, que después se arrepintió de su ingratitud para con el más esclarecido y más fiel de sus servidores, declarando había sido provocado é inducido á ello por vanas sospechas. Ejemplo que nos recuerda el suplicio ejecutado por el rey de Castilla en don Gutierre Fernández de Toledo, si bien el de Aragón guardó los trámites de un proceso, y tuvo el mérito de reconocer un día la propia injusticia (1).

Continuó los dos años siguientes (1364-1365) la guerra entre Castilla y Aragón. Los hechos más notables del primero (descargados de los incidentes diarios y comunes en todas las guerras) fueron haberse apoderado el rey de Castilla de Alicante y otras poblaciones del reino de Murcia, haber estado á punto de rendir la ciudad de Valencia, y por la parte de Calatayud y Teruel haber recobrado á Castelfabib que se había alzado contra él. En el segundo fueron apresadas cinco galeras catalanas, cuyas compañías mandó matar don Pedro de Castilla en Cartagena, sin que escapara uno solo de la muerte, á excepción de los remeros que salvaron las suyas para ser empleados en las galeras castellanas en Sevilla, donde había menester de gente de este oficio. Orihuela cayó en poder del castellano, y Murviedro se rindió por capitulación al aragonés y al conde don Enrique, tomando partido los más de los defensores en favor del de Trastamara. En este intermedio, diferentes veces habían estado el castellano en Sevilla, el aragonés en Barcelona, y volvían á encontrarse en los campos de Valencia y Murcia, donde empeñaban diarios combates.

(1) Tan apesadumbrado se muestra el cronista aragonés al referir este suceso, que recuerda con este motivo un proverbio vulgar que dice había en Aragón, reducido á expresar, que era fuero del reino darse mal galardón por buenos servicios. «Porque no sé yo, añade, en estos reinos de hombre tan principal que mas señalados los hubiese hecho á su príncipe, ni antes ni despues, y que tan injustamente y con tan malos y perversos medios padeciese en pago dello tal muerte.» Anal, de Aragón, lib. IX, capítulo LVII.

CAPÍTULO XVII

CONCLUYE EL REINADO DE DON PEDRO DE CASTILLA

De 1366 á 1369

Entrada de don Enrique de Trastamara en Castilla.-Quiénes componían su ejército: qué eran las compañías blancas de Francia: quién era el terrible Bertrand Duguesclín.-Aclaman rey á don Enrique en Calahorra.-Huye don Pedro de Burgos á Sevilla: castigos que ejecuta en esta ciudad.-Corónase don Enrique en Burgos.Recibenle en Toledo.-Don Pedro sale expulsado de Sevilla: desaire que le hace el rey de Portugal: se refugia en Galicia: se embarca para Bayona.-Entra don Enrique en Sevilla: va á Galicia: vuelve á Burgos.—Tratado de alianza en Bayona entre don Pedro de Castilla, el Príncipe Negro de Inglaterra y Carlos el Malo de Navarra. -Quién era el Principe Negro.-Pacto de alianza en Soria entre don Enrique y Carlos el Malo.-Abominable conducta del rey de Navarra en estos tratos.-Entrada de don Pedro con el ejército auxiliar de Castilla.-Célebre batalla de Nájera: derrota del ejército de don Enrique, y fuga de este á Francia.-Recobra don Pedro el reino de Castilla - Desavenencias entre el rey y el príncipe de Gales.-Don Pedro en Toledo, en Córdoba y en Sevilla: castigos terribles. - El príncipe Negro deja á Castilla y se vuelve á sus Estados de Guiena.-Segunda entrada de don Enrique en Castilla, protegido por el rey de Francia.-Situación en que se halló el reino.Ataque de Córdoba por las tropas de don Pedro y del rey moro de Granada.-Cerco de Toledo por don Enrique.—Búscanse los dos hermanos.-Combaten en Montiel -Muerte de don Pedro de Castilla.

Comenzó este largo drama á tomar vivo interés en los primeros meses de 1366. Una hueste aterradora, que parecía ser rudo instrumento de una misión providencial, invadió la Castilla por la frontera de Aragón. Componían esta especie de legión vengadora el conde don Enrique de Trastamara; sus hermanos don Tello y don Sancho con todos los castellanos que habían militado bajo sus pendones en Aragón; ricos-hombres y caballeros aragoneses ansiosos de tomar venganza del que tantas veces los había inquietado en sus hogares; las grandes compañías de Francia, muchedumbre allegadiza de franceses, bretones, ingleses y gascones, capitaneados por una parte de la nobleza francesa, y principalmente por el terrible Bertrand Duguesclín (1), el hombre más famoso de su época y el guerre ro más formidable de aquel tiempo, que parecían enviados á librar á Castilla del sacrificador de una reina francesa inocente y desventurada.

¿Qué eran esas grandes compañías, y quién ese campeón Duguesclín, y cómo se habían incorporado al hijo bastardo de Alfonso XI pretendiente á la corona castellana?

Llamábase en Francia las grandes compañías á una turba numerosa de aventureros de diferentes países, gente desalmada, acostumbrada á vivir del pillaje en los campamentos en tiempos de guerras y de revueltas, especie de guerrilleros, brigantes ó condottieri, que, mal hallados con la paz que acababa de establecerse entre Francia é Inglaterra, infestaban

(1) El que Ayala nombra Beltrán de Claquín.

el suelo francés y estaban siendo una calamidad para aquel reino. Deseosos el nuevo rey de Francia Carlos V y su gobierno de libertar al país de tan terrible azote, intentaron enviarlos á Hungría á combatir contra los turcos, pero ellos dijeron que no querían ir á guerrear tan lejos. Presentóse en esto el caballero Duguesclín ofreciendo hacer á su patria este servicio. que el rey y todos le agradecieron, facultándole para acabar con las grandes compañías por la paz ó por la guerra, como mejor le pareciese. Fué, pues, Duguesclín acompañado de doscientos caballeros, á buscar las compañías, que en número de treinta mil hombres se hallaban en los campos de Chalóns, y en un discurso lleno de ruda energía los excitó á que le siguieran á España, con pretexto de libertarla del yugo de los sarracenos. Recibieron la proposición con entusiasmo, y aclamaron por jefe al valeroso Bertrand Duguesclín. La flor de la nobleza de Francia se alistó también en sus banderas. Prometióles pagarles desde luego doscientos mil florines de oro, y que no faltaría quien en el camino les diese otro tanto. Dirigióse el caballero Bertrand con sus compañías á Aviñón, residencia entonces del papa, que era con quien aquél contaba para el pago de los doscientos mil florines. Como aparecía que iban á guerrear contra infieles, alzó el pontífice una excomunión que había lanzado sobre las grandes compañías; mas como rehusase dar dinero, alborotáronse los soldados, el papa los amenazó con retirarles la absolución, ellos se entregaron á saquear la comarca y á incendiar las poblaciones, y el jefe de la Iglesia se vió en la necesidad de desexcomulgarlos, y de darles además cien mil florines, con cuya cantidad se pusieron en marcha para Cataluña y Aragón; que el objeto verdadero era hacer la guerra á don Pedro de Castilla. Resultado era este de negociaciones practicadas por don Pedro de Aragón y por el conde don Enrique para traer á su servicio y aun á su sueldo las grandes compañías, halagando además á la nobleza de Francia, y más á los que pertenecían al linaje de la flor de lis, como dice la crónica, con la idea de tomar venganza de quien tan inhumanamente había sacrificado á la reina doña Blanca de Borbón (1).

Bertrand Duguesclín, oriundo de una de las más ilustres familias de Bretaña, era un caballero de una fuerza extraordinaria, que había hecho del ejercicio de las armas su única ocupación; tanto, que menospreciando toda cultura intelectual, ni siquiera había querido aprender á leer. Había en su figura algo de deforme. «Yo soy muy feo, solía decir él mismo, y nunca inspiraré interés á las damas, pero en cambio me haré temer siempre de mis enemigos.» Comenzó su carrera caballeresca en un solemne torneo, de una manera que le colocó desde aquel primer ensayo en el número de los primeros campeones de la época. Su padre, que era uno de los combatientes, le había prohibido entrar en la liza, pero él supo introducirse en el palenque, y derribó doce caballeros de otras tantas lanzadas. Admirada la concurrencia de la fuerza y valor del brioso adalid, prorrumpió en aplausos estrepitosos, cuando alzando la visera descubrió su rostro

(1) Sobre las grandes compañías pueden verse curiosas é interesantes noticias en Froissart y en el poema contemporáneo de Cuvelier. Se llamaban también la gente blanca ó compañías blancas por el color de sus armaduras y bacinetes.

de diez y siete años. Su padre le perdonó, le declaró la gloria de su fami lia, y el joven vencedor fué paseado en triunfo. Desde entonces su carrera fué una serie no interrumpida de empresas, hazañas y proezas caballe rescas, que eclipsaron las de todos los campeones que le habían precedido. No había armadura tan fuerte que resistiera al golpe de su lanza, y la maza que manejaba apenas la podía levantar otro hombre. Cuéntase que en el sitio de Vannes, con solos veinte hombres arrojados, y de su elección y confianza, se defendió una noche entera de más de dos mil ingle ses. Su vida era una cadena de aventuras heroicas, y por su valor y su natural pericia militar llegó á ser condestable de Francia (1).

Tal era el caudillo y tales las tropas auxiliares que acompañaban á Enrique de Trastamara cuando hizo la invasión en Castilla. La primera ciudad castellana que dió entrada á los confederados fué Calahorra. Alli fué también donde por primera vez se proclamó rey al mayor de los hijos bastardos de Alfonso XI y de doña Leonor de Guzmán. Real, Real por el rey don Enrique, gritaban en las calles de Calahorra (marzo, 1366). Y don Enrique comenzó á obrar como rey y á dispensar mercedes. De allí avanzó á Navarrete y á Bribiesca, venciendo la corta resistencia que esta última villa podía oponerle. Hallábase don Pedro en Burgos; y el monarca belicoso, el hombre intrépido y el guerrero brioso y esforzado, pareció sobrecogido de una especie de asombro y estupor que le embargaba el ánimo. Presentáronsele allí el señor de Albret (2) y otros caballeros emparentados con muchos capitanes de la expedición á proponerle que, si quería, ellos harían que los de las compañías se viniesen al servicio del rey ó se torna. sen á sus tierras, siempre que el rey les quisiese dar sueldo ó mantenimiento, ó bien alguna cuantía de su tesoro. Negóse á ello don Pedro, y los nobles franceses se retiraron. Atónitos se quedaron un día los de Burgos al saber que su soberano, sin haberlo consultado con nadie, se disponía á abandonar la ciudad y encaminarse á Sevilla. Acudieron inmediatamente á su palacio á requerirle y suplicarle que no los desamparara ni dejara sin defensa una ciudad donde contaba tantos y tan buenos y leales servidores, dispuestos á sacrificarse por su rey y señor. Y como viesen al rey obstinado en realizar su marcha, y le preguntasen qué podían ellos hacer y cómo podrían defenderse ellos solos, «mándoos, les respondió, que fagades lo mejor que pudiéredes.» Entonces le rogaron como leales súbditos, que para el caso en que no se pudiesen defender de la gente de don Enrique les hiciese merced de alzarle el juramento de homenaje y fideli dad que le tenían hecho. A esto accedió el monarca, y de ello se levantó escritura y testimonio signado por notarios públicos.

Con esto, y después de dar mandamiento de muerte contra Juan Fernández de Tovar, hermano de Fernán Sánchez el que había entregado Calahorra á don Enrique, salió don Pedro fugitivo de Burgos, camino de Toledo. Aquel día despachó sus órdenes á los capitanes de las fronteras de Aragón y de Valencia para que dejando las fortalezas allí ganadas y

(1) Froissart, t. I.-M. Billot ha compendiado en una reseña biográfica de Ber trand Duguesclín los hechos principales de su vida.

(2) El señor de Lebret que dice Ayala.

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