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previsores y más prudentes sus dos predecesores Pedro el Grande y Alfonso III. Aragón y Sicilia con dos reyes de una misma familia hubieran podido ayudarse y robustecerse mutuamente y dar la ley á Roma y á Francia. Sicilia agregada á la corona de Aragón era un engrandecimiento embarazoso y efímero, más propio para lisonjear la vanidad de un rey que útil y provechoso al reino: era romper el compromiso del Gran Pedro III; era faltar al testamento del tercer Alfonso, y era en fin atacar la independencia del pueblo siciliano, que aspiraba á tener y á quien se había ofre cido dar un rey propio.

Con estos precedentes era natural que todos renovaran sus antiguas pretensiones y que Jaime II tuviera contra sí los mismos enemigos que Alfonso III. Así, á pesar de los esfuerzos del nuevo monarca aragonés, hubo de resignarse á aceptar la paz de Anagni, consecuencia casi forzosa de la de Tarascón. Por segunda vez fué sacrificada la Sicilia. Este abandono habría sido algo más disculpable, si la indemnización de Córcega y Cerdeña que secreta y como vergonzosamente recibía don Jaime del papa hubiera sido segura: pero el papa no daba sino un derecho nominal sobre dos islas cuya conquista había de costar á Aragón una guerra sangrienta, y había de consumirle muchos hombres y muchos tesoros, y el aragonés renunciaba á derechos legítimamente adquiridos por derechos dudosos ó eventuales. En poco tiempo se vió por dos veces un mismo fenómeno: dos reyes de Aragón abandonando la Sicilia, y los sicilianos luchando con todo el mundo por tener un monarca aragonés; y don Fadrique de Aragón debió al esfuerzo de los sicilianos el ser rey de Sicilia contra la voluntad y las fuerzas reunidas de Nápoles, de Roma, de Francia y de su mismo hermano don Jaime de Aragón, comprometido por el tratado de Anagni á impedir que ciñese la corona.

En el trascurso de diez años, desde Pedro III á Jaime II se ve una mudanza completa en la política de Aragón. Jaime II restituye á la Iglesia el reino siciliano conquistado por Pedro III: Jaime II casa con la hija del rey Carlos de Nápoles, el antiguo enemigo de la casa de Aragón, y antiguo prisionero de su padre: Jaime II se obliga á poner cuarenta galeras al servicio del rey de Francia, el perseguidor y el invasor de la monarquía aragonesa: Jaime II se hace el auxiliar más decidido de Roma, y es nombrado gonfalonero ó portaestandarte del jefe de la Iglesia, que había excomulgado y depuesto á su padre y dado el reino de Aragón á un príncipe francés; y por último, Jaime II hace la guerra como á enemigos á los únicos amigos naturales de la dinastía aragonesa, á los sicilianos y á su hermano don Fadrique. Fué, pues, la política y la conducta de don Jaime II de todo punto contraria á la de don Pedro III. Hízose amigo de todos los enemigos, y enemigo de los únicos amigos de su padre. ¿Quién produjo tan extraña mudanza? A nuestro juicio nada influyó tanto en esta variación como las censuras lanzadas por los papas sobre los reyes y sobre los pueblos del dominio aragonés. Estas censuras que soportó con impavidez el Gran Pedro III, intimidaron al fin á Alfonso III y á Jaime II, y los decidieron, más que el temor á los ejércitos coligados de Italia y Francia, á sucumbir á las estipulaciones de Tarascón y Anagni. Los rayos de la Iglesia, temprano ó tarde, surtían siempre su efecto. Los papas cui

daban de renovarlos constantemente; y entre príncipes eminentemente cristianos como eran los de Aragón, si uno manifestaba no temerlos por parecerle injustos, ni todos podían ser así, ni podía dejar de venir alguno que se acordara de aquello de: sententia pastori, sive justa, sive injusta, timenda. Si las cortes de Aragón y Cataluña, tan amantes de la independencia nacional, ratificaron sin dificultad aquellos tratados ignominiosos en política, fué porque un pueblo esencialmente religioso no podía ya sufrir el entredicho que desde tantos años sobre él pesaba, y estar tanto tiempo segregado del gremio de la Iglesia. Estas mismas censuras fueron las que movieron á Juan de Prócida y á Roger de Lauria, los promovedores y sostenedores de la independencia de Sicilia, á abandonar al fin la causa siciliana, y á conducir las naves y los pendones de Roma contra aquel mismo reino por cuya emancipación tanto habían trabajado. Las armas espirituales eran todavía más poderosas á cambiar la política de los Estados que la fuerza material de los ejércitos.

Sólo los sicilianos y los aragoneses fieles á don Fadrique mostraron no temer ni las unas ni los otros. Los portadores de los breves pontificios á Mesina estuvieron á riesgo de perder sus vidas, y don Fadrique con el pequeño pueblo que le aclamaba tuvo valor para hacer frente y sostener una guerra de mar y tierra contra todos los pueblos del Mediodía de Europa, Aragón, Cataluña, Provenza, Francia, Roma, Nápoles y Calabria, que cubrieron los mares con uno de los más formidables armamentos que jamás se habían visto y con el rey don Jaime á su cabeza. Vencedor don Fadrique con sus sicilianos en Siracusa, vencido en el cabo Orlando, pero triunfador otra vez en Falconara y en Mesina, al fin después de veinte años de cruda guerra todo el poder reunido del Mediodía de Europa se vió forzado á ceder ante el esfuerzo de los moradores de una isla y ante el valor de un príncipe de la casa de Aragón. Por la paz de 1302 fué reconocido don Fadrique de Aragón rey de Trinacria ó de Sicilia, y por primera vez al apuntar el siglo XIV el poder de Roma, ante el cual se habían sometido tantos reyes y emperadores, se doblegó á un pequeño pueblo de Italia y á un infante de Aragón, abandonados de todo el resto de Europa y heridos de anatema. El papa reconoció por rey de Sicilia á Fadrique ó Federico III, alzó al reino el entredicho, y la casa de Aragón quedó dominando en Sicilia, á pesar de los mismos monarcas aragoneses.

Perdida Sicilia para Aragón, quedaba la cuestión de Córcega y Cerdeña cedidas por el papa. En lo perezoso y renitente que anduvo don Jaime para emprender la conquista de estas dos islas parecía presentir lo costosa que había de serle. Veinte años tardó en acometerla, cuando ya el papa mismo intentó retraerle y disuadirle so pretexto de que hartas guerras había ya en la cristiandad; consideración que hubiera convenido mucho la hubiese tenido presente Bonifacio VIII cuando le dió la investidura de ellas, pero la resolución estaba tomada, y don Jaime encomendó esta expedición á su hijo el infante don Alfonso. Cerdeña fué conquistada, porque las armas de Aragón triunfaban entonces dondequiera que iban: pero faltó muy poco para que el príncipe y todas sus gentes quedaran sepultados en el ardiente y húmedo suelo de Cerdeña, víctimas del arrojo de sus habitantes y de la insalubridad del clima. Hartos, sin embargo,

sucumbieron en aquella mortífera campaña, y era un cuadro bien triste y patético el que ofrecían seis mil cadáveres devorados por la peste, la esposa del infante de Aragón mirando en torno de sí, y no hallando con vida una sola de las damas de su cortejo, el príncipe su esposo teniendo que dejar el lecho del dolor con el ardor de la fiebre para rechazar los ataques de los isleños, y no habiendo apenas quien cuidara ni de sepultar los muertos, ni de defender los vivos, sino otros hombres escuálidos, enfermos y semi-moribundos. Todo lo venció, es verdad, la constancia aragonesa; pero fué á costa de padecimientos, de sacrificios, de caudales y de preciosas víctimas humanas.

Si el valor, la paciencia y la perseverancia que emplearon los aragoneses en los sitios de Villa de Iglesias y de Cagliari, si las fuerzas navales que habían ido antes á pelear contra otros aragoneses en las aguas de Siracusa, de Ostia, de Gagliano y de Mesina, se hubieran empleado contra los moros de Granada y de África en unión con los soberanos y los ejér citos de Castilla, la obra de don Jaime el Conquistador y de San Fernando hubiera tenido más breve complemento y más pronto y próspero rema te. Pero Castilla consumiéndose en luchas intestinas, Aragón gastándose en conquistas lejanas, ó acometían sólo empresas á medias contra los musulmanes como las de Almería y Gibraltar, ó les daban lugar á rehacerse y á que ellos se atrevieran á invadir las fronteras cristianas.

Tal aconteció á Alfonso IV de Aragón á muy poco de la muerte de su padre Jaime II. Y una vez que el castellano y el aragonés se habían concertado ya para proseguir la guerra santa, no pudo el de Aragón hacerla en persona, porque se lo impidió una sublevación que sobrevino en Cerdeña, y hubo de contentarse con enviar en auxilio de Castilla una pequeña flota con los caballeros de las órdenes: todo por atender á una isla que no valía lo que costaba, y cuyas rentas empeñaban la corona, porque no alcanzaban á cubrir los gastos de conservación. Para esto fue necesario sostener una nueva guerra con la república de Génova, guerra encarnizada y sangrienta, como suelen serlo las de los pueblos marítimos y mercantiles que aspiran á dominar los mismos mares, que tales eran Génova y Cataluña. ¿De qué servía que los marinos catalanes dieran nuevas pruebas de su inteligencia y de su arrojo en las aguas del Mediterráneo, que las dieran también los genoveses de su habilidad y destreza, si se destrozaban entre sí y se arruinaba el comercio de ambas naciones? Alfonso IV de Aragón no logró dominar tranquilamente en Cerdeña, y las negociaciones de paz quedaron pendientes para su sucesor.

No era, pues, que faltaran á la España cristiana elementos para acabar de arrojar del territorio de la Península sus naturales enemigos los sarracenos, esos incómodos huéspedes de seis siglos, cuya total expulsión debió ser el pensamiento y la obra principal de los monarcas cristianos. Elementos para ello sobraban; pero empleábanse y se distraían en lo que menos relación tenía con aquel objeto. En Castilla sólo hemos visto guerras entre príncipes de una misma sangre, entre reyes y nobles, entre señores y vasallos: alguna vez se acordaron de los moros como de un objeto secundario; las campañas de Alfonso XI fueron una honrosa excepción. Si queremos hallar la fuerza y el poderío de Aragón, tenemos que ir á

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