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Con ánimo de pasar el invierno en el templado clima de Andalucía, según lo requería el estado de su delicada salud, hallábase ya en el mes de octubre en Alcalá de Henares, donde habían de reunírsele la reina y sus hijos. Aconteció allí que un domingo (9 de octubre), habiendo salido el rey á caballo con el arzobispo de Toledo don Pedro Tenorio y varios nobles y señores de su corte, al atravesar un barbecho apretó las espuelas á su caballo, y tropezando éste en la carrera cayó con el rey y cogiéndole debajo le aplastó y fracturó todo su cuerpo. Imposible fué á los caba lleros, por más que corrieron, llegar á tiempo de salvarle. El rey había expirado: grande fué la pesadumbre y el llanto de todos los de su séquito: «é era muy grand razon, dice la crónica, ca fuera el rey don Juan de buenas maneras, é buenas costumbres, é sin saña ninguna; como quier que ovo siempre en todos sus fechos muy pequeña ventura, señaladamente en la guerra de Portugal.» Tal fué la desgraciada muerte de don Juan I de Castilla, á la edad de treinta y dos años, y después de haber reinado once años, cuatro meses y doce días (1). El arzobispo de Toledo, testigo de la catástrofe, llamó á los médicos, y de acuerdo con ellos hizo difundir por unos días la voz de que el rey no era muerto, mientras enviaba cartas á las ciudades y á los señores del reino noticiándoles que se hallaba en peligro, y que era su voluntad y los exhortaba á que después de su muerte reconocieran y juraran como leales por rey de Castilla á su hijo don Enrique.

Cuando el arzobispo lo creyó oportuno, publicó la verdad del caso, y colocó el cadáver del rey en la capilla del palacio de los arzobispos de Toledo en Alcalá de Henares. Al otro día partió para Madrid, donde se hallaban los infantes don Enrique, y don Fernando, y alzó voz por don Enrique, que quedó proclamado rey de Castilla y de León. El luto y el llanto por la muerte del padre se mezcló con las fiestas y las alegrías de la proclamación del hijo.

(1) «E era (dice el cronista Ayala, que le conoció bien personalmente) non grande de cuerpo, é blanco, é rubio, é manso, é sosegado, é franco, é de buena consciencia, é ome que se pagaba mucho de estar en consejo; é era de pequeña complision, é avia muchas dolencias.» Año XII, cap. xx.

CAPÍTULO XX

JUAN I EL (CAZADOR) EN ARAGÓN

De 1387 á 1395

Trata cruelmente á la reina viuda su madrastra y á sus parciales.-Deliberación que tomó en el asunto del cisma: se declara por Clemente VII.-Distracciones del rey: lujo, boato y disipación de su corte.-Quejas y reclamaciones de los aragoneses: hácenle reformar su casa.-Enlaces de príncipes; quién los promovió y con qué objeto.-Levantamiento contra los judíos.-Rebelión en Cerdeña: peligros: medidas. Situación de Sicilia: expedición de la reina doña María y del infante don Martín de Aragón y sus resultados.-Promesas del rey: su inacción.-El cisma de la Iglesia muerte de Clemente VII y elección del cardenal de Aragón don Pedro de Luna: carácter y conducta del pontífice electo: prosigue el cisma.-Muerte de don Juan I de Aragón.

Cuando murió el rey don Juan I de Castilla hacía ya cerca de cuatro años (desde enero de 1387) que reinaba en Aragón otro don Juan I, hijo de don Pedro IV el Ceremonioso (1). Sin los grandes defectos pero también sin las grandes cualidades de su padre, su primer acto como soberano fué ensañarse contra su madrastra la reina doña Sibilia de Forcia y contra sus partidarios, acusados de haberle dado hechizos siendo príncipe, y de haber abandonado al rey su padre en el artículo de la muerte. No obstante haberse puesto á merced del nuevo monarca, y á pesar de haber dado sus descargos en lo de desamparar al rey difunto, y sin ser oídos en defensa acerca de los maleficios, enfermo y doliente como el rey estaba los mandó poner á cuestión de tormento; inhumanidad que disgustó á todos, y mandato que se resistieron á ejecutar los jueces mismos encargados de la pesquisa. Algo aplacó las iras del rey la cesión que la reina viuda hizo de todos los bienes, castillos y villas que su marido le había dado (2), pero desahogó su cólera en los demás presos, condenando á muerte y haciendo decapitar hasta veintinueve, sin perjuicio de seguir el proceso contra la reina y contra su hermano don Bernardo.

Terror y espanto universal causó este proceder del rey, pues todos unánimemente decían que si en el principio de su reinado y estando tan gravemente enfermo usaba de tanta crueldad con su madrastra y con los antiguos privados de su padre, ¿qué podrían prometerse más adelante? Por fortuna no fué así. Al fin se interpuso el cardenal de Aragón como legado del papa, y gracias á su activa mediación la atormentada reina fué puesta en libertad, y á cambio de los inmensos bienes y riquezas que ella había cedido se le dió una pensión de veinticinco mil sueldos anua

(1) De esta manera reinaban á un tiempo tres Juanes, en Aragón, Castilla y Portugal, al modo que hacía pocos años habían reinado simultáneamente tres Pedros en

estos tres reinos.

(2) Recuérdese lo que sobre esto dijimos al fin del cap. XIV, reinado de don Pedro IV.

les (sobre doce mil francos franceses), sin dejar de continuarse por mucho tiempo las pesquisas contra diversos caballeros acusados de complicidad con la reina madre.

Otro de sus primeros actos, tan luego como juró á los catalanes guardarles sus constituciones y costumbres, fué anular las donaciones y enajenamientos hechos por su padre desde 1365 en perjuicio suyo y del reino. Seguidamente nombró por su lugarteniente general en los ducados de Atenas y de Neopatria al vizconde de Rocaberti, á quien mandó pasar con armada á la Morea y poner en buena defensa aquellos Estados. En Cerdeña se ajustó una suspensión ó tregua de dos años entre don Jimén Pérez de Arenos, gobernador nombrado por el nuevo rey, y doña Leonor, hija del juez de Arborea, que seguía sosteniendo la causa de su padre; todo esto mientras el papa decidía como árbitro en aquella contienda.

Todas las naciones habían tomado ya su acuerdo y su posición respectiva en el asunto del cisma que afligía y trabajaba la Iglesia. Portugal, sometida á la influencia inglesa, había tomado partido por Urbano VI como Inglaterra. Castilla reconocía á Clemente VII como su aliada la Francia. Faltaba Aragón, que había guardado una estricta neutralidad durante el reinado del político y cauto don Pedro el Ceremonioso. Parecióle al hijo que era tiempo ya de sacar al reino de aquel estado de perplejidad é incertidumbre, y congregando en Barcelona, al modo que se había hecho en Castilla, una asamblea de obispos y de los letrados más eminentes, examinado y discutido maduramente el negocio, se resolvió tener por nula la primera elección de papa hecha en Roma, como arrancada por la opresión y la violencia, y reconocer por canónica la segunda, optando en su consecuencia el rey y el reino de Aragón por el papa Clemente VII como Francia y Castilla.

Señalóse don Juan I de Aragón por el lujo, el boato y la esplendidez de su casa y corte. Siendo sus dos pasiones favoritas la caza y la música, preciábase en cuanto á la primera de poseer los utensilios de cetrería y montería de más gusto y precio y más raros y singulares que se conocían, los más diestros halcones y las traíllas de los más adiestrados perros, en que gastaba sumas inmensas, y en que hacía vanidad de no igualarle príncipe alguno. En cuanto á la música, en cuya afición sólo la reina doña Violante su esposa rivalizaba con él, el rey hacía venir de todas partes y á cualquier costa los más hábiles instrumentistas y los cantantes más célebres, la reina entretenía en su casa gran número de damas las más gentiles de su reino, en términos que ninguna corte de príncipe cristiano podía ostentar cortejo tan brillante y lucido; y como si sus negocios de Estado fuesen el placer y el recreo, pasaban alegremente la vida en músicas y danzas y saraos. Al decir del cronista Carbonell tenían concierto tres veces cada día, y todos los días antes de acostarse, excepto los viernes, hacían danzar en palacio las doncellas y mancebos de la corte (1).

(1) Entre los documentos curiosos de este reinado que hemos visto en el archivo general de la corona de Aragón, es uno la siguiente carta, cuyo autógrafo tenemos, que la infanta doña Juana de Perpiñán, hija del rey don Juan I, escribió á la reina su madre desde la Junquera:

Compañera inseparable la poesía de la música, llenóse la corte de poetas y trovadores: erigiéronse escuelas y academias en que se cultivaba y enseñaba la gaya ciencia, y á las justas y otros ejercicios belicosos reemplazaron los pacíficos debates de los juegos florales y de las cortes de amor, debates en que se guardaba en verdad la decencia más rigurosa, para lo cual había hecho el rey una severa ordenanza, y se castigaba la menor infracción con multa de mil sueldos (1). Gastábanse en estos espectáculos y festines cuantiosas sumas, y de este género de vida se dió al rey los dos sobrenombres de el Cazador y el Indolente. Parecía que este príncipe, después de sus penosas dolencias, se proponía darse prisa á gozar de los placeres de una vida que temía escapársele. En corte tan afeminada era también una dama la que ejercía el más ascendiente imperio sobre la reina y el rey, y era como la verdadera reina de Aragón: llamábase doña Carroza de Vilaragut.

No podían los fieros y graves aragoneses ver con paciencia ni consentir que así se alteraran las costumbres severas de sus mayores, ni que la modesta corte de sus reyes se convirtiera en corte de fausto y de afeminación, ni que en esto se consumieran las rentas del Estado y los sacrificios del pueblo, ni que predominara el influjo y privanza de una mujer, ni que por entretenerse en deleites y regalos se desatendieran los negocios y el gobierno del reino. Así en las primeras cortes que el rey tuvo en Monzón (1388), varios ricos-hombres aragoneses, sostenidos por prelados y por nobles catalanes, presentaron sus quejas contra los desórdenes de la corte, y pidieron enérgicamente y en alta voz la reforma de la casa real. Como el rey se mostrara en el principio un tanto indeciso y aun renitente, significáronle su disposición á recurrir en caso necesario á las

«A la muy alta é muy excelente Señora madre é señora mía muy cara la señora reina.-Muy alta é muy excelente señora madre é señora mía muy cara. Porque pienso que vuestra señoría tendrá en ello gusto, os hago saber que yo con gran placer é muy aprisa he pasado hoy el puerto, é he llegado á la Junquera, é por gracia de Dios he estado aquí todo el día de hoy muy alegre, sino que después de la fiesta tuve un poco de desazón por tal que no podía dormir, hasta que Aldonza de Queralt tocó el harpa, y ella y Pablo cantaban, é yo tomando en ello placer me dormí, é siempre que quiero dormir quisiera que harpas é tímpanos é muchos instrumentos tocasen ante mí, é por esto decía toda esta mi gente: «no degenera quien á los suyos parece» é yo los oigo muy bien, mas no quiero responder (el original lemosín dice: et tos temps que vuyl dormir volria que arpes et tempens et molts esturmens me tochasen davant, et per zo dieu tota aquesta mia gent, no deslinya qui los seus sembra.)» Le habla en seguida de que no tenía cera para sellar la carta, y firma: La infanta Juana de Perpiñán.

Por esta carta se ven las costumbres muelles y voluptuosas de aquella corte. Sin duda esta infanta doña Juana llamaba madre á la reina doña Violante de Aragón, su madrastra, porque ella era hija de Matha ó Martha de Armenyach, segunda esposa de don Juan I. Esta infanta Juana fué la que casó con el conde de Foix, y pretendió la corona de Aragón después de la muerte de su padre, como luego veremos.

(1) Don Juan I de Aragón envió una embajada á Carlos VI de Francia, pidiéndole permiso para que algunos poetas del gremio de Tolosa viniesen á Barcelona á establecer aquí una academia análoga á la de aquella ciudad. En su consecuencia vinieron dos de los siete conservadores de los juegos florales, y fundaron en Barcelona el Consistorio de la Gaya Ciencia regido por leyes y estatutos semejantes á las Ordenanzas dels sept senhors mantenedors del Gay saber.

armas. No era don Juan hombre que dejara llegar las cosas á tal extremo, y así hubo de ceder no sólo á desterrar de palacio la dama favorita, sino á reformar su casa y á ordenar pragmáticas poniendo tasa y límites á los gastos y á moderar los desórdenes, con lo cual pudo conjurar la tempestad que amenazaba.

Una invasión de bretones en Cataluña capitaneados por Bernardo de Armañac (1), al parecer en gran número, y sin causa justificable, como no fuese la codicia del robo, hizo acudir la gente del reino en defensa de su territorio. Hubo diversos reencuentros, en que por lo común llevaron la

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peor parte el de Armañac y sus franceses. Mas como éstos muchas veces rehicieran sus fuerzas, el mismo rey desde Gerona estaba resuelto á salir á campaña y batir los enemigos. No hubo necesidad de ello, porque Armañac y su gente, cansados de una guerra sin resultados (1389), y teniendo que acudir á la defensa de su propio país, dieron la vuelta sin esperar al rey, y salieron por la parte del Rosellón haciendo de paso cuanto daño y cuantos estragos pudieron.

En este intermedio, habiendo fallecido Urbano VI en Roma (1389), los

(1) Nieto del otro don Bernardo de Cabrera, célebre consejero de don Pedro el Ceremonioso.

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