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quier que la toviese de qualquier estado ó condicion que sea, que pierda el quinto de sus bienes fasta en quantia de dies mil maravedís cada ves que ge la fallaren..... E aunque ninguno non lo acuse nin lo denuncie, que los alcalles ó jueces de su oficio lo acusen, é le den la pena, so pena de perder el oficio.» Y de la frecuencia con que se cometía el delito de bigamia, y de la necesidad de atajarle y corregirle con duras penas, dan testimonio las mismas cortes en su postrera ley que dice: «Muchas veces acaesce que algunos que son casados ó desposados por palabras de presente, siendo sus mugeres ó esposas bivas, non temiendo á Dios, nin á la nuestra justicia, se casan ó desposan otra ves, é porque esta es cosa de grant pecado é de mal enjemplo, ordenamos é mandamos que qualquier que fuese casado ó desposado por palabras de presente, si se casare otra ves ó desposare, que demas de las penas en el derecho contenidas, que lo fierren en la frente con un fierro caliente que sea fecho á sennal de

crus.»

Las repetidas ordenanzas contra los vagos y gente baldía, y las providencias y castigos que se decretaban para desterrar la vagancia del reino, prueban lo infestada que tenía aquella sociedad la gente ociosa, y lo difícil que era acabar con los vagabundos, ó hacer que se dedicaran á trabajos ú ocupaciones útiles. Esta debía ser una de las causas de los crímenes que se cometían y de los males públicos que se lamentaban.

Llenas están también las obras de los pocos escritores que se conocen de aquella época, de invectivas, ya en estilo grave y sentimental, ya en el satírico y festivo, contra la desmoralización de su siglo. Y si en tiempos posteriores se ha lamentado la influencia del dinero como principio corruptor de las costumbres, parece que estaba muy lejos de ser ya desconocido su funesto influjo, según lo dejó consignado un poeta de aquel tiempo en los siguientes cáusticos versos:

Sea un ome nescio et rudo labrador,

Los dineros le fasen fidalgo é sabidor,

Quanto mas algo tiene, tanto es mas de valor,
El que non ha dineros non es de sí señor.

CAPÍTULO XXIII

ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA

ARAGÓN EN EL SIGLO XIV

De 1335 á 1410

1. Juicio crítico del reinado de don Pedro el Ceremonioso.- Carácter y política de este monarca.-Su comportamiento con el rey de Mallorca, su cuñado.—Su proceder con su hermano don Jaime.-Su conducta en las guerras de la Unión.-Sagacidad y astucia refinada con que logró abolir el famoso Privilegio.—Bienes que produjo al país.-Don Pedro IV en las guerras y negocios de Cerdeña, de Castilla y de Sicilia. Paralelos entre don Pedro de Castilla y don Pedro de Aragón.-II. Juicio del reinado de don Juan I.-III. Reseña crítica del de don Martín.-IV. Condición social del reino en este período.-Modificaciones en su organización política. —Comercio, industria, lujo.-Cultura.

I. Grandes alteraciones y modificaciones sufrió la monarquía aragonesa, así en sus materiales límites como en su constitución política en el reinado de don Pedro IV el Ceremonioso; y bien dijimos al final del capí tulo XIV que el carácter enérgico y sagaz, la ambición precoz y la índole artera y doble que había desplegado siendo príncipe, presagiaban que tan pronto como empuñara el cetro había de eclipsar los nombres y los reinados de sus predecesores.

Con estas cualidades, que no hicieron sino refinarse más con la edad y con la experiencia en un reinado de más de medio siglo, que alcanzó cuatro de los de Castilla, á saber, los de don Alfonso XI, don Pedro, don Enrique II y don Juan I, dejó el monarca aragonés un ejemplo de lo que puede un soberano dotado de sagacidad política, que con hábil hipocresía y con fría é imperturbable serenidad sabe doblegarse á las circunstancias, sortear las dificultades, y resignarse á las más desagradables situaciones para llegar á un fin; que fijo en un pensamiento le prosigue con perseverancia, y sujeta á cálculo todos los medios hasta lograr su designio. El carácter de este y de algunos otros monarcas aragoneses nos ha hecho fijarnos más de una vez en una observación, que parece no tener explicación fácil. Notamos que precisamente en ese país, cuyos naturales se distinguen por su sencilla, y si se quiere, un tanto ruda ingenuidad, y cuya noble franqueza es proverbial y de todos reconocida, es donde los reyes comenzaron más pronto á señalarse como hábiles políticos, y donde se empleó, si no antes, por lo menos no más tarde que en otra nación alguna, esa disimulada astucia que ha venido á ser el alma de la diplomacia moderna. Atribuímoslo á los prodigiosos adelantos que ese pueblo había hecho en su organización política, y á las extensas relaciones que sus conquistas le proporcionaron con casi todos los pueblos.

Don Pedro IV de Aragón continuó, siendo rey, la persecución que siendo príncipe había comenzado contra su madrastra doña Leonor de Castilla, contra sus hermanos don Fernando y don Juan, y contra los

partidarios de ellos. Mas luego que vió la actitud de don Alfonso de Castilla, de los mediadores en este negocio y de los mismos ricos-hombres aragoneses, aparentó someterse de buen grado á un fallo arbitral, y reconoció las donaciones hechas por su padre á la reina y á los hijos de su segundo matrimonio.

Muy desde el principio había fijado sus ojos codiciosos en el reino de Mallorca. Acometer de frente la empresa hubiera llevado en pos de sí la odiosidad de un despojo hecho por la violencia á su cuñado don Jaime II. Y este que no hubiera sido un reparo ni un obstáculo para un rey conquistador, lo era para don Pedro IV que blasonaba de observador de la ley y de guardador respetuoso de los derechos de cada uno. Aguardó, pues, ocasión en que pudiera hacerlo con apariencia de legalidad, y se la proporcionó la cuestión sobre el señorío de Mompeller imprudentemente promovida por el rey de Francia, y sostenida con no muy discreto manejo por el de Mallorca. El aragonés se propuso entretener á los dos para burlarlos á ambos, y cuando supo que el mallorquín había declarado la guerra al francés le reconvenía por aquello mismo de que se alegraba. La citación que le hizo para las cortes de Barcelona cuando calculaba que no había de poder asistir, fué un artificio menos propio de un joven astuto que de un viejo consumado en el arte de urdir una trama. Temiendo luego que la venida de don Jaime á Barcelona neutralizara los efectos de aquel ardid, apeló á la calumnia, y le hizo aparecer como un criminal horrible, de quien providencialmente se había salvado. Así, cuando se apoderó de Mallorca, se presentó, no como usurpador, sino como ejecutor de una sentencia que declaraba á don Jaime delincuente y privado del reino por traidor, y agregó las Baleares á sus dominios con título y visos de legitimidad.

Al despojo de las Baleares siguió el de los condados de Rosellón, Cerdaña y Conflent. Lo uno era natural consecuencia de lo otro. Siendo don Jaime traidor y rebelde, procedía la privación de todos sus Estados, y no era hombre don Pedro que cejara en su obra ni por consideración ni por piedad. Si alguna vez forzado por las circunstancias alzaba mano en alguna guerra, hacía creer al mediador pontificio que obraba por respetos á la santa Iglesia romana. Pero aquel santo respeto duraba mientras reunía mayores fuerzas y se proveía de máquinas de batir. Entonces se olvidaba de Roma y se acordaba sólo de Perpiñán, dejaba de acatar al sumo pontífice y pensaba sólo en atacar á su cuñado don Jaime, se acababa la piedad y se renovaba la guerra. El mismo don Pedro en su crónica cuenta con sarcástico deleite las humillaciones que hizo sufrir á su hermano. El despojo se consumó, y el reino de Mallorca en su totalidad quedó solemne y perpetuamente incorporado á la corona aragonesa.

La extrema desventura á que se vió reducido el destronado monarca le inspiró un arranque tardío de dignidad: se negó á sufrir la última afrenta, soltó los grillos y quiso recobrar la corona perdida. No faltó quien le tendiera una mano en su infortunio: fué de éstos el mismo rey de Francia, causador de su ruina, que también reconoció tarde su error y le dió un auxilio tan infructuoso como su arrepentimiento. Este socorro y el de la reina de Nápoles sirvieron á don Jaime para dar todavía algún susto

á su cruel y desapiadado enemigo: pero todas sus tentativas no pasaban de ser los esfuerzos inútiles de un desesperado. Al fin logró, en lugar de consumirse en una esclavitud ignominiosa, morir dignamente en el centro de sus antiguos dominios peleando con denuedo heroico en defensa de sus legítimos derechos. Acabó, pues, el reino de Mallorca con la muer te de don Jaime II.

La creación de aquel reino había sido un error político de don Jaime el Conquistador, y su agregación á la corona aragonesa fué obra de una inicua trama de don Pedro el Ceremonioso. Hay acciones que sin dejar de ser criminales y odiosas producen un bien positivo: tal fué la de don Pedro IV de Aragón, usurpador injusto, pero utilísimo á su pueblo: sacrificó inhumanamente una víctima, pero dió engrandecimiento y unidad á la monarquía; cometió un despojo inmoral, pero provechoso al reino.

Á un despojo sucedió otro despojo, y á una víctima otra víctima. La primera había sido un hermano político, la segunda fué un hermano carnal. Pero tampoco entraba en la política ni en el carácter de don Pedro privar á su hermano de la sucesión al trono que le pertenecía por las leyes y las costumbres aragonesas á falta de hijos varones del rey, sin dar á su proyecto el color de la legalidad; porque el principio político de aquel astuto monarca era ante todo un afectado respeto á la ley y á las formas legales. Por eso no despoja á su hermano del derecho de sucesión hasta que logra una declaración de letrados de que en Aragón son hábiles las hembras para suceder. Entonces proclama sucesora á su hija doña Constanza, y para quitar al hermano la procuración general del reino le supone en connivencia con el rebelde rey de Mallorca. Pero el pueblo, que no opina como los legistas, se agrupa en torno á la bandera del infante, y á la voz mágica de Unión se mueve un levantamiento casi general, aristocrático en Aragón, y democrático en Valencia. Pero aquí entra la astucia y la sagacidad de don Pedro y su política acomodaticia para doblegarse á las circunstancias y caminar siempre tan lenta y tortuosamente como sea necesario á su fin.

No le importa hacer concesiones y ceder á exigencias; él se indemnizará. Resiste mientras no aventura en resistir, pero cede cuando ve que arriesga en no ceder, y espera su día. Conoce que no sufren los aragoneses que la procuración del reino se ejerza á nombre de una infanta, y manda á los gobernadores que expidan los títulos á nombre del rey. Accede, cuando ya no puede remediarlo, á que las cortes se celebren en Zaragoza; en aquellas tumultuosas cortes le piden confirme el famoso Privilegio de la Unión: don Pedro se niega en el principio, pero le amenazan, y le confirma. En una sesión le faltó ya el sufrimiento, y retó públicamente de malvado y de traidor al infante su hermano, mas sus palabras producen una conmoción borrascosa, y concluye por restituir la procuración general del reino á aquel hermano á quien acababa de apellidar traidor é infame.

¿Qué importan al rey don Pedro estas concesiones? Antes de hacerlas ha tenido cuidado de protestar secretamente ante algunos de sus consejeros íntimos declarando nulo cuanto otorgue, como arrancado por la violencia. Si, cuando llegue su día, no bastan estas ignoradas protestas á

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PUERTA DEL MIRADOR EN LA CATEDRAL DE PALMA DE MALLORCA

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