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piedras preciosas, pasamanes, bordados, ni otra guarnición de oro y plata, y sólo permitía pasamanes y trenzas de seda.

Ya hemos visto que la corte de Juan I remedaba el fausto, el gusto y la molicie de una corte oriental. Los reyes y los cortesanos entregados á las danzas y conciertos y á los placeres voluptuosos; el pueblo murmurando y las cortes reprobando aquella vida dispendiosa y disipada, representan la lucha entre la afeminación á que suele conducir la cultura, y las costumbres modestas y los hábitos varoniles de que no quiere desprenderse un pueblo que ha debido todo lo que es á su rústica sobriedad y á su vigorosa energía. Es ya el anuncio, si no el principio de la transición de una á otra edad en la vida de un pueblo.

Esta cultura no podía dejar de trascender al idioma y á las letras. El mismo don Pedro IV escribió en lengua lemosina su propia crónica, á imitación de don Jaime I; y si acaso la del Ceremonioso no iguala en mérito literario á la del Conquistador, prueba al menos que los monarcas de aquel tiempo sabían honrar las letras, siendo ellos los primeros á cultivarlas, y que don Pedro IV no gustaba sólo de empuñar la espada y el puñal, sino que también manejaba la pluma. Algunos autores hablan de poesías compuestas por don Pedro IV de Aragón, así como de un diccionario de Rimas hecho de orden del mismo rey por Jaime March, lo cual manifiesta que aquel monarca no desatendía por los negocios de la política y de la guerra las ocupaciones y los conocimientos literarios. Ya no nos maravilla que su hijo don Juan I, rey más dado á los placeres de la paz que aficionado al estruendo de la guerra, se declarara protector de la poesía y fomentador de las bellas letras, creando el Consistorio de la Gaya Ciencia en Barcelona á imitación de la célebre Academia de Tolosa, siquiera tuviese, como algunos críticos observan, algo de ridícula la solemne embajada que envió á Carlos VI de Francia, con el solo objeto de que permitiera que una comisión de la Academia Floral de Tolosa pasara á Barcelona á establecer allí una institución análoga. Si durante las turbulencias que siguieron al reinado de don Martín decayó aquel establecimiento, verémosle florecer de nuevo tan pronto como vuelva á estar ocupado el trono y se restituya la tranquilidad al reino.

CAPÍTULO XXIV

ENRIQUE III (EL DOLIENTE) EN CASTILLA

De 1390 á 1406

Menor edad de don Enrique.-Cuestiones sobre la tutoría.-Formación de un consejoregencia en Madrid.-Escisiones entre los regentes.-El arzobispo de Toledo don Pedro Tenorio.-Gravísimas disputas sobre el testamento del rey don Juan.-Síntomas de guerra civil.-Lisonjera situación de Castilla en sus relaciones exteriores.-Cortes de Burgos.-Refórmase la regencia con arreglo al testamento.-Nuevas discordias entre los regentes.-Toma el rey el cargo del gobierno antes de los 14 años.-Posesiónase del señorío de Vizcaya.-Cortes de Madrid: reformas.Disidencias de algunos magnates: el duque de Benavente; los condes don Pedro y don Alfonso; la reina de Navarra; el marqués de Villena: enérgica conducta de don Enrique para subyugarlos á todos.—Fanatismo, aventura caballeresca y trágica muerte del maestre de Alcántara.-Ley suntuaria y curioso ordenamiento sobre mulas y caballos.-Institución de corregidores.-Tregua con Granada.—Guerra y paz con Portugal.—Conducta de don Enrique en la cuestión del cisma.—Actos de severidad con los magnates: anécdotas célebres.-Cortes de Tordesillas.—Ruidosa embajada al gran Tamorlán.-Conquista de las islas Canarias.-Nacimiento del príncipe don Juan.-Guerra con los moros de Granada.-Cortes de Toledo.-Muerte del rey don Enrique.

Niño de once años y cinco días Enrique III cuando heredó el trono de Castilla y de León (9 de octubre, 1390), fuéronse agrupando en derredor del nuevo monarca, que á la sazón se hallaba en Madrid, el arzobispo de Toledo don Pedro Tenorio, los maestres de Santiago y Calatrava, y muchos caballeros y procuradores de las ciudades, los cuales trataron primeramente de acordar qué forma debería darse al gobierno del reino durante la menor edad del rey. Pero además de no haber concurrido todavía varios procuradores y caballeros, faltaban cuatro personajes principales, á saber, don Fadrique, duque de Benavente (hijo de Enrique II), don Alfonso, marqués de Villena (hijo del infante don Pedro, nieto del rey don Jaime de Aragón), don Pedro, conde de Trastamara (hijo del maestre de Santiago don Fadrique, el que don Pedro el Cruel asesinó en Sevilla), y don Juan García Manrique, arzobispo de Santiago, sin los cuales nada se podía deliberar, y á quienes por lo tanto se envió á llamar por medio de cartas reales.

Hallándose aquéllos reunidos en consejo, el canciller don Pedro López de Ayala (el cronista) dió noticia al arzobispo de Toledo de un testamento del rey don Juan I hecho en 1385 en Celorico de la Vera (Portugal), que sería bueno tener á la vista, puesto que designaba los que habían de desempeñar el gobierno del reino y la tutela de su hijo en el caso de morir dejando á éste en menor edad, si bien posteriormente había manifes tado su voluntad de variar las disposiciones del testamento en lo relativo á las personas que habían de obtener aquellos cargos. Por lo mismo opinaron los más que era inútil aquel documento, y el arzobispo de Toledo expuso que con arreglo á la ley de Partida debía en tales casos nombrar

se uno, tres, ó cinco regentes del reino. Opusiéronse á esto otros, diciendo que no había en Castilla ni cinco, ni tres, ni una sola persona de tal autoridad y tales condiciones que pudiera gobernar con general beneplácito, á lo cual añadían algunos el ejemplo de lo mal que habían probado las tutorías de otros príncipes. Inclinábase la mayoría á que se formara un consejo de regencia, en que entraran prelados, duques, condes, marqueses, caballeros y hombres buenos de las ciudades, y tal había sido, decían, la intención expresada por el rey don Juan en las cortes de Guadalajara.

Resolvióse, no obstante, buscar el testamento; á cuyo fin se abrió y reconoció con pública solemnidad las arcas en que el difunto rey había dejado sus escrituras y papeles: hallósele en efecto; pero leído que fué, desecháronle todos como contrario á la voluntad posteriormente expresada de aquel monarca, y aun propusieron arrojarle al fuego de la chimenea de la cámara en que se hallaban reunidos, que era la del obispo de Cuenca, ayo del nuevo rey. Mas el arzobispo de Toledo le recogió y guardó en razón á ciertas mandas que en él se hacían á su iglesia. Desechado el testamento, después de varias conferencias, debates y discusiones, se optó por un consejo de regencia en que entrasen el duque de Benavente, el marqués de Villena, el conde don Pedro, los arzobispos de Toledo y de Santiago, los maestres de Santiago y Calatrava, algunos ricos-hombres y caballeros, y ocho procuradores de las ciudades y villas. Los prelados y magnates estarían constantemente en la corte al lado del rey, dejando de formar parte del consejo en el momento que se ausentasen de ella; los caballeros y procuradores alternarían y se relevarían de ocho en ocho cada seis meses. Las cartas del rey irían firmadas por un prelado, un grande, un caballero, y el procurador de la provincia á que fuese dirigida la carta. Era una especie de comisión permanente de cortes con poder deliberativo y ejecutivo. Todos los miembros del consejo prestaron su juramento, si bien de mala gana algunos, como el arzobispo de Toledo que no cesaba de abogar por la regencia de uno, tres ó cinco, con arreglo á la ley de Partida, y el duque de Benavente y el conde don Pedro, á quienes hubiera agradado más el sistema de aquel prelado con la aspiración de formar una regencia trina, que verse confundidos entre tantos consejeros.

Con tales elementos no podía durar la armonía, ni tardó en introducirse la discordia entre los miembros del consejo-regencia. El arzobispo de Toledo, que ya había jurado de mala voluntad, fué el que comenzó á manifestarse disidente, y después de haber hecho que le relevaran de tener bajo su custodia en un castillo de sus dominios al conde don Alfonso, tío bastardo del rey, y que el ilustre prisionero de don Juan I fuese puesto á recaudo en la fortaleza de Monreal, de la orden de Santiago, se salió de la corte, y expidió cartas al papa y á los cardenales, á los reyes de Francia y de Aragón, á los tutores nombrados por el testamento de don Juan, á todas las ciudades y villas del reino, enviándoles copia del testamento y excitando á todos á que desobedeciesen las órdenes que emanaran del consejo, considerándole como nulo é ilegal. Al propio tiempo una cuestión entre el duque de Benavente y el arzobispo de Santiago, dió nue

va ocasión de desacuerdo entre los consejeros, hasta el punto de preparar los de uno y otro bando sus compañías para venir á las manos, lo cual produjo la salida del de Benavente para sus tierras, «despagado, como entonces se decía, rebosando en resentimiento y enojo. En su vista el rey y el consejo invitaron por cartas al arzobispo de Toledo, al duque de Benavente y al marqués de Villena, á que viniesen á las cortes que se habían de tener en Madrid, para acordar lo conveniente al mejor gobierno del

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reino. El de Benavente y el de Villena enviaron por lo menos algunos caballeros que pudieran conferenciar y entenderse con el rey: el de Toledo, atrincherado en su testamento y en su ley de Partida, negóse á todo acomodamiento y transacción. Los caballeros y letrados que le envió el consejo, el obispo de Saint-Pons, legado del papa, que también fué á hablarle en nombre del rey, el conde don Pedro y el maestre de Santiago que pasaron después en persona para ver de persuadirle á que cediese en obsequio á la paz del reino, todos obtuvieron igual respuesta y nadie pudo doblar al inflexible prelado, firme en su propósito de hacer valer el testamento del rey don Juan. La tenacidad del arzobispo don Pedro Tenorio y sus cartas y sus gestiones fueron de tal efecto, que el reino se dividió en dos grandes bandos, unos que defendían la disposición del testamento, otros que sostenían el consejo de Madrid. Las poblaciones ardían en discordias, y en muchos lugares peleaban entre sí los de uno y otro partido, y había riñas, y muertes y escándalos de todo género (1391).

Las cosas llegaron á términos, que unidos ya el arzobispo de Toledo, el duque de Benavente y el maestre de Calatrava, puestas en pie de guerra sus compañías, amenazaban envolver al reino en una lucha civil, mientras el consejo del rey para atraer gente á su partido prodigaba mercedes, tierras y quitaciones, subiendo los dispendios á ocho ó nueve millones más de lo que las rentas permitían, de tal manera que los caballeros del reino, «desque vieron, dice la Crónica, tal desordenamiento, non

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curaban de nada, é todo se robaba é coechaba.» Deseosos los ciudadanos de Burgos de evitar el rompimiento que veían inminente, propusieron al rey que se celebraran cortes en su ciudad para que sosegada y pacíficamente se pudiera dirimir aquella contien

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ENRIQUE III

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da y proveer lo que fuera mejor y más conveniente al bien del Estado, ofreciendo sus propios hijos en rehenes á fin de que pudieran tenerse por seguros los que asistiesen á las cortes. Acogida hasta con gratitud por el rey y el consejo la proposición de los burgaleses, tratóse otra vez con el arzobispo á fin de moverle á que aceptara este partido que aparecía tan justo y tan propio para excusar conflictos y escándalos en el reino. Pero otra vez el legado del papa, y los procuradores de las ciudades, y los mensajeros de Burgos trabajaron inútilmente por traer á concordia al inflexible prelado. Entonces la reina de Navarra, que se hallaba en Castilla, tomó sobre sí el oficio de mediadora, é hízolo con tal afán y solicitud, que á costa de ímprobos esfuerzos y de continua movilidad para hablar á unos y á otros, logró suspender la guerra que estuvo muchas veces á punto de estallar, y que conviniesen los de uno y otro bando en tener unas vistas en Perales, entre Valladolid y Simancas, para platicar y ver de entenderse entre sí.

El resultado de estas vistas fué un término medio entre las pretensio

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