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gra (1360), comprometiendo sus diferencias en el marqués de Montferrato, el cual sentenció que hubiese verdadera paz entre ellos, y que el de Aragón entregase á la señoría de Génova la disputada ciudad de Alguer, y Génova cediese al aragonés la no menos disputada villa y castillo de Bonifacio.

La circunstancia de haber el infante don Fernando, hermano del rey de Aragón, tomado á su cargo la guerra contra el de Castilla (por causas que explicaremos en otro lugar), permitió al fin al monarca aragonés enviar al atribulado don Fadrique de Sicilia, no sólo la infanta doña Constanza, su prometida esposa, sino también un pequeño auxilio de ocho galeras. Las bodas se celebraron en Catania (1361), y con declarar el de Aragón que tomaba bajo su amparo aquel príncipe, y con el socorro de aquella pequeña flota, y con el valor y constancia del conde don Artal de Alagón, defensor incansable de don Fadrique, sufrieron tal mudanza las cosas de aquel reino, que de la última miseria y adversidad en que estaban pasaron á suceder próspera y felizmente para el protegido de Aragón, cayendo en abatimiento la causa de la reina doña Juana, prestándose todas las parcialidades á obedecer á su legítimo rey, quedando ya muy pocas ciudades en poder de sus enemigos, y comenzando don Fadrique á ejercer de hecho una autoridad y á revestirse de una soberanía que hasta entonces había sido solamente nominal.

En una ocasión estuvo ya el rey don Pedro á punto de ser privado del reino de Cerdeña por la misma silla pontificia. La guerra de Castilla le había puesto en tan grande estrecho y necesidad, que como medio único para poder sustentar su gente procedió á la ocupación de todos los bienes de la cámara apostólica, y de los frutos y rentas de todos los beneficios de los cardenales y otros eclesiásticos que se hallaban ausentes del reino, y esto lo hacía á público pregón. Noticioso de ello el papa Urbano V, reunió el consistorio, y en él se trató de excomulgarle y poner su reino en entredicho, privándole además del reino de Cerdeña, y dando su investidura á otro. Reflexionando entonces don Pedro que si la Iglesia diese aquel reino al juez de Arborea en un solo día podrían rebelársele todos los sardos, recordando la historia de sus mayores, y que ningún monarca por poderoso que fuese había tenido contra sí la Iglesia que á la postre no hubiera redundado en su daño, envió á su tío el infante don Pedro para que le excusara ante el pontífice, y le expusiera al propio tiempo que él había consultado á grandes letrados, y que éstos unánimemente le habían dicho que en extremas necesidades como era la suya, podía tomar no sólo los frutos y rentas eclesiásticas, sino todo el oro y la plata de las iglesias devolviéndolo á su tiempo, puesto que era para defender la tierra, lo cual redunda en beneficio universal de clérigos y legos. En fin, con la ida del infante don Pedro se sobreseyó en aquel asunto (1364), mas lo que el papa no llegó á conceder trató el juez de Arborea de tomarlo de propia autoridad, logrando poner en armas la mayor parte de los sardos.

De tal manera progresaba en su rebelión Mariano, juez de Arborea, que el rey en medio de sus vastas atenciones se vió precisado á enviar nuevos refuerzos (1366) al mando de don Pedro de Luna, uno de los prin

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cipales ricos-hombres y de los más valerosos del reino. Llegó éste en 1368 á tener cercado al de Arborea en Oristán, pero un descuido que tuvo, dejando á sus tropas esparcirse por la comarca, le aprovechó tan grandemente el de Arborea que cayendo sobre el real de rebato rompió y desbarató el campo aragonés, quedando allí muertos don Pedro de Luna y su hermano don Felipe con otros muchos caballeros: golpe que puso en el mayor peligro la isla, y que inspiró al rey el pensamiento de volver allá en persona con la armada, y residir en ella hasta reducirla á su obediencia. Llegó á pregonarse la ida del rey (1369), y aun se dieron los guiajes á los que habían de ir en la expedición, si bien más con intento de alentar á los suyos que de ponerlo entonces por obra. Mas entretanto el juez de Arborea se iba apoderando de la isla, entregósele la ciudad de Sacer, puso en grande aprieto al gobernador del castillo, y estuvo ya para perderse la isla. discordes entre sí los pocos catalanes y aragoneses que en ella quedaban, y desavenidos el capitán general y el gobernador del castillo.

Apelaba ya el rey de Aragón á recursos extremos para mantener aquella posesión que veía escapársele. En 1371 se concertó con un caballero inglés llamado Guálter Benedito para que con una hueste de ingleses y provenzales fuese á sostener las ciudades que le quedaban en Cerdeña, y dió á Guálter el título de conde de Arborea. Mostrábanse ya los pueblos de su reino altamente disgustados y aun irritados con los gastos, impuestos y sacrificios de oro y de sangre que costaba el empeño de sostener aquella conquista, en la cual, decían, no había persona principal que no hubiese perdido algún deudo muy cercano. «Que deje el rey, añadían, para los míseros sardos esa tierra miserable y pestilencial, de gente vilísima y vanísima, y que sea guarida para los corsarios genoveses, y población de desterrados y malhechores. ¿Qué premio son sus bosques y montañas llenas de fieras en recompensa de tantos y tan excelentes caballeros como han muerto en su conquista? ¿Qué cotejo tiene la isla de Sicilia, y los fértiles y abundosos campos de Girgenti y de Lentini, con los miserables yermos de esa isla, cuyo aire y cielo es además pestilencial?» Pero el rey se obstinaba en su defensa como si se tratase de una pertenencia principal de su corona. Poco prosperó sin embargo con la ayuda de aqueIlos auxiliares extranjeros, porque en cambio los genoveses, sin tomar en cuenta la paz que tenían asentada con el de Aragón, equiparon y enviaron en 1373 una gruesa armada á Cerdeña en favor del juez de Arborea. El incansable aragonés, no obstante tener entonces su reino amenazado por Francia, por Mallorca y por Castilla, todavía no desistió de despachar más refuerzos á Cerdeña al mando de don Gilabert de Cruyllas. La guerra continuaba para mal de todos en aquella isla desventurada. Los aragoneses á quienes su mala suerte tenía allí se hallaban en el extremo de la miseria y de la desesperación: los que defendían al juez de Arborea tampoco gozaban de condición más ventajosa: el papa Urbano VI, nada propicio al rey de Aragón, y de índole naturalmente áspera, le conminó también con privarle de la isla: en tal situación, y como remedio parcial que no hacía sino prolongar la enfermedad y hacerla crónica, renovó en 1378 la paz con la señoría de Génova, en términos semejantes á la que antes se había hecho por mediación del marqués de Montferrato.

Continuaron así las cosas de Cerdeña hasta 1383, en que cansados los mismos sardos que se levantaron con Mariano, juez de Arborea, y con Hugo, su hijo, de su tiránica dominación, se rebelaron contra él y le mataron, ensañándose en su persona y ejecutando con él las propias crueldades que él había usado y le habían visto ejecutar. Creyóse entonces que los mismos sardos se vendrían á la obediencia del rey de Aragón, ó que sería fácil reductrlos. Corroboraba esta idea la circunstancia de haber venido á Monzón, donde el rey celebraba cortes, el caballero Brancaleón de Oria, casado con Leonor de Arborea, hermana del último juez, ofreciendo servir al monarca en reducir á su obediencia aquella isla. Recibióle grandemente don Pedro, y le dió el título de conde de Monteleón. Pero engañáronse todos. Los sardos pensaron entonces en hacer aquel reino un Estado libre é independiente, y en el caso que no lo pudiesen alcanzar entregarse á la señoría de Génova. Esta resolución, tan contraria á los derechos de la Iglesia como á los del monarca aragonés, fué causa de que procurasen el rey don Pedro y el papa Urbano entenderse y confederarse, con ánimo cada cual de sacar para sí el mejor partido de la nueva situación. Mas habiendo sido avisado en este tiempo el aragonés, de que doña Leonor de Arborea con su hijo recorrían la isla apoderándose de todas las ciudades y castillos que había tenido el juez su hermano, retuvo el rey en su poder á Brancaleón su marido, hasta que éste le hizo y juró pleito homenaje, de que en llegando á Cerdeña reduciría á su esposa y á su hijo á que se sometiesen al rey, y cuando no pudiese haberlos se entregaría á Bernardo de Senesterra, jefe de la armada aragonesa que iba á partir para la isla, para que le tuviese en el castillo de Caller. Así sucedió. Brancaleón no pudo recabar de su mujer que viniese á concordia, que era doña Leonor mujer no menos resuelta y de no menos ambición y orgullo que su hermano, y Brancaleón su marido cumplió su compromiso de darse á prisión en el castillo de Caller.

Por último, en 1386, el poderoso rey de Aragón se vió en la necesidad de transigir con una mujer, pactando con doña Leonor de Arborea: 1.o, que perdonaría á los sardos rebeldes y les confirmaría las libertades y franquezas que doña Leonor les había concedido por diez años: 2.o, que pondría en libertad á Brancaleón de Oria, su marido, y á todos los que estaban presos en Cerdeña: 3.o, que en los castillos que habían sido antes del rey pondría éste la guarnición que quisiese, excepto en el de Sacer, cuyos soldados habían de ser sacereces: 4.°, que ningún aragonés ni catalán de los heredados en la isla había de residir en ella: 5.o, que habría un gobernador en toda la isla, y un oficial y un administrador en cada lugar para recaudar las rentas reales, pero que todos los demás oficiales serían naturales de la isla: 6.o, que los oficiales reales se relevarían de tres en tres años, y que los que hubiesen gobernado mal no podrían volverse al país: 7.o, que con estas condiciones le serían restituídos al rey todos los pueblos y castillos que eran de la corona real antes de la guerra: y 8.o, que á doña Leonor le quedaría todo el estado que fué del juez de Arborea, su padre, antes de la rebelión, pagando lo que en este tiempo no había satisfecho por el feudo. Esta humillante concordia fué jurada por el rey en Barcelona (agosto, 1386). Pero ni esto se pudo cumplir por la muerte que

luego sobrevino á don Pedro IV, y Brancaleón de Oria y su mujer doña Leonor perseveraron después en su rebelión, dejando don Pedro en herencia á su sucesor, después de tantos años, la fatal cuestión de Cerdeña, Veamos el rumbo que tomaron las cosas de Sicilia durante el reinado de don Pedro IV de Aragón.

Por un pacto celebrado en 1372 entre el rey don Fadrique de Sicilia y la reina doña Juana de Nápoles, su constante competidora, habíase convenido en que don Fadrique tuviese por sí y por sus sucesores la isla de Sicilia, ó el reino de Trinacria con las islas adyacentes por la reina doña Juana y sus hijos y descendientes legítimos tan solamente, haciéndole pleito-homenaje y pagándole un censo anual: y en que don Fadrique y sus sucesores se intitularían reyes de Trinacria, y la reina y los suyos tomarían título de reyes de Sicilia, teniendo cada reino diverso título por sí. En cuanto á la sucesión del reino de Trinacria, declaró el papa que pudiesen suceder hijas en defecto de varones, contra la antigua costumbre de aquel reino. En su consecuencia habiendo muerto don Fadrique III en 1377, debía sucederle la infanta doña María su hija, nieta de Pedro IV de Aragón. Pero este monarca, que veía una nueva carrera abierta á su ambición, apresuróse á protestar ante el papa y los cardenales contra la declaración de suceder las hembras, exponiendo que en conformidad al testamento del primer Fadrique de Aragón que había reinado en Sicilia, le pertenecía á él aquel reino por muerte de otros más inmediatos sucesores varones, ofreciendo recibir su investidura de mano del pontífice y hacer reconocimiento del feudo á la Iglesia, pero suplicando no se diese lugar á que por fuerza de armas adquiriese su derecho (1378). Negóse á semejante declaración el papa Urbano VI, antes le amenazó con que si se entrometía en los negocios de Sicilia le privaría hasta del reino de Aragón. Ni por esto desistió el rey don Pedro, sino que publicó que tomaba sobre sí la empresa de Sicilia, mandó aparejar para ello una gruesa armada, y declaró que quería ir á la isla en persona.

Disuadiéronle de este propósito muchos de su consejo, que tenían inteligencias con los barones sicilianos, y suspendió su marcha. Considerando luego que aquel reino estaba dividido en bandos, cada uno de los cuales aspiraba á apoderarse de la infanta, y que muchos pretendían su mano para abrirse el camino del trono, hizo donación de aquel reino al infante don Martín su hijo, para él y sus sucesores, declarando de nuevo que no pudiese suceder mujer, siempre invocando el testamento de don Fadrique el viejo. Reservábase en esta donación el señorío de la isla con título de rey durante su vida, y que don Martín se titulase Vicario general del reino por su padre. Hizo esta donación en Barcelona á 11 de junio de 1370. La desgraciada doña María, á quien así se heredaba en vida, fué sacada de Sicilia por el vizconde de Rocaberti, y dejada en el castillo de Caller de Cerdeña, hasta que enviando por ella el rey de Aragón fué traída á Cataluña.

La cuestión de Mallorca, que se tenía por terminada hacía ya muchos años, resucitó también inopinadamente como si fuese poco todavía el cúmulo de atenciones que rodeaban al rey don Pedro. Aquel joven príncipe Jaime de Mallorca, á quien en 1349 vimos caer prisionero y herido en la

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TORRE DE LA CATEDRAL DE VALENCIA, LLAMADA KEL MIGUELETE)

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