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Estos defectos eran de varias clases. En primer término, la deficiente cimentación filosófica, sin la cual podrán formarse leguleyos o rábulas de curia, pero en modo alguno jurisconsultos en el alto y noble sentido de la palabra. En segundo lugar, el predominio excesivo del Derecho romano y del canónico, con olvido de las legislaciones nacionales. Y también, por lo que al Derecho romano particularmente se refiere, el no hermanar su estudio con el de la filología, la arqueología y la historia de Roma, y el apartarse de la guía insustituíble de las fuentes originales, que eran sustituídas por farragosos comentarios, muchos de los cuales no eran ni siquiera comentarios directos de las leyes del pueblo-rey, sino comentarios de comentarios.

Añádase a esto la barbarie del lenguaje, las sutilezas escolásticas, el casuísmo llevado a un extremo ridículo, la manía de citar opiniones de autores en lugar de pesarlas en la balanza de la lógica, y se tendrá una idea aproximada de lo que era entonces, salvo rara excepción, la enseñanza del Derecho en las Universidades de Europa.

Con razón levantaron contra ella valiente cruzada los humanistas italianos, cuyo ejemplo siguieron los de otros países. Pero la transformación fué lenta y sólo dió frutos de plena madurez, muy adelantado ya el siglo XVI, en las obras de los grandes jurisconsultos franceses Cujas y Donneau y de los no menos ilustres españoles Antonio Agustín y Diego de Covarrubias, que continuaron y superaron las sabias innovaciones histórico-críticas y la elegancia de exposición de los Alciato, Budeo y Zassius.

Esto por lo que se refiere al Derecho romano, porque en orden a la filosofía jurídica propiamente dicha sería injusto omitir los nombres de nuestros grandes pensadores del

siglo XVI, Francisco de Vitoria, Alfonso de Castro (1). Domingo de Soto y Francisco Suárez.

Ante el triste cuadro que presentaba la enseñanza del Derecho cuando Palacios Rubios ingresó en las aulas sal· mantinas se comprende que no era mucho lo que podía aprender de sus maestros. Y, en efecto, la mejor parte de la cultura jurídica, que años después había de lucir en sus obras didácticas y en sus trabajos legislativos, no fué la que le enseñaron en las aulas, sino la que posteriormente fué adquiriendo con trabajo personalísimo en sus largos años de profesorado en Salamanca y Valladolid y, sobre todo, en el contacto diario con las realidades de la vida, como abogado en ejercicio y como magistrado de las Chancillerías.

Este prolongado estudio y sazonada experiencia le demostraron cuán inútiles eran muchas de las arcaicas doctrinas y vanas sutilezas, que había estudiado en las aulas, y cuán necesitada estaba la legislación de Castilla de salu dables innovaciones, que él había de tener la gloria, no sólo de proponer en sus libros, sino también de implantar desde los Consejos de la Corona.

Pero a la manera como el ánfora conserva durante algún tiempo el sabor del primer vino, que en ella se vertió, también quedaron en los escritos jurídicos de nuestro doctor no pocas huellas de los tiempos nada prósperos para la literatura jurídica, que le había tocado alcanzar como estudiante.

(1) Sobre las ideas jurídicas de Alfonso de Castro publiqué hace años un pequeño libro, que lleva este título: Alfonso de Castro y la ciencia penal. Madrid, 1900.

Quede dicho esto desde ahora para que no se crea que el cariño natural de todo autor hacia el asunto o personaje de su libro me ha de llevar nunca a desconocer, ni callar los defectos y equivocaciones en que Palacios Rubios incurriese como escritor y como político. No escribo un panegírico, sino un estudio imparcial. Ni veo qué provecho puede resultar para las letras o para la moral de esas biografías amaneradas y almibaradas, cuyos autores olvidan la augusta misión de la Historia, para convertirse en aduladores cortesanos o defensores sistemáticos de su héroe.

Por los años en que Palacios Rubios hizo sus estudios estaban vigentes en la Universidad salmantina las famosasConstituciones que en el año 1422 le había dado el Papa Martino V. En el artículo XV de las mismas se mandaba que el que hubiera de graduarse de bachiller en Derecho canónico cursase seis años después de bien instruído en la Gramática, y explicase diez lecciones en otros tantos días, con la condición de que los que se hubieran de graduar en Cánones oyesen de dichos seis años dos de Decreto. En la Constitución XVIII se prescribía, además, que ningún bachiller en Derecho canónico o civil fuese admitido a los ejercicios de la licenciatura sin haber leído durante cinco años o, lo que es igual, sin haber regentado cátedras durante ese tiempo (1).

(1) Las Constituciones de Martino V han sido impresas varias veces. Recientemente acaban de publicar una esmeradísima edición de las mismas mis queridos amigos y compañeros D. Urbano González de la Calle y D. Amalio Huarte y Echenique. Véase su título: Constitutiones de la Universidad de Salamanca (1422). Edición paleográfica, con prólogo y notas de Madrid, 1927.

Palacios Rubios, con arreglo a estos estatutos, una vez que hubo cursado ambos Derechos y decorado ya con el grado de bachiller canonista, pasó a regentar cátedras. De este modo, mediante el prolongado ejercicio de la enseñanza, que con excelente acuerdo exigían las constituciones universitarias de aquel tiempo a los que aspiraban al profesorado y a los supremos grados académicos, el bachiller Palacios Rubios aumentó el caudal de su cultura jurídica (docendo discitur), y al mismo tiempo adquirió las dotes de exposición clara y metódica, que más adelante había de lucir en sus obras.

Dice Ruiz de Vergara (1), aunque sin alegar prueba algu. na de ello, que Palacios Rubios fué catedrático de Prima de Leyes en la Universidad de Salamanca, y hasta da a entender que lo era ya antes de su ingreso en el Colegio Mayor de San Bartolomé. De Ruiz de Vergara han tomado la misma especie otros escritores. Sin embargo, la noticia me parece inexacta. En primer lugar, Palacios Rubios, que fué siempre muy amigo de consignar noticias de su vida y que alude varias veces a sus estudios y profesorado en Salamanca, no menciona nunca el haber desempeñado cátedra tan preeminente, dato que no era para omitido en las diferentes ocasiones que se le ofrecieron de recordarlo. Pero, además, el sabio jurisconsulto nos dice terminantemente que la cátedra de que fué titular en Salamanca, y en cuyo desempeño se hallaba cuando salió de aquella ciudad para ser oidor en la Chancillería de Valladolid, no era de Leyes, sino de Cánones.

(1) Vida del ilustrísimo señor don Diego de Anaya Maldonado, pág. 143.

Así lo asegura en renglones escritos de su puño y letra pertenecientes a un códice de Alegaciones y Apuntes jurídicos, que he tenido la fortuna de hallar en la Biblioteca Universitaria de Salamanca, y que describiré ampliamente en el capítulo VII. Al folio 164 del mismo se encuentra el discurso o exhortación dirigida por Palacios Rubios en el año 1496 a sus alumnos de la Universidad de Valladolid al inaugurar sus explicaciones, también de Cánones, en esta Escuela, y en ella les dijo, recordando sus vicisitudes personales antes de ocupar la cátedra vallisoletana: «Porque habiéndome consagrado durante muchos años al estudio de ambos derechos en la Universidad salmantina, y cuando desempeñaba en la misma una cátedra de Derecho pontificio, los cristianísimos e invictísimos reyes de las Españas, Fernando e Isabel, nuestros señores, me nombraron con espontánea resolución, aunque inmerecidamente, su consejero y oidor de su Real Chancillería» (1). En términos parecidos se expresó en la dedicatoria de su tratado De Donationibus, publicado por vez primera en el año 1503: «Cum superioribus annis, illustrissime vir, Salmanticæ agens in illaque florentissima Academia adhuc residens quadamque ibidem in pontificio iure cathedrali sede fungens», etc. (2).

(1) Nam cum temporibus multis in Salmanticensi academia his iuribus operam darem et unam sedem in iure pontificio legendo tenerer, christianissimi atque invictissimi hyspaniarum reges Ferdinandus et Helisabeth, domini nostri, sua sponte me, licet inmeritum, suum consiliarium et sue regalis audientie auditorem constituerunt. Reproduzco íntegro este documento en uno de los apéndices.

(2) La dedicatoria va dirigida a D. Alvaro de Portugal.

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