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aragoneses del feliz acuerdo de haber ceñido con la doble corona al condepríncipe que tan digno se mostraba de llevarla. ¡Ojalá no se hubiera dejado llevar tanto de aquel afán, antiguo en príncipes y súbditos catalanes, de dominar excéntricos y apartados países cuya posesión, después de consumir la fuerza y la vida del Estado, había á la postre de serles funesta! ¡Cuántos disturbios, cuántas guerras, cuántos dispendios, y cuántos sacrificios de hombres y de caudales costó aquella Provenza, eternamente disputada y nunca tranquilamente poseída, y á cuán subido precio se compraron las semillas de cultura que de allí se trasmitieron á la patria de los Berengueres! Hasta la vida perdió el último ilustre Berenguer allá en extrañas regiones por ir á arreglar con un emperador extranjero una cuestión de feudo provenzal, expuesto á comprometer la tranquilidad de su propio reino si en el reino no hubiera habido tanta sensatez.

Si sensatez y cordura mostró el pueblo aragonés en conformarse con el testamento verbal del que podemos llamar último conde de Barcelona, en que designaba por sucesor del reino á su hijo Ramón, dejando excluída á la viuda doña Petronila, reina propietaria de Aragón, no podemos menos de admirar y aplaudir la prudente, juiciosa, noble y desinteresada conducta de la esposa del conde catalán. Seméjasenos doña Petronila de Aragón á doña Berenguela de Castilla. No es menos loable la abnegación de la madre de Alfonso II que la de la madre de San Fernando. Reinas propietarias ambas, de Aragón la una, de Castilla la otra, las dos abdican generosamente en sus hijos, y merced á la grandeza de alma de dos madres la doble corona de Aragón y Cataluña se sienta para siempre en la cabeza de un solo soberano, el doble cetro de León y de Castilla es empuñado para siempre por la mano de un solo príncipe. España es acaso el país, y otras ocasiones se ofrecerán de verlo, en que más se ha hecho sentir el benéfico influjo de sus magnánimas princesas. Y si hemos lamentado las flaquezas y los devaneos de una Urraca y de una Teresa, bien los hacen olvidar las virtudes y la grandeza de las Petronilas, de las Sanchas, de las Berenguelas y de las Isabeles: y aun aquella misma Urraca dió á España su primer emperador, monarca grande y esclarecido; aquella misma Teresa dió á Portugal su primer rey, príncipe que merecía bien un trono: que no estorba á reconocerlo así el dolor de ver romperse la unidad nacional.

No satisfecha doña Petronila con manifestar su resignación y conformidad con la exclusión de heredamiento, que envolvía la disposición testamentaria de su esposo, convoca ella misma cortes para renunciar explícita y solemnemente en su hijo todos los derechos al reino aragonés, confirmando en todas sus partes el testamento de su marido: gran satisfacción para los catalanes, á quienes lisonjeaba, al propio tiempo que quitaba toda ocasión de queja ó de recelo de reclamaciones y de disturbios. Pero quiere que su hijo Ramón se llame en adelante Alfonso, nombre querido y de gratos recuerdos para los aragoneses: admirable manera de halagar los gustos de un pueblo, aun en aquello que parece de menos significación. Fuese todo virtud ó fuese también política, fuese talento propio ó fuese consejo recibido, es lo cierto que doña Petronila se condujo de la manera más prudente, más noble y más propia para afianzar definitivamente la unión de los dos reinos, sin lastimar á ninguno y con ventajas de entrambos.

Alfonso II, nombrado también el Casto, como el segundo Alfonso de Asturias. ve extenderse sus dominios del otro lado del Pirineo con las herencias y señoríos de Bearne, de Provenza, de Rosellón y de Carcasona; por acá repuebla y fortifica á Teruel, lanza á los moros de las montañas, y el emir de Valencia que le tiene cerca de sus muros se adelanta á ofrecerle su protección á trueque de desarmarle como enemigo. En los reinados de Ramón Berenguer IV y de Alfonso II nótase cómo han ido desapareciendo las antipatías entre aragoneses y castellanos engendradas por Alfonso I. Enlázanse las familias reales, y se multiplican las confederaciones y los pactos de amistad, que sólo incidentalmente se interrumpen. El de Castilla favorece al de Aragón obligando al rey moro de Murcia á que le pague su acostumbrado tributo: el de Aragón ayuda al de Castilla á la conquista de Cuenca, y en premio es relevado su reino del feudo que reconocía á la monarquía castellana. Aunque Alfonso II no hubiera hecho otro servicio al reino aragonés que restituirle por completo su antigua independencia, hubiera bastado esto para ganar un gran título de gloria. Pero le engrandeció también no poco y le consolidó, á pesar del padrastro de la Navarra. Su hijo y sucesor Pedro II pone al pueblo aragonés en el caso de dar por segunda vez una prueba solemne de su dignidad y de su independencia. El pueblo que había desestimado el testamento de Alfonso el Batallador, y que no había tolerado que una monarquía fundada y sostenida con su propia sangre pasara al dominio de unas milicias religiosas, tampoco consintió en hacerse tributario de la Santa Sede. Celoso de su independencia, de su libertad y de sus derechos, rechaza el feudo como desdoroso, y resiste á un nuevo servicio que el rey de propia autoridad le ha querido imponer. Una voz resonó por primera vez entre los puntillosos ricos-hombres y las altivas ciudades aragonesas para prevenir y poner coto á las demasías de sus príncipes y á los abusos de la potestad real. Esta voz fué la de Unión; palabra que comienza á dibujar la fisonomía especial y el carácter y tendencias de aquel pueblo, que ha llegado á mirarse como el tipo de las naciones celosas de sus fueros y de sus libertades. La voz de Unión intimidó á Pedro II, buscó una disculpa y un subterfugio para quitar el valor á lo que había hecho, y retrocedió. Sus prodigalidades como monarca, y sus extravíos y disipaciones como esposo, aunque reprensibles, no bastaron á deslucir la fama y prez que como príncipe animoso y como guerrero esforzado supo ganar. Héroe victorioso como auxiliador del de Castilla en las Navas de Tolosa, capitán más valeroso que feliz como protector de los condes de Tolosa y de Foix en el Languedoc, los laureles que ganó blandiendo su terrible espada contra los moros fué á perderlos peleando en favor de los albigenses: llenóse de gloria en la guerra contra los enemigos del cristianismo, para perecer favoreciendo á los enemigos de la fe católica, en verdad no como á fautores de la herejía, sino como á deudos y aliados. Aquellos parientes y aquellos señoríos, colocados allá fuera de los naturales límites de España, eran funestos á la monarquía aragonesa-catalana. Por sostener una dominación casi siempre nominal y nunca tranquila ni segura gastábase allí y se derramaba la vitalidad del reino, y allá acababan sus días los reyes. Tres soberanos murieron seguidamente fuera del centro de sus naturales dominios: Ramón Berenguer IV

camino de Turín yendo á arreglar la cuestión del feudo de Provenza; Alfonso II en Perpiñán, y Pedro II al frente del castillo de Muret guerreando contra el conde de Montfort y en favor del de Tolosa.

A pesar de todo, la monarquía aragonesa, que desde su creación apenas tuvo un soberano, si se exceptúa al rey-monje, que no estuviera dotado de altas prendas, marchaba casi al nivel de la de Castilla, principalmente desde la feliz incorporación de las dos coronas; y bien se tras lucía ya que Castilla y Aragón habían de ser los dos centros á que habían de confluir y en que habían de refundirse los pequeños Estados cristianos de la Península, hasta que una mano dichosa amalgamara también estas dos grandes porciones de la antigua Iberia, y completara la unidad á que estaba llamada la gran familia española.

III. Al paso que avanzaba la reconquista, progresaba la organización política y civil de los Estados. Al revés de los mahometanos, que cuando la fortuna favorecía sus armas no hacían otra cosa que poseer más territorio y extender su dominación material, sin mejorar un ápice en su condición social por la inmutabilidad de su ley; los cristianos, á medida que conquistan pueblos conquistan fueros de población; si ganan ciudades ganan también franquicias, y cuando se dilatan sus dominios se ensanchan simultáneamente sus libertades. Por parciales esfuerzos crece la nación, y por parciales esfuerzos se reorganiza; pero avanzando siempre en lo político como en lo material. La legislación foral de Castilla, comenzada en el siglo X por el conde Sancho García, ampliada en el XI por el rey Alfonso VI, recibe gran dilatación é incremento en el siglo XII y principios del XIII por los monarcas que se fueron sucediendo.

El emperador Alfonso VII hace extensivo á los lugares de la jurisdicción de Toledo y otros partidos y merindades de Castilla la Nueva, el fuero municipal otorgado por su abuelo Alfonso VI á los castellanos pobladores de la capital, añadiéndole nuevos y preciosos privilegios (1), y convirtiendo de esta manera el fuero particular de una ciudad en regla casi general de gobierno del reino. No nos detendremos en analizar, porque la índole de nuestra obra no nos lo permite, los demás fueros que en la primera mitad del siglo XII concedió el emperador, y entre los cuales podemos citar los que dió á Escalona, á Santa Olalla, á Oreja, á Miranda de Ebro, á Lara, á Oviedo, á Avilés, á Benavente, á Baeza y á Pampliega. Un mismo espíritu dictaba estos pactos entre el soberano y sus pueblos: semejábanse todos, y en todos se consignaban parecidas franquicias é inmunidades: añadíanse á veces algunos privilegios á determinadas poblaciones, y á veces no se hacía sino sustituir los nombres de los pueblos, como acontecía con los de Toledo y Escalona Algunos, no obstante, merecen especial mención, ó por su mayor amplitud, ó por la especial naturaleza y linaje de sus leyes.

(1) Entre ellos la exención de alojamientos á todas las casas de la ciudad y sus villas; que la ciudad de Toledo no pudiera darse en préstamo ó feudo á ningún señor; que nadie pudiera tener heredad en Toledo sino morando en la ciudad con su mujer é hijos, etc. Mucho debieron contribuir estos privilegios á la gran población que llegó á aglomerarse en Toledo. El P. Burriel la hace subir á cuarenta mil vecinos, y otros le suponen aún más numeroso vecindario. Larruga, Memor. polít. y económica, t. V. Nos parece sin embargo exagerada la cifra.

Pertenece á esta clase el que se determinó en las cortes de Nájera, celebradas por el emperador Alfonso en 1138, á fin de establecer una buena y perfecta armonía entre las diferentes clases de vasallos de su reino y lograr poner en quietud los hijosdalgo y ricos-omes, ó como dice una de sus leyes, «por razon de sacar muertes, é deshonras, é desheredamientos, é por sacar males de los fijosdalgo de España.» Y como el principal objeto de sus leyes fué arreglar las disensiones que entre los nobles había, corregir sus desórdenes y fijar sus obligaciones y derechos y sus relaciones entre sí mismos, así como con la corona y con las demás clases del Estado, tomó el nombre de Fuero de Hijosdalgo, y también se denominó Fuero de Fazañas y Alvedríos, que así se llamaba á las sentencias pronunciadas en los tribunales del reino, y que recopiladas y guardadas en la real cámara desde el reinado de Alfonso VI, fueron recogidas juntamente con los usos y costumbres de Castilla para formar de todas ellas un cuerpo de derecho. Nombróse también Fuero de Burgos, por ser entonces esta ciudad la capital de Castilla la Vieja, y de estas leyes y de otras que se añadieron y ordenaron después se formó más adelante el Fuero Viejo de Castilla, como diremos en su lugar (1).

Una de las leyes más notables de este Fuero fué la prohibición de enajenar á manos muertas (2). Conocíanse ya los inconvenientes de la amortización, y procurábase remediar el exceso y acumulación de bienes en los señores y monasterios, resultado de la pródiga liberalidad de los reyes en las mercedes y donaciones, hijas del espíritu religioso de la época. Establecióse además el modo de probar la hidalguía de sangre en Castilla, sobre lo cual se habían movido muchos pleitos y debates, y fué, en fin, la base y principio de un ordenamiento ó legislación especial, que debía regir respecto de los nobles y fijosdalgo de Castilla, en sus relaciones con el trono y con los demás vasallos de la corona, en sus derechos y privilegios, en sus obligaciones y servicios, al modo que en los fueros municipales se trataban los de los pueblos y vasallos con el rey y con los señores.

Más adelante, en 1212, hallándose su nieto el rey don Alfonso el Noble, ó sea el VIII de Castilla, en el hospital de Burgos que acababa de fundar, después de haber confirmado á los pueblos de Castilla los privilegios, exenciones y fueros otorgados por sus antecesores, mandó á todos los ricos-omes é hijosdalgo que recogiesen y uniesen en un escrito todos los buenos fueros, costumbres y fazañas que tenían para su gobierno, y que unidos en un cuerpo se los entregasen para corregir las leyes que eran dignas de enmendarse y confirmar las buenas y útiles al público. La colección parece que se hizo, mas después «por muchas priesas que ovo el rey don Alfonso fincó el pleito en este estado (3).» Ciertamente más estaba entonces el rey para pensar en batallas que en códigos, pues era el año de la gran cruzada contra los infieles. Sin embargo, no extrañaríamos que hu

(1) Los doctores Asso y Manuel (Introducción al Fuero Viejo de Castilla), y el P. Burriel (Informe sobre pesos y medidas) creyeron que este fuero había sido obra del conde don Sancho de Castilla. Marina ha refutado sólida y victoriosamente esta opinión en su Ensayo histórico-crítico sobre la antigua legislación de Castilla, núm, 154. (2) Es la ley 2, tít. I, lib. I, del Fuero Viejo.

(3) Prólogo del rey don Pedro á este Código.

bieran entrado en el ánimo del monarca otras consideraciones para no llevar adelante las enmiendas y correcciones que se proponía hacer. Los derechos de la nobleza para con la corona eran tan exorbitantes, que entre ellos se contaba, no sólo el de poder renunciar la naturaleza del reino cuando quisieran, y dejar de ser vasallos del rey, sino hasta el de hacerle la guerra. «Si algun rico-ome, que es vasallo del rey, se quier espedir dél é non ser suo vasallo, puédese espedir de tal guisa por un suo vasallo, caballero ó escudero, que sean fijosdalgo. Devel' decir ansí: Señor, fulan rico-ome, beso vos yo la mano por él, e de aquí adelante non es vostro vasallo (1) » Estos y otros semejantes privilegios no quería confirmarlos el rey, temiendo autorizar un principio de insurrección y de anarquía, y tampoco se atrevería á corregirlos por la necesidad que entonces tenía de la nobleza. Así pues, no es maravilla que quedara en proyecto la enmienda del Fuero de los Fijosdalgo, y que no se hiciese la compilación conocida con el nombre de Fuero Viejo hasta tiempos más adelante, como observaremos en su lugar.

En cuanto á fueros municipales y cartas-pueblas, siguió Alfonso VIII de Castilla el sistema de sus predecesores, y entre otras poblaciones aforadas por aquel soberano cuéntanse Palencia, Yangüas, Castrourdiales, Cuenca, Santander. Valdefuentes, Treviño, Arganzón, Navarrete, San Sebastián de Guipúzcoa, San Vicente de la Barquera y Alcaraz. No siendo propio de nuestro objeto analizar cada uno de estos cuadernos parciales de leyes, sino sólo dar una idea de la índole y marcha de la legislación foral de aquellos tiempos, bástenos decir que aquéllos eran ya considerados como un compendio de derecho civil ó como una suma de instituciones forenses, en que se trataban los principales puntos de jurisprudencia, y se hallaban compendiados los antiguos usos y costumbres de Castilla. Tal fué el de Cuenca, dado por Alfonso VIII á aquella ciudad cuando la rescató del poder de los moros, el más excelente, dice uno de nuestros más doctos jurisconsultos, de todos los fueros municipales de Castilla y de León, ya por la copiosa colección de sus leyes, ya por la autoridad y extensión que tuvo este cuerpo legal en Castilla, tanto que hasta en el tiempo de don Alfonso el Sabio se consultaba y cotejaba, y se buscaban con esmero sus variantes con las leyes del monarca legislador (2).

Consignóse en el Fuero de Cuenca una ley contra la amortización eclesiástica, aun más explícita que la que en las cortes de Nájera se había establecido. <<Mando, decía uno de aquellos fueros, que á los homes de órden, nin á monjes, que ninguno non haya poder nin vender raíz. Que así como su órden manda et vieda á nos dar ó vender heredat, así el fuero et la costumbre vieda á nos eso mismo » Bien era menester que se experimentaran los daños de las excesivas adquisiciones del clero y de la acumulación de bienes raíces en manos muertas, cuando un monarca tan amante del clero, y que le concedía aquellos privilegios y exenciones, de que dimos noticia en nuestro capítulo XI, y en una época en que predominaba tanto la jurisprudencia canónica ultramontana, se veía precisado á dar tales leyes contra la amortización. Se prohibía igualmente á los que

(1) Ley 3 tít. VIII.—(2) Marina, Ensayo hist. crít. n. 126.

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