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confederándose y juramentándose contra el rey. Y mientras don Pedro de orden de su padre juntaba los ricos-hombres y concejos que le permanecían fieles para ir contra su hermano, los más poderosos magnates de ambos reinos desafiaban cada día al rey, y le enviaban cartas de despedida renunciando á la fe y naturaleza que le debían, letras de deseximent que decían ellos, que también los usages de Cataluña como los fueros de Castilla daban facultad á los grandes para desnaturarse de su soberano y apartarse de su servicio, é irse donde mejor quisieren. Hiciéronlo así el vizconde de Cardona, los condes de Ampurias y de Pallás, don Jimeno Urrea, don Artal de Luna, don Pedro Cornel, y otros muchos nobles que seguían el partido de don Fernán Sánchez, exponiendo cada cual las querellas y agravios que del rey tenía, reducidos en general á que quebrantaba sus fueros, usos y costumbres: con lo cual el reino ardía en discordias, y el soberano y los ricos-hombres se tomaban mutuamente lugares, honores y castillos. En vano don Jaime hacía publicar y prometía á los ricos-hombres, caballeros é infanzones, que estaría á derecho con ellos y con Fernán Sánchez, que les guardaría sus privilegios y haría justicia á los querellantes conforme á los fueros de Aragón y á los usages de Cataluña. A nada cedían los indóciles magnates. Al fin la intervención de algunos obispos hizo que se pactara una especie de tregua, sometiendo sus diferencias á la determinación y fallo de ocho jueces, que fueron cuatro prelados y cuatro barones, á cuyo fin convocó don Jaime cortes generales de catalanes y aragoneses en Lérida (1274), donde habrían de hallarse él y su hijo don Pedro.

De todo punto frustradas salieron las esperanzas de paz y de concordia que se habían fundado en las cortes de Lérida. Los del bando de don Fernán Sánchez pedían al rey mandase restituirle las villas y lugares que el infante don Pedro le había tomado. No accedió á ello el monarca por razones de derecho que expuso, y como los jueces fallasen no ser justa la demanda de los ricos-hombres, negáronse éstos á obedecer el fallo, despidiéronse de las cortes, que con esto quedaron disueltas y deshechas, y las cosas vinieron á rompimiento de guerra (1275). El rey juntó sus huestes y marchó en persona contra el conde de Ampurias, y al infante don Pedro le mandó perseguir á don Fernán Sánchez y á los de su bando haciéndoles todo el daño que pudiese; siendo tal la indignación y el enojo del anciano monarca contra su hijo bastardo, que con tener don Pedro tan implacable enemiga á su hermano, todavía le incitaba más su padre y animaba á desplegar todo el rigor posible. Logró don Pedro satisfacer cumplidamente su saña. Cercado don Fernán Sánchez en el castillo de Pomar sobre la ribera del Cinca, y conociendo que no podía allí defenderse huyó disfrazado de pastor; pero descubierto y alcanzado en el campo por la gente del infante, no quiso don Pedro usar de misericordia ni ser alabado de generoso y clemente, y le mandó ahogar en el Cinca; añádese que el rey, lejos de mostrar pesadumbre. «se holgó mucho de ello.» Sabida la muerte de don Fernán Sánchez, todas las villas y castillos de Aragón que por él estaban se rindieron. El rey por su parte prosiguió la guerra contra el conde de Ampurias, y después de varios desafíos y respuestas entre el de Ampurias, el de Cardona y don Jaime, pusiéronse al fin aquéllos en poder de su

soberano, sometiéndose á lo que sobre sus reclamaciones y diferencias se determinase en cortes del reino. Tal fué el término que tuvo el encono de los dos hijos del rey, después de haber puesto por espacio de cinco años en combustión el reino.

Como en este tiempo se celebrase el segundo concilio general de Lyón (1274), una de las asambleas más numerosas y más interesantes de la cristiandad, puesto que asistieron á ella quinientos obispos, setenta abades, y hasta mil dignidades eclesiásticas, y se verificó en ella la unión de la Iglesia griega á la latina (1), quiso el rey don Jaime, á pesar de su avanzada edad, asistir á aquella célebre congregación. Hízole el papa Gregorio X un recibimiento honorífico y suntuoso. Tenía el monarca aragonés grande autoridad con el pontífice, el cual oía con respeto su consejo, señaladamente cuando se trataba de la guerra santa contra los infieles en que el de Aragón era tan práctico y experimentado; y como supiese que el papa se ofrecía á ir en persona á la Tierra Santa, prometióle, si así se verificaba, servirle personalmente y asistirle con la décima de las rentas de sus dominios. Tan señaladas muestras de aprecio y de predilección de parte del pontífice alentaron al monarca aragonés á significarle que desearía tener la honra de ser coronado por su mano ante una asamblea de tantos y tan insignes prelados y de tan esclarecidos príncipes. Respondióle el papa Gregorio que lo haría, siempre que primero ratificase el feudo y tributo que su padre Pedro II había ofrecido dar á la Iglesia al tiempo de su coronación, y que pagase lo que desde aquel tiempo debía á la Sede Apostólica. Tan inesperada proposición desagradó al soberano aragonés en términos que con mucha dignidad y energía envió á decir al papa, que habiendo él servido tanto á la Iglesia romana y á la cristiandad, más razón fuera que el pontífice le dispensase á él gracias y mercedes, que pedirle cosas que eran tan en perjuicio de la libertad de sus reinos, de los cuales en lo temporal no tenía que hacer reconocimiento á ningún príncipe de la tierra; que él y los reyes sus mayores los habían ganado de los infieles derramando su sangre, «y que no había ido á la corte romana (copiamos las palabras de un ilustre y respetable historiador aragonés) para hacerse tributario, sino para más eximirse, y que más quería volver sin recibir la corona que con ella, con tanto perjuicio y disminución de su preeminencia real (2).» Con esto regresó don Jaime á sus Estados, harto desabrido con el papa Gregorio, de quien no había de quedar más satisfecho Alfonso de Castilla que á muy poco de esto pasó á verle en Belcaire, y por eso el de Aragón desaprobaba tanto el viaje de su yerno, según antes hemos manifestado.

(1) Este concilio fué el décimocuarto de los generales. Le presidió el papa Gregorio X. En la cuarta sesión (6 de julio) se unieron los griegos á los latinos, abjuraron el cisma, aceptaron la fe de la Iglesia romana, y reconocieron la primacía del pontífice. En la quinta se acordó la constitución de los conclaves para la elección de papas. En la última se hizo, entre otras constituciones, una para reprimir la multitud de órdenes religiosas que ya había. Se trató también el negocio de la Tierra Santa y la reforma de costumbres. El papa dijo que los prelados eran la causa de la caída del mundo entero y exhortó á todos á que se corrigiesen. Hist. de los Concilios.

(2) Zurita. Anal., lib. III, cap. LXXXVII.

El fallecimiento del rey de Navarra Enrique I llamado el Gordo (1274) y la circunstancia de no dejar sino una hija de dos años, proclamada no obstante sucesora del reino poco antes de morir su padre, trajo nuevas complicaciones á los cuatro reinos de Navarra, Francia, Aragón y Castilla. Dividiéronse los navarros mismos en contrarios pareceres, siendo el de algunos el que la tierna princesa fuese encomendada al rey de Castilla, opinando otros, por complacer á su madre, que se llevase á Francia (que era su madre la reina doña Juana, hija de Roberto, conde Artois, hermano de San Luis), y no faltando quien fuera de dictamen que se llamase á suceder en el reino al monarca de Aragón. No tardó en verdad don Jaime en enviar al infante don Pedro á requerir á los ricos-hombres y ciudades de Navarra para que le recibiesen por rey, trayéndoles á la memoria todas las razones y fundamentos de derecho en que apoyaba su reclamación, que no eran pocos ni desatendibles, según en el discurso de nuestra historia hemos visto. Por su parte don Alfonso de Castilla, vista la división de los navarros é invitado por alguno de ellos, resucitó también sus antiguas pretensiones al reino de Navarra, y muy poco antes de su viaje á Francia encomendó al infante don Fernando que entrase con ejército en aquellas tierras para hacer valer con el argumento poderoso de las armas sus derechos. En tal situación, temerosa la viuda de Enrique de que en las alteraciones que ya había y amenazaban ser mayores le arrancasen de su poder su tierna hija (1), tomó el partido de llevarla consigo á Francia.

Aunque el reino de Aragón se hallaba entonces tan conmovido y turbado como hemos dicho por las discordias de los dos hijos del rey y el alzamiento de los ricos-hombres, era á la verdad la pretensión del aragonés la que más fuerza hacía á los navarros y á la que más se inclinaban; por lo cual reunidos éstos en cortes en Puente la Reina, y oída la demanda del infante don Pedro, enviáronle un mensaje pidiéndole por merced les declarase en qué manera pensaba gobernarlos, y cuál era la amistad que quería tener con ellos. Respondióles el infante que con todo su poder y con todas sus fuerzas los defendería contra todos los hombres del mundo; que les guardaría sus fueros, y aun los mejoraría á conocimiento de la corte; que aumentaría las caballerías de Navarra á quinientos sueldos de cuatrocientos que valían; que los oficiales del reino serían todos navarros; que en sus ausencias sería su gobernador el que la corte le aconsejase, y por último que don Alfonso su hijo habría de casar con doña Juana, la hija del rey don Enrique. En su vista juntáronse otra vez los prelados, ricoshombres, caballeros y procuradores de las ciudades de Navarra en Olite, y habida deliberación ofrecieron que darían la princesa doña Juana en matrimonio al infante don Alfonso, hijo de don Pedro; que cuando no pudiesen cumplir esto, se comprometían á pagarle doscientos mil marcos de plata. para lo cual obligaban todas las rentas del reino que don Enrique tenía cuando murió; que ayudarían á su padre y á él con todo su poder contra todos los hombres del mundo (que es la frase que por lo común se usaba en aquel tiempo), así dentro como fuera de Navarra; que

(1) Casi todos los historiadores nombran Juana á esta princesa; Mondéjar sostiene que su nombre era Blanca.

salvarían al rey de Aragón y al infante y sus sucesores el derecho que tenían al reino de Navarra cuanto pudiesen con fe y lealtad, y que harían pleito-homenaje al infante. Pero este pacto, que juraron guardar y cumplir todos aquellos prelados, ricos-hombres, caballeros y procuradores, quedó tan sin efecto como las gestiones del rey de Castilla, sin que le valiese al infante don Fernando de la Cerda haber entrado con ejército hasta Viana y tomado á Mendavia, puesto que habiéndose acogido la reina viuda de Navarra al rey de Francia su primo y entregádole su hija, determinó aquel rey, Felipe el Atrevido, casar con ella á su hijo primo

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génito Felipe, y con ayuda de la reina viuda que se hallaba todavía apoderada de los principales castillos fué poco á poco posesionándose del reino, pasando de este modo la corona de Navarra á la dinastía fran

cesa.

La invasión de los Beni-Merines de África en Castilla (1275) produjo también efectos de consecuencia en Aragón. Después de haber hecho el infante don Pedro reconocer y jurar en las cortes de Lérida á su hijo don Alfonso sucesor y heredero del reino, para cuando faltasen su abuelo y su padre, partió apresuradamente en socorro de Castilla por la frontera de Murcia. Pero los moros que habían quedado en Valencia, alentados con la entrada de los africanos en Andalucía, y más con algunas compañías de zenetas, que del reino de Granada se corrieron á aquella parte, levantáronse otra vez, y se apoderaron fácilmente de algunos castillos mal guardados por lo desapercibidos que sus presidios estaban. Al frente de

esta sublevación apareció de nuevo aquel Al Azark, motor principal de la rebelión primera de los moros valencianos. Procuró don Jaime remediar con tiempo este daño mandando á todos los ricos-hombres de Valencia, Aragón y Cataluña, se hallasen prontos á reunirse con él en la primera de estas ciudades. Dió principio la guerra, y en uno de los primeros reencuentros perdió la vida en Alcoy el famoso caudillo africano Al Azark, si bien cayendo después los cristianos en una celada fueron acuchillados la mayor parte (1276). No fué éste todavía el mayor desastre que los cristianos sufrieron. Apenas convaleciente don Jaime de una enfermedad que acababa de tener, habíase quedado en Játiva mientras sus tropas iban á combatir una numerosa hueste de moros que había pasado á Luxen. El combate fué tan desgraciado para los aragoneses, por mal consejo de sus caudillos, que en él perecieron muchos bravos campeones y gente principal, entre ellos don García Ortiz de Azagra, señor de Albarracín, quedando prisionero el comendador de los Templarios. De Játiva murió tanta gente, que la población quedó casi yerma (1). Este infortunio causó al anciano y quebrantado monarca una impresión tan dolorosa que dejando á su hijo don Pedro todo el cuidado de la guerra, lleno de pena y de fatiga se trasladó de Játiva á Algecira (Alcira), donde se le agravó notablemente su dolencia.

Sintiendo acercarse el fin de sus días, y después de recibir los sacramentos de la Iglesia, llamó al infante don Pedro para darle los últimos consejos, entre los cuales fué uno el de que amase y honrase á su hermano don Jaime, á quien dejaba heredado en las Baleares, Rosellón y Mompeller, encargándole mucho, por lo mismo que conocía no profesarse el mayor amor los dos hermanos, que no le inquietase en la posesión de su reino. Encomendóle también que continuara con esfuerzo y energía la guerra contra los moros, hasta acabar de expulsarlos del reino, pues de otro modo no había esperanza de que dejaran sosegada la tierra, y tomando la espada que tenía á la cabecera de su lecho, aquella espada que por tantos años había sido el terror de los musulmanes, alargósela á su hijo, que al recibirla besó la mano paternal que tan preciosa prenda le trasmitía. Con esto se despidió el príncipe heredero dirigiéndose á la frontera en cumplimiento de la voluntad de su padre, el cual todavía pudo ser trasladado á Valencia, donde se le agravó la enfermedad, y allí terminó su gloriosa carrera en este mundo á 27 de julio de 1276, después de un largo reinado de sesenta y tres años. «Pronto resonaron, dice Ramón Muntaner, por toda la ciudad lamentos y gemidos de dolor; no había ricohombre, ni escudero, ni caballero, ni ciudadano, ni matrona, ni doncella, que no siguiese en el cortejo fúnebre su bandera y su escudo que acom pañaban diez caballos..... y todo el mundo iba llorando y gritando. Este duelo duró cuatro días en la ciudad.... Con iguales demostraciones de dolor fué su cuerpo trasladado al monasterio de Poblet (según que en su

(1) «Por esta causa, según Marsilio escribe, se decía aún en su tiempo por los de Játiva, el martes aciago.» Zur., Anal., lib. III, cap. c.—El estrago fué tal y la matanza, dice Mariana, que desde entonces comenzó el vulgo á llamar aquel día, que era martes, de mal aguero y aciago. - Lib. XIV, cap. II.

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