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CARA INTERIOR DE LA HOJA DERECHA EN EL GRAN TRÍPTICO MUDÉJAR

que se conserva en la Academia de la Historia

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fortaleza de una ermita, y constituyéndose en comunidad religiosa y en milicia guerrera, establecen la orden de San Julián del Pereiro (1), que más adelante toma la denominación de orden de Alcántara, de la villa de este nombre que les fué dada después.

¿Qué importa para el honor y lustre de la milicia de Santiago que sus fundadores hubiesen sido primero hombres desalmados. si después fueron ilustres penitentes y ejemplares varones? ¿Estorbó á San Pablo para ser el grande apóstol de las gentes el haber sido antes Saulo el perseguidor? Ni don Pedro Fernández de Fuente-encalada y sus compañeros merecieron menos de la religión y de la patria que Fr. Raimundo y Fr. Diego de Fitero, y que don Suero y don Gómez de Salamanca, ni los caballeros de Santiago fueron menos ilustres ni enriquecieron los fastos españoles con menos gloriosos hechos que los de Alcántara y Calatrava

Estos fervorosos cristianos comienzan por reunirse en religiosa y monástica asociación para vivir bajo las austeras reglas de San Agustín ó del Císter: mas como la vida ascética, contemplativa y apacible del monaquismo no corresponda ni al espíritu activo y caballeresco de la época ni á las necesidades de España y del siglo, los monjes y penitentes profesan también de guerreros, se constituyen en libertadores de su patria, en campeones de la religión y en incansables combatientes de los enemigos de la cruz. Los prelados de León y de Castilla otorgan ó aprueban las reglas monásticas á que quieren sujetar su vida; los príncipes les hacen donaciones y mercedes; les dispensan privilegios, les señalan rentas, territorios, poblaciones y castillos, y les conceden la posesión de los que conquisten; y las bulas y los breves de los papas Alejandro III y Lucio III vienen á dar solemne sanción y autoridad y á añadir exenciones y gracias á estos cuerpos semimonásticos, semiguerreros. A la voz de sus jefes y superiores, de todas partes acuden devotos á las casas de las órdenes, y los soldados y gente de armas se apresuran á agruparse en derredor de las banderas de la nueva milicia. Cumpliendo con las obligaciones de su instituto, doquiera que hay infieles que combatir, allí se presentan las lanzas de la caballería sagrada. Auxiliares intrépidos y denodados de los príncipes, dignos rivales de los caballeros del Templo y de San Juan, los de Santiago, Calatrava y Alcántara, los estandartes de las órdenes, conducidos por los grandes maestres, eran los que comunmente se desplegaban primero en las batallas. Ellos pelearon en Extremadura y en Castilla, en Cataluña y León, en Andalucía y Portugal. Los sarracenos experimentaron el valor de los freires en Badajoz como en Cuenca, en Baeza como en Tortosa, en Lérida como en Monzón; los caballeros de las órdenes enrojecieron con preciosa sangre los campos de Alarcos, y la milicia sagrada recogió laureles envidiables en las Navas de Tolosa. La vista de los pendones de las órdenes infundía pavor á los musulmanes, y España y la cristiandad debieron servicios inmensos á estos guerreros religiosos. En ellos se ve representada la índole del siglo XII, aunque algunas degeneran después, como suelen todas las instituciones humanas.

(1) Así llamada por un peral silvestre, otros dicen que por los muchos perales que crecían en el terreno donde estaba la ermita.

El influjo y prepotencia de la autoridad pontificia que había comenzado á hacerse sentir en Aragón con Alejandro II, en Castilla con Gregorio VII, se extiende de lleno á toda España al comenzar el siglo XIII bajo Inocencio III. Los reyes y los reinos de León, Castilla y Portugal, de Navarra y Aragón sufren por diferentes motivos la severidad de las censuras y penas eclesiásticas fulminadas por el sucesor de San Pedro. Pesa en varias ocasiones sobre los monarcas la excomunión, sobre las monarquías el entredicho. Como en el siglo XI el campo escogido por los pontífices para implantar en España la dominación moral fué el reemplazo de una por otra liturgia, en el siglo XII, para subordinar los monarcas á la Santa Sede, la materia comunmente elegida eran los impedimentos de consanguinidad para los matrimonios de los príncipes. Sin la aprobación y dispensa del pontífice no se realizaba consorcio alguno entre deudos, y éranlo casi todos los príncipes y princesas españolas desde que recayeron las coronas de León, Castilla, Navarra y Aragón en los hijos de Sancho el Mayor de Navarra. El veto del papa bastaba para disolver los matrimonios reales, no sólo consumados, sino favorecidos de abundante prole. Los reyes de León y de Portugal, aunque no solos, fueron de los que experimentaron más el rigor inflexible de los papas en este punto, teniendo más de una vez que separarse de sus amadas esposas. Ni las súplicas de los soberanos, ni las instancias de los obispos, ni la resistencia de los reyes, ni el disgusto de los pueblos, ni el temor de que se perturbara la paz de los Estados, ni el peligro de las discordias entre los hijos de las diferentes esposas de un mismo monarca, nada alcanzaba á doblegar la severidad de los jefes de la Iglesia en esta materia ni á revocar su fallo. El papa pronunciaba y los matrimonios se disolvían, so pena de verse privados reyes y pueblos de los sacramentos de la Iglesia. La necesidad obligaba á legitimar los hijos de matrimonios que se declaraban nulos. Nos cuesta trabajo conciliar el rigor y la escrupulosidad de la jurisprudencia canónica en lo de no dispensar nunca ni por consideración alguna entre parientes en tercero y cuarto grado con la indulgencia y ensanche respecto á otro género de impedimentos. Alfonso VI de Castilla se casa legítimamente con la hija de un rey moro, aunque hecha cristiana, y sus nietos los reyes de León son obligados á divorciarse de sus esposas, hijas de reyes cristianos, por mediar entre ellos algún parentesco. Ramiro II de Aragón contrae nupcias, con dispensa pontificia, siendo monje, sacerdote y obispo electo, y á su nieto Pedro II no le permite el pontífice enlazarse con la hermana de Sancho de Navarra por mediar entre ellos deudo en tercer grado. Así los soberanos y príncipes españoles se veían precisados á buscar esposas en Inglaterra, en Francia, en Alemania, en Polonia y hasta en Constantinopla.

Por otra parte se veía sin escándalo, y la voz de los pontífices no se dejaba oir para reprobarlo, que los hijos é hijas ilegítimas, bastardas ó naturales de los reyes se sentaran en los tronos cristianos de España. Ilegítima era doña Teresa de Portugal, y Alejandro III expidió una bula de reconocimiento de la independencia de aquel reino, fundado en la sucesión de doña Teresa. De público se sabía que doña Urraca la Asturiana era bastarda del emperador Alfonso VIII, y ningunas bodas se celebraron

en aquella época con más pompa y solemnidad y con más fiestas y regocijos que las de doña Urraca con don Sancho de Navarra, cuyo trono fué á ocupar la hija de doña Gontroda

Portugal y Aragón son declarados en este tiempo por sus príncipes reinos feudatarios de la Santa Sede; mas los pueblos se oponen á la cesión de sus soberanos, niéganles el derecho para otorgar semejantes concesiones, y la independencia que el pueblo aragonés recobra en el acto y sin tumulto, y por unánime acuerdo, cuesta á Portugal tiempo, contiendas y turbaciones.

VI. Si la organización política y civil de los Estados cristianos de España progresaba á medida que avanzaba y se aseguraba la reconquista, la civilización, la cultura y las letras tampoco permanecían estacionarias. Y aunque no era posible que la literatura y las ciencias pasaran de repente del atraso y olvido en que se hallaban á un grande adelantamiento y á un estado floreciente, hiciéronse con todo, en el período que analizamos, adelantos importantes en algunos ramos del saber humano. Las historias mismas que hemos citado tantas veces lo comprueban. La Compostelana y la Crónica latina del emperador ya no son aquellos secos y descarnados cronicones, especie de breves tablas cronológicas, de los primeros siglos de la restauración. Aunque escritas en latín y en el espíritu teocrático propio de la época, no carecen ya de bellezas de estilo, el latín es también más puro y más correcto, y contienen períodos en que se nota bastante fluidez y rotundidad. Las de los obispos Lucas de Tuy y Rodrigo Jiménez de Toledo, que florecieron á principios del siglo XIII, tienen ya más mérito como producciones históricas. Verdad es que en vano se buscaría en ellas la crítica ni la filosofía que ahora tanto apetecemos en las obras de este género, pero tarde hallaremos estas cualidades en las historias y en los historiadores de España. Demasiado hizo el Tudense en darnos un resumen casi completo de la Historia de España hasta San Fernando, y no es poco encontrar ya rasgos de elocuencia en la obra del arzobispo don Rodrigo. Este sabio prelado, educado en París, versado en la lengua arábiga, y conocedor de lo que hasta su tiempo se había escrito, fué una verdadera lumbrera de su tiempo, y como el San Isidoro de su época. Si admitió en su historia fábulas de antiguas edades que él no alcanzó, fuerza es reconocer que pedir otra cosa aun á los hombres más eminentes de entonces hubiera sido demasiado exigir.

Mas si tales adelantos se habían hecho en materias de jurisprudencia y de historia, si pudiéramos citar también algunos libros de teología dogmática y mística que en aquel tiempo se escribieron, excusado es buscar todavía el estudio y cultivo de las ciencias exactas y naturales; y la medicina y cirugía seguían ejerciéndose casi exclusivamente por los árabes y judíos, que eran los médicos de nuestros monarcas. Sin embargo, la historia de las letras españolas tributará siempre justos y merecidos elogios á Alfonso VIII de Castilla, el Noble, el Bueno, el de las Navas, por haber sido el primer monarca de la edad media que fundó en España la enseñanza universitaria con la creación de una escuela general en Palencia, á la cual hizo venir sabios y letrados de Francia y de Italia para que enseñasen en ella diferentes facultades. Casi al propio tiempo, ó poco después,

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