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el rey don Jaime II (que acababa de restituir las Baleares á su tío don Jaime de Mallorca en los términos prescritos en la paz de Anagni), desembarcar aquel monarca en Ostia, pasar á Roma á recibir de manos del papa el estandarte de la Iglesia, dirigirse á Nápoles á verse con el rey Carlos, tomar en su compañía á Roberto, duque de Calabria, y en unión con la flota del almirante Lauria, á la cabeza de naves y tropas francesas, provenzales, italianas, aragonesas y catalanas, ir á privar á su propio hermano

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de aquel mismo reino de Sicilia que obtuvo su padre, que gobernó él, y er que los sicilianos se empeñaban en sostener á don Fadrique. Apoderóse el rey de Aragón de varios lugares fuertes de Calabria, y trasponiendo el Faro, fué á poner sitio á Siracusa.

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FADRIQUE II DE SICILIA

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No desalentaron por eso ni don Fadrique ni los sicilianos; antes en varios reencuentros que tuvieron con los confederados de Aragón y de Nápoles, la victoria se declaró por los de don Fadrique: los mesineses apresaron una flotilla de diez y seis galeras que capitaneaba Juan de Lauria, pariente del almirante Roger, cogiéndole á él prisionero: los generales de don Fadrique que más se distinguieron en esta guerra fueron el aragonés don Blasco de Alagón y el catalán Conrado Lanza, ambos valerosos y esforzados capitanes. Siracusa, defendida vigorosamente por el caballero don Juan de Claramonte, resistió denodadamente los ataques de la escuadra combinada por más de cuatro meses, hasta que don Jaime de Aragón, intimidado con la pérdida de la escuadrilla de Juan de Lauria, y consternado con la horrible baja de diez y ocho mil hombres que durante el invierno había sufrido su ejército, determinó alzar el cerco, y se retiró con no poca mengua á Nápoles para volver de allí á Cataluña (1299), huyendo de la armada de don Fadrique su hermano: el prisionero Juan de Lauria fué condenado á muerte, juntamente con Jaime de la Rosa, cogido con él, y ambos fueron decapitados en la plaza de Mesina.

No acabó con esto la guerra siciliana. Empeñado don Jaime de Aragón en restituir á la Iglesia aquel reino, aparejó una nueva flota y tomó otra vez el derrotero de Sicilia llegando con sus galeras al cabo de Orlando. Acompañábale el bravo almirante Roger de Lauria. Don Fadrique, que durante la ausencia de su hermano había recobrado todas las plazas

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que éste le tomó en su primera expedición, no vaciló en ir á buscar la armada aragonesa. El almirante Lauria había hecho amarrar fuertemente las galeras unas á otras, todas con las proas hacia el mar, formando una especie de fortaleza marítima. Don Fadrique ordenó las suyas en dos alas, colocándose él con su capitana en medio. Preparábase, pues, una terrible batalla entre dos monarcas hermanos, que ambos mandaban guerreros sicilianos, catalanes y aragoneses, dispuestos á pelear encarnizadamente contra otros aragoneses, catalanes y sicilianos. Iguales banderas flotaban en ambas escuadras, y sólo se distinguía la de Aragón por los estandartes de la Iglesia y las flores de lis del rey Carlos que en ella se descubrían. Mandó el de Lauria destrabar sus naves, y poniéndolas en el

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mismo orden de batalla que las de don Fadrique, también colocó en medio la capitana, en que iba el rey de Aragón, con el duque de Calabria y el príncipe de Tarento sus cuñados. Trabóse la batalla con igual furia por ambas partes. Herido el rey de Aragón de dardo en un pie, hallándose en la cubierta de su nave, siguió peleando animosamente sin darse por sentido para no desalentar á los suyos. Don Fadrique, viendo en derrota algunas de sus galeras, llamó á don Blasco de Alagón para excitarle á morir juntos peleando, antes que presenciar el triunfo del enemigo;

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mas hallándose en el punto del mayor riesgo, la fatiga y el ardor del sol le hicieron perder el sentido, y cayó desmayado. Era el 4 de julio de 1299. Por último, el valeroso Hugo de Ampurias logró salvar á don Fadrique, sacando del combate su galera con algunas otras, con las cuales se retiró á Mesina, tristes reliquias de la vencida escuadra, quedando las más en poder del rey de Aragón. Fué esta una de las más terribles y sangrientas batallas navales que cuentan las historias de aquellos siglos. El almirante Roger de Lauria usó con crueldad de la victoria, y vengó con creces el suplicio de su sobrino Juan en Mesina, haciendo degollar á muchos nobles y principales mesineses que se le habían rendido (1).

Don Jaime de Aragón, á quien sin duda asaltó el remordimiento de pelear contra su hermano, no sólo no persiguió las galeras fugitivas de

(1) Cuéntanse hechos parciales y extraños de esta memorable batalla. Merece entre ellos especial mención el de Fernán Pérez de Arbe, caballero aragonés al servicio de don Fadrique, que viendo huir la galera del rey, dijo: «No quiera Dios que yo le vea huir con ignominia y salir tan afrentosamente de la batalla, cosa que nunca ha hecho.) Y arrojando la celada dió tantas veces con la cabeza en el árbol de su nave, que se rompió el cerebro y murió al otro día.-Zurita, Anal., lib. V, cap. XXXVIII.

don Fadrique, sino que pretextando que le llamaban á Cataluña arduos y graves negocios de su reino, dió la vuelta á España, recogiendo en Nápoles y trayendo consigo á las reinas doña Constanza su madre y doña Blanca su esposa; aborrecido de los sicilianos y murmurado de los franceses, de aquéllos por el mal que les había hecho, de éstos porque parecía abandonar y hacer traición á su causa. Por el contrario, don Fadrique, amado con delirio de los sicilianos, que sufrieron con resignación y sin perder el ánimo su infortunio, quedó en Mesina exhortando á sus súbditos á que no desconfiasen por aquella adversidad, y tomando enérgicas disposiciones para la continuación de la guerra y la defensa de la isla.

Bien se necesitaba toda esta constancia y decisión por parte del rey y del pueblo, todo el amor que recíprocamente se tenían el pueblo y el rey, para defenderse solo un pequeño reino contra tantos y tan poderosos enemigos. Mas no desmayaron los sicilianos y su rey, ni por el desastre del cabo Orlando, ni porque el almirante Roger y el duque de Calabria les fuesen tomando fortalezas y ciudades, ni porque la importante población de Catania se entregara á éstos por traición de su gobernador Virgilio Scordia, ni porque el príncipe de Tarento se presentara en Trápani con nuevo ejército y nueva escuadra. El rey don Fadrique acudió primeramente contra el de Tarento que le pareció el enemigo más débil, y ordenó sus gentes en el campo de Falconara. Empeñóse allí otro serio y formal combate. La primera acometida de los franceses fué impetuosa y desordenó la caballería siciliana: pero el rey don Fadrique, á costa de exponer su persona y de recibir dos heridas en el rostro y en un brazo, mudó enteramente el aspecto del combate, y sus almogávares hicieron grande estrago en los jinetes franceses y napolitanos. Un caballero de su hueste llamado Martín Pérez de Oros, hombre robusto y de hercúleas fuerzas, se acercó al príncipe de Tarento, y aunque éste le hirió con su estoque en el rostro, Martín Pérez le dió un golpe con su maza, y echándole seguidamente sus membrudos brazos, dió con él en tierra. Don Martín Pérez y don Blasco de Alagón querían matar al príncipe; pero el rey no lo permitió, y el príncipe de Tarento quedó prisionero de los sicilianos, como en otro tiempo su padre cuando era príncipe de Salerno, para ser más adelante objeto y prenda de negociaciones de paz (1). El triunfo de Falconara (1.° de diciembre, 1299) hizo inclinar el éxito de la guerra en favor de don Fadrique y de los sicilianos.

Mostróse el papa muy sentido con el rey de Aragón porque hubiese abandonado la empresa de Sicilia después de la victoria del cabo Orlando, y en los principios del año 1300 (año en que el papa Bonifacio VIII concedió el jubileo general á toda la cristiandad) le escribió diciéndole que su honor estaba mancillado, y que para lavar la mancha que oscurecía su nombre, era necesario que mandase á los aragoneses y catalanes que servían á don Fadrique en Sicilia saliesen de aquel reino, y abandonasen aquella causa, y que en Cataluña y Aragón se reclutaran á toda prisa

(1) Según Muntaner, fué el mismo rey don Fadrique el que dió con la maza en la cabeza del caballo del príncipe, y Martín Pérez de Oros que lo vió echó pie á tierra y quiso matar al de Tarento. Zurita lo cuenta del modo que nosotros lo hemos referido.

hombres y naves para proseguir aquella empresa, que preocupaba todo el pensamiento del papa. Contestóle don Jaime que había hecho ya más de lo que le incumbía, y que en el estado en que había dejado las cosas culpa sería del rey Carlos de Nápoles, de sus hijos los príncipes de Calabria y de Tarento, y del almirante Lauria, si no habían completado la sumisión de Sicilia. Sin embargo, todavía desde Barcelona requirió á Hugo de Ampurias, á Blasco de Alagón, y á los principales españoles que servían al rey don Fadrique que dejasen aquella tierra y aquella bandera, y como ellos no pensasen en obedecerle procedió contra sus bienes y rentas de Aragón y Cataluña, mandando se diesen á sus deudos. Pero faltando á los príncipes de la casa de Francia el apoyo eficaz del de Aragón, no hicieron sino muy lánguidamente la guerra de Sicilia alternando los reveses y los triunfos sin resultado definitivo. El terrible don Blasco de Alagón venció á los franceses cerca de Gagliano, haciendo prisionero al conde de Brienne; pero el gran almirante Roger de Lauria desbarató junto á Ponza la armada de don Fadrique, y apresó veintiocho galeras, si bien deshonró el triunfo con las crueldades que ejecutó, haciendo cortar las manos y sacar los ojos á los ballesteros genoveses de la capitana de Sicilia por el daño que habían hecho en su galera; horrible ejecución que había usado ya en otro tiempo con los franceses en las aguas de Cataluña. Animado con aquella victoria el duque de Calabria, fué á poner sitio á Mesina, que redujo á la mayor extremidad; pero habiéndola socorrido con bastimentos el aventurero Roger de Flor, caballero templario que había sido, y que más adelante ganó la más alta celebridad, como la escuadra napolitana comenzase á sentir todavía mayor necesidad que los sitiados, abandonó el cerco de Mesina al comenzar el décimocuarto siglo (1301).

Veamos ya cuál fué el término de esta larga, penosa y lamentable guerra. Había recibido el conde de Valois, hermano del rey de Francia, el título de vicario del imperio que le confirió el papa, y tomado á su cargo la empresa de reducir la Sicilia. El nuevo defensor de la Iglesia se puso á la cabeza de un ejército costeado por el papa, é incorporáronsele el duque de Calabria, el almirante Lauria y multitud de caballeros napolitanos. La expedición en que más se confiaba fué la más desastrosa de todas. Declaróse una epidemia en la hueste del de Valois, y de cuatro mil hombres de armas que conducía, apenas quedaron con vida quinientos. Este acontecimiento y la convicción que adquirió de que nada bastaba á doblegar el ánimo de don Fadrique y de sus aragoneses y sicilianos le movieron á procurar enérgicamente la paz, con plenos poderes que tenía del papa y del rey de Nápoles. Vino también en ello don Fadrique, y la paz se ajustó en los términos siguientes:

Don Fadrique sería rey de Sicilia, no comprendido lo de Pulla y Calabria, durante su vida, libre y absolutamente, sin reconocer feudo ni servicio personal ni real; ó se intitularía rey de Trinacria, según quisiese: había de casar con Leonor, hija del rey Carlos de Nápoles: se canjearían los prisioneros de ambas partes: se daría libertad al príncipe de Tarento: se entregarían mutuamente las ciudades, villas y castillos de Sicilia y de Calabria que se hubiesen tomado: después de la muerte de don Fadrique

el reino de Sicilia volvería al rey Carlos si viviese, ó á sus herederos: el conde de Valois y el duque de Calabria procurarían que el papa y el colegio de cardenales, así como el rey Carlos, aceptaran y confirmaran estas condiciones: que el rey Carlos negociaría con el papa que diese á don Fadrique y á sus herederos la conquista y derecho del reino de Cerdeña, ó del de Chipre, ó si ninguno de éstos se pudiese alcanzar, otro equivalente: que si dentro de tres años no obtuviese don Fadrique alguno de estos reinos, él y sus hijos después de su muerte retendrían toda la Sicilia de la forma y manera que él la había de tener por toda su vida.

Tales fueron las principales condiciones de la paz de 1302, que puso fin á la guerra que por espacio de veinte años había traído agitada y revuelta toda la Europa meridional, y ensangrentado las bellas provincias de Italia: paz que con razón se consideró hecha en ventaja de don Fadrique, y en que quedó Carlos de Valois con tan poca honra y crédito para con los italianos, que para expresar su poca habilidad y tino en las misiones que se le encomendaban, se decía (y se generalizó en toda Italia el dicho como un proverbio), que en Toscana donde fué llamado á hacer paz dejó encendida la guerra, y en Sicilia donde fué á hacer la guerra dejó una vergonzosa paz. Tampoco le quedó agradecido el papa, puesto que aquel poder ante el cual se habían humillado tantos imperios y tan grandes monarcas hubo de ceder por primera vez ante la constancia de un pequeño pueblo y de un pequeño rey, tantas veces anatematizados por la Santa Sede, y desamparados de todos los demás pueblos y de todos los demás príncipes. Nápoles y Francia se rebajaron también con aquella paz, y sólo ganaron los sicilianos y don Fadrique de Aragón.

Pertenece á este tiempo la famosa expedición que hizo una hueste de catalanes y aragoneses desde Sicilia á Grecia y Turquía, conducida por el célebre aventurero Roger de Flor, natural de Brindis, en el reino de Nápoles, y oriundo de Alemania. Hecha la paz de Sicilia, y mal hallados con el reposo los aragoneses y catalanes que se hallaban en aquel reino, como buscase entonces el emperador griego Andrónico quien le ayudara á defender su imperio amenazado por los turcos, y fuese uno de los más solicitados y halagados con grandes promesas el caballero Roger de Flor por la fama de insigne y valeroso guerrero que le dieron sus hazañas, preparóse una expedición de hasta cuatro mil infantes y quinientos jinetes aragoneses y catalanes, gente veterana y aguerrida, que al mando de Roger, y en una flota compuesta de treinta y ocho velas, embarcándose en Mesina arribaron á Constantinopla. Obtuvo Roger de Flor del emperador Andrónico las primeras dignidades del imperio, y casóle aquél con una sobrina suya. Pasó Roger con su pequeño ejército á la Natolia, y los turcos comenzaron pronto á experimentar el vigor y el esfuerzo de los guerreros de Aragón y Cataluña y del valeroso capitán que los guiaba. En la Natolia, en Frigia, en Filadelfia, en el monte Tauro, hizo la hueste española señaladísimas proezas, y ganó insignes victorias contra los turcos, tanto que no osaban ya éstos medir sus armas con tan formidable gente. Turbaciones que sobrevinieron en el imperio movieron á Andrónico á llamar á Roger, que las sosegó. Y como hubiese acudido de Sicilia el valeroso catalán Berenguer de Entenza con trescientos caballos y mil

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