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brada recorrió todo el país de Jaén hasta tres leguas de Granada, incendió y saqueó algunas poblaciones y tomó varias fortalezas. Veía con celos su tío don Juan en Castilla la fama y autoridad que daban á don Pedro sus esclarecidas hazañas en la guerra, y mortificábale la estimación y el influjo que su compañero de regencia iba ganando. Tenía don Juan levantada mucha gente en Castilla la Vieja: cualquiera que fuera el destino que pensara darle, la reina doña María tuvo maña para hacer que don Juan llevara también aquellas tropas á pelear con los moros granadinos, conviniendo en que los dos infantes acometerían á los sarracenos por dos lados. Hiciéronlo así; cercaron castillos, devastaron pueblos y, por último, aparecieron reunidos en la vega de Granada. Ismail habló á sus caudillos y les representó la mengua que estaban sufriendo. Armóse toda la juventud granadina y se unió á la guardia del rey. Añaden algunos que Ismail había tomado el partido desesperado de comprar el auxilio del rey de Fez, al precio de entregarle Algeciras y otras cinco plazas. Los escritores árabes que hemos visto no lo dicen. Lo que se sabe es que un día salió Ismail de Granada con una hueste numerosa y decidida, y que habiendo encontrado á los cristianos, inferiores en número, los acometieron y acosaron con tanto furor que «los dos esforzados príncipes de Castilla (dice la crónica musulmana) murieron allí peleando como bravos leones: ambos cayeron en lo más recio y ardiente del combate (1319).» El ejército castellano huyó en desorden: el cadáver del infante don Juan quedó en poder de los infieles: reclamado después por su hijo don Juan el Tuerto, le fué devuelto por el emir en un féretro forrado de paño de oro. El vencedor Ismail no sólo recobró las fortalezas que le habían tomado los infantes en el país granadino, sino que destacó un cuerpo de moros, para que se apoderara de algunas plazas de la frontera de Murcia. Los castellanos, de resultas de la catástrofe de los infantes, pidieron una tregua, é Ismail se la otorgó por tres años (1).

Con la muerte de los infantes, y en conformidad al acuerdo de las cortes de Burgos, quedaba la reina doña María de Molina única tutora del rey su nieto, en cuya virtud despachó cartas á todas las ciudades anunciando lo acontecido, recordándoles la lealtad que le debían, y exhortándolas á que no se dejaran seducir de nadie en menoscabo de sus derechos. Mas no era cosa fácil, y menos en tales circunstancias, poner freno á ambiciones personales. Faltaron dos tutores, y se multiplicaron los pretendientes á la tutoría. Eran entre éstos los principales los infantes don Juan Manuel y don Felipe, que guerrearon entre sí, y si bien no se atrevieron á darse combate formal, vengábanse mutuamente en estragar las villas y comarcas pertenecientes á cada uno, ó las que respectivamente los habían

(1) Crónica del rey don Alfonso el Onceno, cap. xvII.-Conde, p. IV, cap. xvIII. El historiador árabe afirma, como vemos, que los dos infantes castellanos murieron en lo más recio del combate peleando como bravos leones: la crónica cristiana dice que murieron desmayados del calor y de la fatiga y pesadumbre, sin herida de nadie, perdiendo «el entendimiento et la fabla.» Nos parece poco verosímil que así muriesen príncipes tan esforzados y en tan crítico trance, y creemos más probable lo que cuenta el historiador arábigo.

nombrado tutores. Contra éstos y contra la reina doña María intrigaba en Castilla don Juan el Tuerto, hijo del infante don Juan, á quien se adhirió don Fernando de la Cerda. Cada cual trataba de satisfacer su particular ambición y de medrar á favor del desorden; entre tantos tutores el rey estaba sin verdadera tutela, y el reino era presa de las envidias personales. La prudencia de doña María, única tutora legítima y desinteresada, no alcanzaba á remediar tan lamentable anarquía, porque el mal no estaba sólo en los magnates, sino también en los pueblos, que con admirable veleidad y ligereza nombraban un tutor y le desechaban, se ponían en manos de otro y le despedían también, y volvían á entregarse al primero, ó á otro que les ofreciera mejor partido, y esto acontecía en todas partes, así en Segovia como en Burgos, así en Sevilla como en Zamora. La reina, con deseo de remediar tan miserable estado, había convocado cortes en Palencia: mas para colmo de desdichas, cuando se preparaba á ir á ellas adoleció gravemente en Valladolid, consumidas y gastadas todas sus fuerzas, no tanto por los años como por las fatigas y pesadumbres del gobierno de tres turbulentos reinados.

Viéndose cercana á la muerte convocó á todos los caballeros y regidores de la ciudad, y expresándoles la confianza que en ellos tenía, les hizo entrega de la persona del rey encomendándoles su guarda y educación, y encareciéndoles que no le fiasen á nadie del mundo hasta que llegase á edad de gobernar por sí el reino (tenía entonces don Alfonso diez años). Prometieron ellos corresponder á tamaña honra y cumplirlo así. La reina recibió muy devotamente los sacramentos de la Iglesia, y después de los trabajos de esta vida pasó á gozar del eterno descanso en julio de 1321, hallándose aposentada en una casita contigua al convento de San Francisco de Valladolid, y fué enterrada en el de las Huelgas de la misma ciudad, fundado por ella como otros muchos monasterios, que en esto convertía aquella señora sus propios palacios. Faltando á Castilla el amparo de la mujer fuerte, única que en tres reinados consecutivos había impedido con su brazo siempre aplicado al timón y al remo que acabara de naufragar el bajel del Estado, combatido por tan recias y continuas. borrascas, quedaba aquél á merced de encontrados y desencadenados vientos, sufriendo el azote de los partidos y de las miserables ambiciones. El cuadro desconsolador que ofrecía el reino después de la muerte de doña María, le dibuja con vivos colores la Crónica antigua, cuyas palabras vamos á trascribir, porque nada hay que pueda pintar con más energía el triste. estado á que se vió reducida Castilla.

<< Todos los ricos-omes (dice), et los caballeros vivian de robos et de tomas que facian en la tierra, et los tutores consentíangelo por los aver cada unos de ellos en su ayuda. Et quando algunos de los ricos-omes et caballeros se partian de la amistad de alguno de los tutores, aquel de quien se partian destroíale todos los logares et los vasallos que avia, deciendo que lo facia á voz de justicia por el mal que feciera en quanto con él estovo: lo qual nunca les extrañaban en quanto estaban con la su amistad. Otrosí todos los de las villas cada unos en sus logares eran partidos en vandos, tan bien los que avian tutores, como los que los non avian tomado. Et en las villas que avian tutores, los que mas podian apremiaban á

los otros, tanto porque avian á catar manera como saliesen del poder de aquel tutor, et tomasen otro, porque fuesen desfechos et destroidos sus contrarios. Et algunas villas que non tomaron tutores, los que avian el poder tomaron las rentas del rey, et apremiaban los que poco podian, et echaban pechos desaforados..... Et en nenguna parte del regno non se facia justicia con derecho; et llegaron la tierra á tal estado, que non osaban andar los omes por los caminos sinon armados, et muchos en una compaña, porque se podiesen defender de los robadores. Et en los logares que non eran cercados non moraba nenguno; et en los logares que eran cercados mantenianse los mas dellos de los robos et furtos que facian; et en esso tan bien avenian muchos de las villas, et de los que eran labradores, como los fijos-dalgo: et tanto era el mal que se facian en la tierra, que aunque fallasen los omes muertos por los caminos, non lo avian por extraño. Nin otrosí avian por extraño los furtos, et robos, et daños, et males que se facian en las villas, nin en los caminos. Et demas desto los tutores echaban muchos pechos desaforados, et servicios en la tierra de cada año, et por estas razones veno grand hermamiento en las villas del regno, et en muchos otros logares de los ricos-omes et de los caballeros. Et quando el rey ovo á salir de la tutoria, falló el regno muy despoblado, et muchos logares yermos: ca con estas maneras muchas de las gentes del regno desamparaban heredades, et los logares en que vivian, et fueron á poblar á regnos de Aragon et de Portugal (1).»

Tal era la situación del reino cuando don Alfonso llegó á los catorce años (1325). Urgíale tomar por sí mismo las riendas del gobierno para ver de poner término á tan deplorable anarquía y á tan lastimoso desorden. Así lo manifestó á los del concejo de Valladolid, que en lo de cuidar de su guarda habían sido fieles cumplidores de la misión que les había encomendado la reina doña María. Con esto despachó cartas con su sello á los tutores, y otras á los prelados, ricos-hombres y concejos para que concurriesen á las cortes que determinó celebrar en aquella ciudad. Los infantes tutores don Felipe, don Juan Manuel y don Juan el Tuerto, acudieron al llamamiento é hicieron renuncia solemne de la tutoría, reconociendo por señor único al rey, que comenzó á gobernar y á proveer por sí los empleos de su casa, dando la principal cabida en ellos y en su consejo á dos caballeros de su privanza, Garcilaso de la Vega y Álvar Núñez de Osorio (2). Y habiendo igualmente concurrido á las cortes los prelados, ricoshombres y procuradores de las ciudades, se declaró en ellas la mayor edad del rey, se le otorgaron cinco servicios y una moneda, considerable subsidio atendida la penuria en que había quedado el país, y el rey por su

(1) Crónica de don Alfonso el Onceno, cap. XL.-Esta Crónica es la atribuída á Juan Núñez de Villazán, alguacil mayor de la casa del rey don Enrique II, hijo del mismo don Alfonso. Tenemos á la vista la publicada por el ilustre académico don Francisco Cerdá y Rico, Madrid, 1787. Esta crónica va errada en la cronología, lo mismo que la de Fernando IV. – El ilustrado Roseew-St. Hilaire padeció una grave equivocación al sentar que esta Crónica había sido reimpresa por Risco, el continuador de Flórez, en 1787, habiéndolo sido, como hemos dicho, por Cerdá y Rico. Tiene razón en cuanto á que hubiera debido rectificar sus errores cronológicos.

(2) Crónica de don Juan Manuel, era MCCCLXIII.

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