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para hacerles olvidar con su patriotismo el origen extranjero de su padre, para borrar con sus ilustres hazañas la memoria de las flaquezas y debilidades de su madre: y los portugueses acreditaron en Ourique y en Valdevez que eran los descendientes de los antiguos lusitanos, los hijos de Viriato, triunfadores en Tríbola y en Erisana. ¡ Lástima grande que no hubieran atendido á que ni los castellanos eran romanos, ni Alfonso VII era un Vetilio ni un Fabio Serviliano! ¡Lástima que no miraran que los primeros eran hermanos suyos, y que los dos príncipes eran nietos de un mismo monarca de Castilla! Si en la mitad del siglo XIX lamentamos todavía la segregación de los dos pueblos hecha en la mitad del siglo XII, no nos abandona la esperanza y aun tenemos fe de que un día conocerán ambos que Dios y la naturaleza, el común origen y el común idioma, los mares y los montes, colocaron á España y Portugal apartados del resto del mundo, y no establecieron entre ellos fronteras, y los hicieron para que formaran un solo pueblo de hermanos, un vasto y poderoso reino, una sola familia y sociedad.

Si Alfonso Enríquez merecía ser el primer rey de Portugal, Alfonso VII de Castilla merecía ser el primer emperador de España. También éste, como aquél, hizo olvidar con su grandeza el origen extranjero de su padre, las debilidades y flaquezas de su madre. Heredero de las altas prendas de su abuelo como de su trono, viéronse los dos en casi iguales circunstancias para que fuera casi igual su gloria. En el reinado de Alfonso VI invaden la España los Almoravides y arrojan de ella á los Beni-Omeyas: en el de Alfonso VII la invaden los Almohades, y lanzan de ella á los Almoravides. Las razas africanas se renuevan y reemplazan en el territorio de la Península. Abdelmumén envía sus hordas á desembarcar donde setenta años antes habían desembarcado las de Yussuf, y los sectarios del Mahedi siguen el mismo itinerario que los Morabitas de Lamtuna. Unos y otros han sido llamados á España por los ismaelitas de Mediodía y Occidente. Por dos veces las tribus del desierto han sido invocadas por los degenerados hijos del Profeta sus antiguos dominadores, ambas para libertarse de las terribles lanzas de los Alfonsos de Castilla, de Aragón y de Portugal. El último representante del imperio de los Beni-Omeyas, Ebn Abed de Sevilla, apeló, para defenderse de los Almoravides, al auxilio del rey cristiano Alfonso VI de Castilla: el último caudillo de los Almoravides, Abén Gania de Córdoba, buscó la protección de Alfonso VII de Castilla contra los Almohades. Ambos Alfonsos, el abuelo y el nieto, tuvieron la generosidad de tender una mano protectora á sus suplicantes enemigos y de pelear por ellos. Uno y otro tuvieron que combatir contra los nuevos dominadores. Si Alfonso VII no excedió á su ilustre abuelo en gloria, le aventajó por lo menos en fortuna. Aquél sufrió una terrible derrota de los Almoravides en Zalaca y perdió su hijo Sancho en Uclés; éste triunfó de los Almohades en Aurelia, en Coria, en Mora, en Baeza y en Almería, y tuvo la satisfacción de que sus hijos Sancho y Fernando pre senciaran su última victoria y le sobrevivieran. Hasta en el morir fué afortunado el emperador, puesto que no medió tiempo entre los plácemes de los soldados victoriosos y los postreros sacramentos de la Iglesia, entre los aplausos estrepitosos del triunfo y el reposo inalterable de la tumba.

Otra vez á la muerte de Alfonso VII se dividen Castilla y León entre los hijos de un mismo padre: por tercera vez el mismo error, y por tercera vez las propias consecuencias: retroceso en la marcha hacia la unidad, discordias y disturbios entre León y Castilla, enflaquecimiento y decadencia en la monarquía madre. Al brevísimo reinado de Sancho III de Castilla sucede la monarquía turbulenta y aciaga de su hijo Alfonso VIII. Dos familias poderosas y rivales, los Laras y los Castros, enemigos ya desde el tiempo de doña Urraca, se disputan la tutela del rey niño, y la guerra civil arde en Castilla, y sus ricos y feraces campos se ven teñidos de sangre por la ambición de unos magnates igualmente ambiciosos é igualmente soberbios. Prisionero más que pupilo el niño Alfonso, prenda disputada por todos y arrancada de unas á otras manos, objeto inocente de pactos que no se cumplían, paseado de pueblo en pueblo y de fortaleza en fortaleza, sacado furtivamente de Soria é introducido por sorpresa en Toledo, los azares de la infancia de Alfonso VIII venían á ser un trasunto de los que en su niñez había corrido su abuelo Alfonso VII, en Galicia con los condes de Trava éste, en Castilla con los condes de Lara aquél. Es más. A la muerte de Alfonso VIII de Castilla se reproducen las propias escenas con su hijo Enrique I; otro príncipe de menor edad, otro pupilo bajo el poder de tutores ambiciosos, otro prófugo sin voluntad, errante de pueblo en pueblo y de castillo en castillo en brazos de magnates tiránicos y turbulentos. Permítasenos observar lo que no vemos haya reparado escritor alguno. A la muerte de tres grandes monarcas castellanos, Alfonso VI, Alfonso VII y Alfonso VIII, y con intervalo de un solo reinado en cada uno, Castilla se encuentra en circunstancias análogas, con tres príncipes niños, juguetes todos tres de tutores y magnates codiciosos, y Castilla después de tres reinados gloriosos y grandes sufre tres minoridades procelosas. Véase si dijimos bien en otro lugar, que parecía estar destinada esta monarquía á alternar entre un reinado próspero y feliz y otro de agitaciones y de revueltas, para que fuese obra laboriosa y de siglos la regeneración y la reconquista. Hemos visto en historiadores y cronistas castellanos afear mucho la conducta de Fernando II de León en el hecho de pretender la tutela de su tierno sobrino Alfonso VIII de Castilla, y en haberse apoderado de muchas de sus plazas y ciudades. No le defendemos en esto último, porque no reconocemos derecho en ningún monarca para usurpar territorios de otro Estado. ¿Pero merece la misma censura por lo primero? Aparte de alguna ambición que pudiera acaso mezclarse en ello, ¿podía Fernando II ver con impasible indiferencia á un príncipe, tan inmediato pariente y vecino, bajo la tutela y opresión de dos familias enemigas y de dos implacables bandos que perturbaban y ensangrentaban el reino? ¿Es extraño que reclamara el derecho moral que la edad y el deudo le daban para arrancar á su sobrino del poder de los Laras, y convidado por la parcialidad opuesta arrogarse la tutoría y dirección del rey menor? Sin embargo, los altivos castellanos no sufrían que viniese nadie de fuera alegando derechos que no podían reconocer, y rechazaron su intervención. Por lo demás Fernando II era un príncipe generoso y noble, y bien lo demostró en su caballeroso y galante comportamiento con Alfonso de Portugal en Badajoz y en Santarén. En la primera de estas ciudades tiene aprisionado

un rey enemigo, inquietador de sus Estados y usurpador de sus dominios, tiene en su poder al que lleva una corona fabricada de un fragmento violentamente arrancado de la corona leonesa; y sin embargo, se contenta el vencedor con que le restituya el vencido sus más recientes usurpaciones, y le deja ir libre á gozar tranquilo de su reino. Esta acción generosa del monarca leonés, y el tácito reconocimiento de la independencia de Portugal que envolvía, debió dar más fuerza al derecho de emancipación de la monarquía portuguesa que los breves de los papas Eugenio y Alejandro terceros. En la segunda de aquellas ciudades socorre sin excitación y contra sus propias esperanzas al portugués, y después de haber tenido la gloria de ver perecer al emperador de los Almohades, Yussuf Abén Yacub, regresa con la satisfacción de haber asegurado al de Portugal su ciudad de Santarén. Con razón se ensalza la nobleza de este Fernando II de León.

Bajo este príncipe se sobrepone León á Castilla en influjo y en extensión. Pero la monarquía castellana comienza á reponerse y á recobrar su lugar desde que Alfonso VIII entra en mayoría y empuña con mano propia las riendas del gobierno. Grande, elevado, altivo en sus pensamientos el octavo Alfonso, aunque algo desabrido y áspero para con los demás príncipes, por lo menos en la primera época de su reinado, se enajena las voluntades de los monarcas cristianos, que si no se ligan abiertamente contra él, por lo menos se desvían de él y se confederan sin él. Lejos de acobardar á Alfonso el aislamiento ó desdeñoso ú hostil en que le dejan los príncipes cristianos, sube de punto su altivez y cree que basta él solo para retar al príncipe de los infieles, y dirige un cartel de desafío al poderoso emperador de los Almohades. Estos arranques de arrogancia española halagan el orgullo del que los ostenta y seducen al pronto al que los oye ó lee: pero suelen pagarse caros; y esto aconteció á Alfonso, sufriendo en Alarcos la expiación terrible de su loca temeridad. Vióse allí humillado el retador arrogante, y abandonado y solo el que no había reparado en malquistarse con los demás príncipes. La derrota de los cristianos en Alarcos designa el apogeo del poder de los Almohades en España, como la derrota de Zalaca había señalado el punto culminante del poder de los Almoravides. Pero si el ánimo levantado de Alfonso VI no se dejó abatir por el desastre de Zalaca, tampoco el animoso espíritu del octavo Alfonso se desalentó con la catástrofe de Alarcos. Por fortuna también ahora como entonces el emperador de los infieles tuvo que volver á sus tierras de Africa, y Castilla y su soberano respiraron y se repusieron.

En el último período de su reinado manéjase Alfonso VIII muy de otra suerte con los monarcas españoles sus vecinos; y el que en los postreros años del siglo XII tenía contra sí todos los soberanos de la España cristiana, se encuentra á los principios del siglo XIII amigo y aliado de los de Navarra y Aragón, y suegro de los príncipes de Francia, de León y de Portugal. Entonces levanta de nuevo su pensamiento siempre elevado, y se prepara á ejecutar un designio que debió asombrar por lo grandioso. Del centro de Castilla salió una voz que logró conmover toda la cristiandad, y se atrevió á decir á la Iglesia y á los imperios que había una Tierra Santa que no era la Palestina, y que merecía bien los honores de una ge

neral cruzada, á que no estaría mal concurrieran los príncipes y guerreros de las naciones en que se adoraba al verdadero Dios.

La vigorosa excitación del monarca castellano encontró eco en el pastor general de los fieles, y nunca la voz del jefe visible de la Iglesia resonó más á tiempo por el orbe cristiano, ni jamás pontífice alguno despertó más á sazón el entusiasmo religioso de los verdaderos creyentes, que cuando el papa Inocencio III ofreció derramar el tesoro de las indulgencias sobre los que acudieran á la guerra santa de España. Decimos que nunca más oportunamente, porque si no es cierto que el gran emperador de los Almohades dijo á sus emisarios aquellas célebres palabras: «Id á anunciar al gran Muphti de Roma que he resuelto plantar el estandarte del Profeta sobre la cúpula de San Pedro, y á hacer de su pórtico establo para mis caballos;» si no es verdad que tal dijese, pudo por lo menos haberlo cumplido; porque ¿quién era capaz de detener el torrente de los seiscientos mil soldados de Mahoma acaudillados por el Atila del Mediodía, si aquí hubieran logrado vencer á los monarcas y á los ejércitos españoles?

Vistoso, grande, sublime y tierno espectáculo sería el de las banderas de los cruzados de Francia, Italia y Alemania concurriendo á Toledo á incorporarse y someterse al pendón de Castilla. Pero estaba decretado para gloria eterna de España que la lucha por cinco siglos sostenida por españoles solos, á los esfuerzos de solos los españoles quedara encomendada. Como una felicidad miramos el pensamiento de aquellos auxiliares extranjeros de abandonar la cruzada, so pretexto del rigor de la estación y del clima. Así el triunfo fué todo nacional, y la gloria española toda, Bastaban los dos ó tres prelados y barones que quedaron para que pudieran contar allá en sus tierras lo mismo que no creerían si no lo hubieran visto. Felizmente en reemplazo de aquellos extranjeros, disidentes ó flojos, se apareció el rey de Navarra con sus rudos é intrépidos montañeses, precisamente allí, en Alarcos, como si se hubiese propuesto dar satisfacción al de Castilla de su anterior falta, presentándose en aquel lugar de tristes recuerdos para indemnizarle ahora con creces, así como desagraviar al cielo de la tibieza en la fe de que se le había acusado por sus relaciones con los musulmanes, yendo ahora dispuesto á ser el más impetuoso y terrible de sus adversarios. A milagro se atribuyó entonces la aparición del pastor que condujo y guió á los cristianos por los desfiladeros del Muradal. No se ha sabido todavía quién fué aquel conductor humilde. De todos modos fué un genio tutelar el que los sacó á salvo de aquellas Termópilas, en que hubieran podido perecer todos como los de Esparta, pero que lograron atravesar ilesos tantos Leónidas como eran los caballeros cristianos.

El triunfo de las Navas de Tolosa, si no fué tampoco un milagro, fué por lo menos un prodigio. Como en los campos Cataláunicos se decidió la causa de la civilización del mundo contra los bárbaros del Norte, así en las Navas de Tolosa se resolvió virtualmente el triunfo del cristianismo contra los bárbaros del Mediodía. El gran drama de la reconquista que tuvo su prólogo en Covadonga, y cuya primera jornada concluyó en Calatañazor, avanza y deja entrever en la solemne escena de las Navas el desenlace que tiene en expectativa al mundo. Alfonso de Castilla, el que en Algeciras había parecido un retador imprudente y en Alarcos un arro

gante escarmentado, apareció en las Navas con toda la grandeza del héroe, y se elevó sobre todos los príncipes cristianos y elevó á Castilla sobre todas las monarquías españolas. Ya no quedó duda de que Castilla había de ser la base y el centro y núcleo de la gran monarquía cristiano-hispana; y no es que los otros reyes contribuyeran menos que él al glorioso triunfo: como capitanes y como peleadores sería difícil decidir quién merecía ser el primero: es que Alfonso VIII tuvo la fortuna de ser el jefe de la expedición, como había tenido la gloria de promoverla.

Los dos Alfonsos VII y VIII, emperador de España y conquistador de Almería el uno, conquistador de Cuenca y triunfador de las Navas el otro, ambos murieron en un pobre y humilde lugar. El primero en una tienda de campaña debajo de una encina, el segundo en una oscura y casi desconocida aldea de Castilla. ¡Notable contraste entre la grandeza de su vida y la humildad de su muerte! Necesitaban de aquélla para ser grandes príncipes: bastábales ésta para morir como cristianos. El astro que alumbraba las prosperidades de Castilla sufrió otro breve eclipse en el pasajero y turbulento reinado del niño Enrique I para reaparecer después con nuevo y más brillante esplendor bajo el influjo de un rey santo, como en el curso de la historia habremos de ver.

II. Aragón no tuvo por qué arrepentirse, sino mucho por qué felicitarse de haber unido su princesa y su reino al conde y al condado barcelonés. Digno era de la doble corona Ramón Berenguer IV. Merced á su hábil política, el emperador castellano le trata como amigo y como pariente, y le alivia el feudo que desde Ramiro el Monje pesaba sobre Aragón: gracias á su destreza y á la actitud del pueblo aragonés, los maestros y las milicias de Jerusalén hacen oportuna renuncia de la herencia del reino, producto de una indefinible extravagancia del Batallador, y aunque los resultados de la pretensión hubieran sido los mismos, la espontaneidad de la renuncia ahorró los disgustos de la resistencia: merced á su actividad, doquiera que los orgullosos magnates se le insolentan y revuelven son escarmentados, y atendiendo con desvelo prodigioso al Ampurdán y á Provenza, á Navarra y á Castilla, y al gobierno de Cataluña y Aragón, se encuentra casi tranquilo poseedor de un Estado sobre el que pocos años antes todos alegaban derechos y mantenían pretensiones.

En la conquista de Almería, á que tanto ayudó el conde-príncipe, moros y cristianos vieron ya dónde rayaba el poder marítimo de Cataluña. Viéronlo también los republicanos de Pisa y Génova, y ya pudieron barruntar que no había de concretarse la marina catalana á proteger su costa, sino que la llamaba su propio empuje á derramarse por lo largo del Mediterráneo y á enseñorear apartadas islas y naciones. Unido el poder naval y el espíritu emprendedor de los hijos de la antigua Marca Hispana, al genio marcial, brioso, perseverante é inflexible de los naturales de Aragón, dicho se estaba que de esta amalgama habían de resultar con el tiempo empresas grandes, atrevidas y gloriosas. Después de la conquista de Almería caen sucesivamente en poder del barcelonés Tortosa, Lérida, Fraga, los más fuertes y antiguos baluartes de los moros en aquellas tierras.

Con tales empresas y tales triunfos ensanchábase y crecía el reino unido, ofreciéndose cada día ocasiones nuevas para regocijarse catalanes y

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