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con serenidad el grito de traidor que se levantó de todos los ángulos del salon. No se discutió mas, y la junta decretó en el acto su traslacion inmediata á Palma de Mallorca (1).

Sin mas dilacion se le condujo con buena escolta desde el seno de la junta al Grao, confiando su persona á D. Agustin Manglano, hasta que á la una de aquella misma noche pasó á bordo de una fragata al mando de D. Fabio Bucelli, que haciéndose en seguida á la vela, dejaba ya al canónigo el dia once en la torre del Angel del castillo de Palma.

Dado este paso ruidoso por la junta, comisionó para la formacion del proceso al alcalde decano de la sala del crímen de esta audiencia D. José María Manescau, y como veremos, á fines del mismo mes de Junio estaba ya la causa en estado de recibir la declaracion del reo, conduciéndolo otra vez à Valencia y encerrándole en las cárceles de la Inquisicion.

Con la prision y deportacion del canónigo no cesó sin embargo el incendio que desde la noche del cinco y mañana del seis cundia con la mayor violencia: repetíanse los escesos; prodigábanse en público los mas crueles insultos contra los franceses y contra los que parecian sospechosos, sin que la misma junta se librase de las amenazas de los partidarios de Calvo, cuyo fanatismo político tenia en continua alarma á la capital. «Callaron las leyes, decia el P. Colomer, y el puesto de ellas lo ocupó la confusion y el desórden parecia que la anarquía levantó su formidable cabeza. El fuego que habia encendido el canónigo, se comunicó rápidamente, y creció como la llama que prende en un árido bosque: nadie se creyó seguro ni aun en su misma casa, porque los asesinos se habian usurpado casi el imperio supremo: bastóles un fiero antojo ó un deseo de venganza para cometer un atentado contra cualquiera persona, aun la mas autorizada, y perpetrar un asesinato con achacarle la nota de traidor. El gobierno, poseido de una pusilanimidad perniciosa, se halló sin fuerzas para manejar el timon, y seguramente habria naufragado esta misma ciudad, si el celo de algunos vecinos no se hubiera opuesto valerosamente al ímpetu de aquellos enemigos públicos (2)." Tal era la situacion difícil en

(1) P. Colomer: Manescau, loc. cit.

(2) P. Colomer: loc. cit.

TOM. II.

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que se hallaba colocada Valencia, cuando D. Antonio Gonzalez Fernandez, alguacil mayor del corregimiento de esta ciudad, formó una compañía de ciento ocho hombres honrados, cabezas de familia, que distribuidos en pelotones empezaron á rondar la ciudad, autorizados por un decreto de la junta, y prestando los mas importantes servicios. El ayuntamiento levantó tambien por su parte otras compañías, aunque menos numerosas, y adunados entonces los esfuerzos de la parte sensata de la poblacion, se consiguió por fin restablecer el órden, imponer á los sediciosos, y continuarse la causa del canónigo, á la que se siguió bien pronto, como luego veremos, el castigo de sus partidarios.

El número de los desgraciados que fueron sacrificados inhumanamente ascendió á cerca de cuatrocientos: la historia no ofrece en sus páginas un espectáculo tan horroroso; porque el único delito que se les imputaba era haber nacido en Francia, aun cuando estuvieran muy lejos de participar de los principios que servian de base á la conducta del gefe de su nacion. Pero la hora del castigo sonó tambien á su vez sobre la cabeza de los sediciosos y del caudillo á cuya sombra, ό por cuya inspiracion, se habian cometido aquellos sangrientos asesinatos. A once de Junio, de regreso ya de Mallorca el canónigo Calvo, hizo su confesion, y presentó su defensa (1); y vistos los autos por la suprema junta, dió la sentencia siguiente, su fecha tres de Julio (2). La junta suprema de gobierno de esta ciudad y reino, que representa al Sr. D. Fernando VII, y en su real nombre egerce la plenitud de la soberanía, en vista de la causa formada contra el canónigo D. Baltasar Calvo, de sus esposiciones y defensas, por solemne y unánime votacion de todos sus señores vocales, á escepcion de los señores eclesiásticos, que por su carácter se abstuvieron de votar, dijo: Que debia declarar y declaraba á dicho D. Baltasar Calvo por reo de alta traicion, y por mandante de los asesinatos ocurridos en esta capital el dia seis de Junio último y en su consecuencia lo condena en la pena ordinaria de garrote, que se egecutará en la misma

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(1) Dicen que existe una defensa del canónigo Calvo publicada por el cabildo de S. Isidro de Madrid; y nosotros la insertaremos en el apéndice, si llega una copia á nuestras manos.

(2) El mismo año 1808.

cárcel, y despues se presentará en el mismo banquillo, en un tablado, en la plaza de Sto. Domingo, por espacio de cuatro horas, con un letrero que diga: «Por traidor á la patria, y mandante de asesinatos:" con confiscacion de todos sus bienes. Y de esta sentencia se pasará una copia certificada al M. R. arzobispo, para que dentro de dos horas proceda á la degradacion, y á su tiempo se formará el estracto conveniente para imprimirse: volviendo el proceso al señor vocal-comisionado para la egecucion. Y lo firmaron el señor presidente, y los demás señores que votaron y supieron hacerlo (1).

En la misma noche en que se pronunció la sentencia fue notificada al reo, que la oyó con una firmeza de espíritu que no le abandonó un momento hasta su hora postrera. El presbítero Don Juan Bautista Fabregat, comisionado al efecto, egecutó la degradacion que prescribia la sentencia, cogiendo la mano del canónigo y poniéndola en la del juez; y hecho esto se le preguntó á quién designaba para su confesor. Calvo eligió en el acto al mismo presbítero Fabregat, y postrado entonces á los pies del sacerdote, pues rehusó constantemente tomar un asiento, permaneció dos horas y media en aquella humilde postura, dando pruebas de una resignacion altamente cristiana y filosófica. Concluida la confesion, en que el ministro del Altísimo deberia penetrar sin duda la verdad de hechos de tanta magnitud como los que acabamos de referir, pidió el reo se le permitiera hacer su testamento. Avisado de esto el Sr. Manescau, que permanecia á la parte de fuera del calabozo, contestó que de nada podia disponer, porque sus bienes se hallaban

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(1) He aquí los que firmaron la sentencia: El conde de la Conquista. D. Domingo de Nava. D. Alonso Barroso de Frias. D. Vicente Cano-Manuel. D. Francisco Javier de Aspiroz D. José Mayans.-D. Pedro de la Riba Agüero. D. Francisco de los Cobos. D. Joaquin María Salvador. -El baron de Petrés. - D. Manuel Cortés y Sanz. D. Domingo Bayer. El marqués de Jura-Real.-D. Francisco Vicente de Maquivar. D. Vicente Tomás Traver. D. José María Manescau. — D. José de Vallejo. — D. Manuel Domingo Morales. D. Francisco Toribio Ugarte. D. Vicente Fuster.— D. Juan Alvarez Posadilla. D. Manuel Villafañe. D. Juan José de Negrete.-D. P. C. Tupper. D. José Antonio Sombiela. - D. Joaquin Gil. — D. Mariano Candel. D. José Canga-Argüelles. D. Pedro Tio. D. Pedro Cros. -D. Rafael de Pinedo. D. Manuel Andrés. D. Vicente Joaquin Noguera.

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D. Pablo Rincon. D. Narciso Rubio.

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confiscados; pero sin embargo dispuso de su biblioteca, que conservaba aun su hermana, que vivia entonces en la calle de Serranos. En seguida se prosternó Calvo ante un Crucifijo, y en alta y serena voz leyó la recomendacion del alma, manifestando una tranquilidad sorprendente, que no le abandonó tampoco, cuando llegada la hora, salió del calabozo en compañía de su confesor, del verdugo y algunos alguaciles, y entró en la fúnebre estancia donde se habia levantado el cadalso. Resignado sufrió que el egecutor arreglase el garrote, pues la obesidad del reo hacia pequeña su dimension; y cuando todo estuvo ya preparado, sentóse en el fatal banquillo, y despues de haber repetido por tres veces, y con mucha fe, aquella sagrada espresion: «Jesu, fili David, miserere mei (1)," exhaló su postrer aliento.

Al amanecer del dia cuatro quedaba ya espuesto su cadáver sobre el tablado y banquillo del garrote en medio de la plaza de Sto. Domingo, y enfrente de la ciudadela, con la inscripcion de que habla la sentencia.

Antes y despues de la muerte del canónigo Calvo, y cuando ya la junta empezaba á recobrar la firmeza, que la anarquía habia debilitado, se procedió inmediatamente al castigo de los asesinos, que en la noche del cinco y mañana del seis de Junio pusieran en grave conflicto la capital. Para esto se creó un tribunal, titulado de Proteccion y seguridad pública, compuesto de tres magistrados, que lo fueron D. José Manescau, D. Manuel de Villafañe y D. Vicente Fuster, para que entendiese, sin levantar mano, en el castigo de aquellos sediciosos. El autor de la historia de Fernando VII, dice, que para descubrir con mas facilidad á los delincuentes, se hizo circular la voz de que se daban treinta reales á cada uno de los que probasen haber muerto á algun francés, cuya cantidad se les entregaba, tomando nota de su nombre, apellido y pueblo de su residencia. Fuera ó no cierta la entrega de esta recompensa, es indudable, que su noticia puso en movimiento á muchos infelices, que atraidos por el cebo de aquella suma, é impelidos por la necesidad, acudirian tal vez á recoger esta paga horrible, suponiéndose matadores de los franceses. »Sangre hemos sudado, continúa el historiador anónimo que antes citamos, para describir la muerte

(1) Jesus, hijo de David, tened compasion de mí.

de los inocentes hijos de la Francia: al llegar aquí, tiembla la pluma en nuestra mano, y apenas podemos trazar los caractéres. La anarquía se habia apoderado de la patria, é invadido el santuario de las leyes. En vez de emplearse las formas legales, servia de única é irrecusable prueba la inscripcion en la lista de en la lista de que hemos hablado á las dos horas de haber sido preso un desgraciado, ya no existia; sin defensa, sin pruebas, sin justificar siquiera la identidad de la persona. Hombre hubo, que sentado ya en el suplicio, fue preguntado por su nombre, y conocido el error, se le desató y puso en libertad. ¡Desventurado! ya habia sufrido la muerte, puesto que habia padecido sus mortales agonías. Así perecian agarrotadas veinte y mas personas cada noche en la cárcel y al dia siguiente aparecian suspendidas de las horcas en las plazas públicas. Un sacerdote que confesaba á los reos, horrorizado con la muerte de algunos inocentes, acudió al tribunal, solicitó mas detenimiento, mas justicia; pero fueron despreciados sus ruegos, y se le impuso silencio. Trescientos individuos de la sociedad fueron ajusticiados de este modo arrebatado é ilegal: á nosotros, concluye el citado historiador, nos atemorizan mas los asesinatos jurídicos, que los puñales del vulgo (1)."

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