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la echaba fuera, aquella ave fúnebre volvia á cernerse con sus álas largas y puntiagudas como de murciélago, sobre su cabeza temerosamente espantada. Luisa, desde la espesa y herrumbroзa reja de su calabozo, habia visto cómo en la plaza pública se alzaba un tablado, cómo sobre él se clavaba una viga, cómo á esta viga se ajustaba una argolla, cómo dentro de esta argolla se retorcia convulsivamente la garganta amoratada de una mujer. Despues, nada veia; sus ojos cubríanse con un velo oscuro, más oscuro que una noche eterna. Pero, no, aquella vision tenebrosa iba á desaparecer; Luisa volvería al seno de la vida, á vivir entre aquella sociedad que lloraba su muerte. Todos estos encontrados pensamientos atolondraban la mente de la jóven, y ya sus fuerzas físicas iban á abandonarla, cuando Julian, comprendiendo que el último golpe debia darse antes que se desmoronára el edificio, en un apasionado arranque, y medio saliéndose de la tribuna, exclamaba:

"¡Señores! Delante de vosotros se halla una mujer, casi una niña, á quien las leyes condenan al último y más degradante de los suplicios. ¿Por qué? Porque ha matado á un hombre... ¡Pero señores! aquí la ley enmudece, se cruza de brazos; no, peor que eso, los emplea en ahogarla. En vano que la hableis con la voz de la justicia; ella se encojerá de hombros, os mirará con desden y volverá la espalda. Mas no tiene en cuenta que esta víctima que dispone el sacrificio es la justicia misma, la justicia encarnada en un cuerpo bello y puro. Porque, atended, la que hoy acusais no ha hecho otra cosa que lo que vosotros, á vivir el criminal, hubiérais ejecutado en descargo de vuestras conciencias. ¡Ah! señores; recordad que esta pobra niña se hallaba sin padres ea el mundo, sin escudo que la defendiera de las asechanzas de la perfidia; su corazon dormia entre las flores inmaculadas de la primavera de la edad.

Llegó un hombre y le dijo: "¿no tienes padre que te proteja? Yo te protejeré; ¿no tienes placeres, ni amor, ni felicidad? Yo te daré todo eso. A cambio tú te entregarás á mí, no te importe el modo; lo esencial es que yo te posea, que sean mios todos tus encantos, tus sentimientos, tus caricias, tus pudores." Y, señoreз, ¿qué habia de hacer la enamorada paloma sino acudir al reclamo, sin ver si sus blancas plumas se manchaban de lodo?.....

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Pero, hay más; de esta union nace un hijo, mas como fruto de una estacion tempestuosa, se seca pronto y muere. Durante todo este tiempo, Luisa habia sido para Beltran un ídolo; mas roto con la muerte el lazo que unia estos dos amantes, toda relacion, desde entonces, llega á ser penosa para el Beltran, la vida comun, imposible. La mujer engañada, en balde recurre al llanto, á las súplicas, á los recuerdos de mejores dias trascurridos entre bonanza, arrullados por céfiros suaves, asegurados por promesas y juramentos infinitos que duraron ¡ay! sólo un instante. Pero el desleal se rie de todo esto, y no sólo se rie, sino que busca otra novia, rica, de buena familia, y se dispone á casarse con ella.....

Señores, ponéos en el lugar de esa pobre mujer, que mi-` rais, toda anegada en llanto con las memorias que necesariamente invoco ante vosotros. Imagináos que es vuestra hija, vuestra hermana... Pues bien, en estos casos la humanidad debe formar una sola familia, compacta y justiciera... Por eso no tengo que pedíroslo; ya veo vibrar el perdon en vuestros lábios... ¡Ah! señores, mientras haya en esta sociedad desorientada y loca más pasiones que deberes, más sueños que realidades, más intereses engañosos que verdaderos, la ley no puede ménos que balancearse siempre hacia el lado donde gime el débil y el miserable. "

¡Luisa fué absuelta! El nombre de su defensor voló en álas de la fama hasta lejanísimos lugares. Julian Calero, desde entonces, fué considerado como la más viva protesta contra las injusticias humanas. Sus actos, es verdad, iban siempre acompañando á sus dichos. ¿No sabeis lo que hizo con aquella que él Ilamaba "justicia encarnada", "víctima infeliz, etc., etc.? Pues la hizo su esposa. Doña Ana, que guardaba, sin duda, su hijo para otros lábios, refunfuñó un poco; pero creyó volverse loca de contento el dia que recibió en sus brazos su primer nieto. ¡Amaba tanto á su hijo!...

JOSÉ SILES.

París, Julio, 1880.

LA ENSEÑANZA OBLIGATORIA.

I

Los cónyuges, dice textualmente el artículo 63 de nuestra ley de matrimonio civil, están obligados á criar, educar, segun su fortuna, y alimentar á sus hijos y demás descendientes, cuando éstos no tuvieren padres ú otros ascendientes en grado más próximo, ó éstos no pudiesen cumplir las expresadas obligaciones."

Ciñámonos desde luego á nuestro asunto: el legislador, de acuerdo en esto con el derecho natural y con el contenido de todas las legislaciones positivas de los pueblos civilizados, declara la obligacion legal de los padres y ascendientes de educar á sus hijos ó descendientes, sin otro límite que el consiguiente á la cuantía de su fortuna. Nada más vago é indeterminado que esta declaracion: ¿qué se entiende por educar segun su fortuna? ¿Qué grado de educacion debe corresponder á cada grado de riqueza? ¿A qué principios deberán atemperarse las autoridades encargadas de la aplicacion de esta ley, para determinar en cada caso la correspondencia entre los medios económicos que los padres ó ascendientes poseen, y la educacion que se hallan obligados á dar, en consecuencia, á sus hijos ó descendientes, conforme á la prescripcion legal? Injusto sería ciertamente hacer un cargo especial á nuestro legislador de esta indeterminacion que, en semejante materia, ha venido siendo hasta nuestros dias un defecto general de toda la legislacion, y que, dados los

principios, ó más propiamente las costumbres que rijen aún la vida jurídica de los pueblos, tiene fácil y cumplida justificacion.

Más difícil seria hallar escusa para otro vicio infinitamente más grave de que adolece nuestra legislacion en este punto, vicio que es tal, que basta por sí solo para privar de toda eficacia práctica y aun de toda importancia y valor propiamente jurídico, á la disposicion legal. Consecuencia necesaria del carácter obligatorio que es á la ley inherente, toda declaracion de derechos por parte del legislador, entraña necesariamente una doble exigencia: es menester, en primer lugar, que vaya acompañada de los medios de hacerla efectiva; es preciso, en segundo, que sea seguida de una sancion, tácita ó expresa, pero positiva y suficiente, á juicio del legislador, para asegurar su cumplimiento. Ambas condiciones faltan aquí por completo: no existe, que sepamos, procedimiento alguno establecido, segun el cual pueda el Estado cerciorarse de que los hijos ó descendientes han re ci-. bido un grado de educacion cualquiera, ni medio, por tanto, de exigir á los padres, ó ascendientes en su caso, la responsabilidad en que pudieran haber incurrido por consecuencia de la violacion de una prescripcion legal terminante. Tampoco se halla determinada la penalidad correspondiente á esa violacion, siempre posible. Al imponer á los ascendientes la obligacion de educar, la ley reconoce á los descendientes un derecho perfecto á la educacion; pero dejando este derecho huérfano de toda sancion y aun de toda intervencion oficial, viene á hacer á los obligados mismos árbitros de su cumplimiento, sin reconocer al Estado facultad alguna para garantizarlo ó para penar su infraccion, ni accion á los interesados para reclamar su ejecucion ó para exigir en su caso la indemnizacion debida por los gravísimos perjuicios que, de la posible conculcacion de su derecho, deben necesariamente seguírseles.

Pero se dirá; el legislador fia, y con razon, el cumplimiento de estos deberes, á los sentimientos naturales de la familia: el Estado desaparece, se eclipsa aquí ante el padre: la ley dá una alta prueba de su respeto á las relaciones domésticas, absteniéndose de desautorizar al ascendiente mediante la amenaza de una intervencion coactiva en contra suya. Este argumento, aunque pueril, no deja por eso de ser repetido. Basta para refutarlo

considerar que, no siendo el deber de la educacion específicamente distinto de todos los demás á que dan orígen las relaciones de la familia, el mismo razonamiento serviria para condenar el sistema entero de legislacion que, en todos los tiempos y en todos los pueblos, ha pretendido regular estas relaciones. Si en punto á los deberes domésticos ha de considerarse como norma suprema el hecho del natural afecto, já qué legislar sobre las relaciones de los cónyuges, sobre sus bienes, sobre las mútuas obligaciones que nacen de la paternidad y de la filiacion? ¿Por qué el sistema, vigente entre nosotros, de las legítimas, que más que otra ley alguna se inspira en una desconfianza, acaso y áun sin acaso, excesiva respecto de la eficacia de los lazos de la familia? ¿Por qué, en fin, el legislador, que tan poco parece preocuparse del cumplimiento de sus propias prescripciones, por lo que hace á la educacion, se interesa, no obstante, tan vivamente por lo que se refiere á los bienes de los hijos, que, en la misma parte segunda de la ley que contiene la disposicion citada, consagra cuatro artículos seguidos (los 66, 67, 68 y 69) á establecer limitaciones respecto de la accion de los padres sobre estos bienes, y muy singularmente el último, que contiene una garantía legal y eficaz para impedir todo abuso? ¿Deberá suponerse, en vista de esto, que el legislador haya dado mayor importancia á la conservacion de los intereses pecuniarios que al desarrollo espiritual, ó bien que haya juzgado que el afecto paternal, suficiente para garantizar á los hijos una educacion conveniente, no basta para asegurarles la quieta y pacífica posesion de sus propios bienes?

Desechadas como de todo punto inadmisibles semejantes hipótesis, se presenta esta otra: el legislador ha declarado una obligacion sin ánimo de sancionarla, únicamente para revestir de mayor fuerza y solemnidad á un deber de los que se siguen Ilamando todavía, á pesar de la inexactitud del término, puramente morales. Esta interpretación, de todo punto extraña, por atribuir á la ley una funcion que en manera alguna le corresponde, no mereceria, ciertamente, los honores de la discusion si la misma conducta equívoca del legislador en este punto no hubiera venido á revestirla de un cierto valor. En el artículo que sigue inmediatamente á los antes citados, el 70, se impone á

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