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cuyos frutos deberán, en definitiva, recojer las generaciones futuras? Ante este problema que de suyo surge y se impone, la impotencia del criterio utilitario se hace manifiesta: el que intente resolverlo deberá discutir la ley de la solidaridad, la comunidad del fin que la humanidad persigue, la continuidad ó discontinuidad del órden del derecho á través de los tiempos: todo escepto la conveniencia, que no da guía ni camino para discernir aquí lo verdadero de lo falso.

Como se vé, el criterio de la utilidad resulta oscuro é insuficiente á la par: podríamos aplicar aquí aquel adagio vulgar, tan lleno de sentido é intencion, segua el cual nadie sabe lo que le conviene. Pero además, y como consecuencia de esta misma oscuridad, es la aplicacion de este criterio de la conveniencia eminentemente peligrosa. Conocida es la universal indignacion con que la conciencia pública ha condenado aquella tan conocida máxima de los jesuitas: "el fin justifica los medios." Pues bien, esta reprobacion no se refiere tanto al principio en sí mismo, como á las odiosas consecuencias que de su aplicacion, fácilmente torcida, pueden resultar. Entendida rectamente la afirmacion encierra una profundísima verdad bajo el doble punto de vista que pudiéramos llamar sujetivo y objetivo; lo primero, porque no pudiendo en realidad lograrse nunca el buen fin por medios malos, la bondad de aquel sirve de fundamento á la de estos; lo segundo, porque, radicando en la intencion todo el valor moral de los actos humanos, querer los medios que son necesarios para el fin bueno, es, en suma, querer el bien. ¿Dónde, pues, está aquí el error? Unicamente en haber pretendido erigir en criterio práctico una proposicion que solo puede aceptarse como principio metafísico.

Nada más peligroso, ciertamente, que autorizar á los hombres á elegir cualquier medio, so pretexto de que su fin es bueno. Nada tampoco más expuesto á error que el elevar á norma práctica y regla de conducta el principio de la utilidad, bajo el supuesto de que no puede ser nunca contrario á la justicia. En ambos casos el inconveniente es el mismo: un principio, en sí verdadero, es con facilidad aplicado torpemente. El hombre toma fácilmente por útil lo que le es agradable, en vez de lo que le es realmente provechoso. El criterio no es más cierto cuando

se aplica á la vida social: sabido es que el sálus populi ha sido siempre la justificacion de todos los grandes crímenes políticos. Preciso será, pues, buscar la razon de ser de la enseñanza obligatoria en base más firme que este principio falaz y peligroso. El principio de la justicia, relativamente claro, universal, inmutable, á todos presente y por todos respetado, es el único que puede darnos guía cierta para resolver el problema de la enseñanza obligatoria, como todos aquellos que á la libre direccion de la actividad individual ó social se refieren.

Con notable maestría ha abordado el ilustre Tiberghien (1) este aspecto jurídico de la cuestion. El insigne profesor belga ha aportado á la solucion del problema un elemento esencial, del cual no será lícito prescindir en lo sucesivo. "La instruccion es un derecho del niño, tal es su principio fundamental. Para justificarle recuerda Tiberghien, que el 'derecho no es otra cosa que "el conjunto de condiciones voluntarias que necesita el hombre para cumplir su destino," y una vez mostrado que la instruccion e3 una condicion indispensable para la realizacion de todos los fines de la vida, del científico como del artístico, del moral y religioso como del económico y del jurídico, deduce que el niño tiene un derecho incuestionable á ser provisto de este medio, sin el cual su mision en la vida no podria cumplirse. Ahora bien, ¿á quién compete la obligacion que es á este derecho consiguiente? En primer término, al padre. ¿Quién debe velar por que el derecho sea cumplido? La institucion jurídica, el Estado. ¿Y cuándo el padre carezca de los medios necesarios para satisfacer la obligacion de educar? Entónces el Estado mismo deberá tomar á su cargo la realizacion efectiva de un derecho que, sin su intervencion, quedaria desamparado é ineficaz.

Tal es, en brevísimo resúmen, la argumentacion del distinguido publicista. Con ser sólido, y á nuestro juicio, verdadero en el fondo, el razonamiento expuesto, se halla, no obstante, muy lejos de ser irreprochable. Su defecto más aparente, ya que no el capital, consiste en considerar al derecho como un órden esencialmente coactivo, siendo así que, por el contrario, la necesi

(1) La enseñanza obligatoria. Version castellana, por Hermenegildo Giner.-Madrid 1874.

dad de la coaccion exterior, solo aparece en una esfera muy limitada de relaciones jurídicas. En su aplicacion al caso que nos ocupa, no es grande el error que puede resultar de este falso concepto del derecho. La obligacion de educar reune, sin duda, como ya en otro lugar queda demostrado, todas las condiciones de un deber perfectamente coercible. Desde el momento en que la autoridad del padre de familia dejó de ser la potestas de los primeros tiempos de Roma, la intervencion del Estado para garantir el derecho del hijo, se hizo incuestionable. Así lo han entendido sin duda los legisladores modernos al estatuir ese sistema de garantías que en todos los países civilizados existen, al propósito de evitar todo abuso posible de la pátria potestad. Bien es verdad que nuestra ley, con una singular sobreestima de los intereses pecuniarios sobre los del espíritu, muestra tanta solicitud para garantizar los bienes de los hijos, como censurable abandono para cuanto se refiere al cultivo de sus facultades intelectuales y morales.

Como quiera que esto sea, la ley establece entre nosotros la obligacion de educar á los hijos, necesario es, sin duda, que esta prescripcion se haga práctica y eficaz, mediante la determinacion de una garantía y una sancion suficientes; pero no radica aquí la verdadera dificultad de la cuestion. Bien sea por una obligada aquiescencia á una disposicion evidentemente justa, bien por el hecho de ser, en no pocos países, ilusoria la obligacion impuesta á los padres, es lo cierto que la oposicion más ardiente y empeñada contra la enseñanza obligatoria, se ha ceñido casi exclusivamente á criticar la intervencion directa del poder público en la educacion de los niños; el ejercicio por el Estado de la funcion docente. Y precisamente en este punto, verdadero nudo de la cuestion, es en el que se muestra insuficiente la argumentacion de Tiberghien. De que el hijo tenga derecho á la educacion y el padre el deber correlativo de proporcionarla; de que incumba al Estado, como institucion jurídica, la mision de hacer efectiva juntamente la facultad del primero y la obligacion del segundo; no se sigue necesariamente que, en caso de imposibilidad por parte del padre, deba precisamente el Estado hacer efectivo por sí mismo el derecho del niño.

La mision del Estado no es la de satisfacer materialmente todas las precensiones jurídicas. Declara el derecho, le ampara, le sanciona, pero no le hace inmediatamente efectivo sino en aquel órden de relaciones públicas, cuya realizacion le compete. Así el acreedor tiene derecho, sin duda, para que la ley le garantice, dentro de ciertos límites, el cumplimiento del contra.o que ha efectuado, pero no le asiste igualmente para reclamar del Estado que haga efectivo un crédito que ha quedado sin satisfacer por insolvencia del deudor. Tal es la regla general respecto á la intervencion del Estado en las relaciones privadas: ciñéndonos á las de la familia, la ley determina, por ejemplo, las condiciones y la cuantía de los alimentos debidos, sin que por eso deba considerarse al Estado constituido en la obligacion de prestarlos el mismo, en caso de imposibilidad del obligado.

Posible es que, en punto á la educacion, sean más extensos los deberes del Estado; la obligacion de tomar aquí una parte activa, de realizar por sí mismo el derecho en vez de limitarse á ampararlo, pudiera muy bien ser una consecuencia de sus deberes generales de tutela, en cuyo caso habria que equiparar esta funcion á la proteccion de los huérfanos, de los enfermos, de los indigentes, que, no como suele pensarse por pura caridad, más por verdadera obligacion jurídica, efectúa.

Mas supuesto que la obligacion de educar revistiera este carácter especial, valía la pena de haberlo probado, en vez de dar por supuesto que el Estado debiera en este punto satisfacer, en defecto del obligado, la pretension jurídica, contra la regla general, universalmente reconocida y practicada. Tal es, á nuestro juicio, el defecto capital del razonamiento expuesto: á su luz, la disposicion del legislador que, más ó ménos claramente y de una manera más ó ménos eficaz, ha impuesto donde quiera al padre, la obligacio de educar á sus hijos, queda plenamente justificada, pero no resulta igualmente mostrado el deber del Estado de suplir la incapacidad dei padre, mediante el establecimiento, realizado por él mismo y á sus expensas, de un sistema de educacion pública y comun. Por regla general, el deber jurídico cesa cuando el personalmente afecto á su cumplimiento se halla imposibilitado de efectuarlo: ¿por qué no sucederia lo propio que con las demás obligaciones, con la obligacion de educar?-(Continuará). ALFREDO CALDERON.

LA MUERTA Y LA VIVA.

(Continuacion.)

CAPÍTULO V

No hay nada más difícil, más violento, que sostener ante la sociedad un rostro impasible cuando el pensamiento, sorprendido como un rio que vé interrumpido su curso de repente, se revuelve agitado, y parece envolver la razon en esos vapores de angustia suprema, de dolor agudo, que produce lo inesperado, cuando se trata de un suceso doloroso en un asunto que nos interesa.

Los labios obligados á sonreir adquieren una crispacion leve, pero fija: la mirada, que no vé, la vaguedad del sonambulismo; las lágrimas que rechazadas enérgicamente no pueden brotar, parecen caer sobre el corazon con ese murmullo sordo de la gota en la piedra, y el corazon, sofocado bajo ese impulso, agita su latido, para rechazarlas, conteniendo así la asfixia, que de ser larga esa situacion se haria inevitable.

Clara acababa de sufrir la agonía de lo imprevisto, mil veces más cruel que la más aguda pena cuando ésta se ha comprendido y se la espera.

Es imposible ponerse á cubierto en la vida de los pesares que sus eventualidades nos preparan, pero si no podemos negarnos á beber el cáliz de lágrimas, que como condicion precisa de la

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