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LA NOVELA DE FILIPINAS.

CANDELARIO (1).

I

Pasa á un cuarto de legua próximamente del pueblecito de A., situado en el centro de la provincia de B., un modesto riachuelo que se alimenta sin notable alteracion del lento tributo que en su seno depositan las vertientes, algunas entre peñascos y malezas escondidas, de una montaña vecina que en la estacion de las aguas llora por todos sus ojos, aunque no mucho, y en el verano propiamente dicho sirve de mesa y mantel en las giras y comilonas de los pobladores de A., sobre unos 200 entre indios y mestizos segun la última estadística formada por el P. Mariano, párroco de C. y á cuyo ministerio espiritual pertenece la visita de A., de importancia escasa todavía para tener por sí curato independiente.

No mide el tal riachuelo más de siete metros de ancho, y de largo como una media legua, desapareciendo luego trabajo

(1) Parecerá á los que no hayan estado en Filipinas ni oido hablar del carácter y las costumbres de aquellos naturales, hasta no más inverosímil el argumento de este ensayo, que someto tranquilo á la crítica de los que conozcan las singularidades del indio filipino.

13 Octubre 1880.-TOMO LXXVI.

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samente hasta morir sin aliento en el azulado mar que baña las costas de muchos pueblos de la provincia. Se cruzan sus orillas, de blanca arena cubiertas, mediante el sencillo y primitivo procedimiento de una balsa, ni tan fuerte que no infunda cierto temorcillo de naufragio á los que en ella se meten, ni tan rematadamente mala que no sirva para que pasen de un lado á otro los pocos vecinos de A. y C. que para el trasporte de sus personas la necesitan.

Llámase el rio, que pobre y todo rio es, Cavagan; y más allá de sus márgenes se crian cien y cien plantas y flores, útiles unas, desaprovechadas las más, que con su verdor eterno, su abundancia prodigiosa y su diversidad incalculable, se mantienen enhiestas para dar fé, en la medida de su relativa humildad, de que no es vana patraña ni exagerado amor patrio la hermosa y singularísima flora filipina.

Habian estado hasta poco antes de la fecha en que tiene su principio esta verídica historia, encargados de la balsa del rio Cavagan por órden del gobernadorcillo de C., un indio y una india, padres del chicuelo que ha de llamarse Candelario por el peregrino motivo que más adelante sabremos. Muerto el matrimonio-los compañeros, que dicen allí-á consecuencia de unas calenturas perniciosas que nadie, ni áun el mediquillo de A., curandero afamado entre los de punta, supo contener, por lo que fallecieron en el espacio de nueve dias y una noche, ella primero que él, dejando al muchacho el cuidado de su orfandad, en todas partes triste, si bien en Filipinas no tanto como en otras, á la par que el cuidado de la balsa ínterin designara el gobernadorcillo en razon y justicia el correspondiente sustituto.

Sintió el chico, como es natural, la muerte de sus padres; instalóse sólo y en sólo cabo en la cabaña que por todo patrimonio le dejáran, ató á su cintura con un bejuco el bolo de su padre, cubrió la juvenil cabeza con el salacó del país, y desnudo de medio cuerpo arriba Ꭹ de las rodillas abajo por tener cubierto lo demás con un ligerísimo calzoncillo de jareta á la manera de los de baño, dió comienzo á su nueva vida, esto es, á trasladar gentes de una á otra orilla más sério, silencioso y resignado, al parecer, que era de esperar en una criatura de doce

años. No faltó, á pesar del carácter apático de los indios, apatía que se explica en tales casos porque nadie carece allí de un plato ó puñado de morisqueta que comer, con lo cual tiene bastante el indígena, no faltó, digo, un alma caritativa que le propuso llevarle á su casa, emplearlo en su sementera y adoptarle como hijo.

El muchacho se negó en pocas palabras. Insistió la india— hembra habia de ser,-diciéndole que no tenia más familia un hermano con el que viviria cómodamente.

-No puedo.

-¿Te queda aún familia? ¿Tienes hermanos?

que

-No,-contestó secamente el chiquillo escarbando en la tierra con un pedazo de caña, mientras dejaba vagar sus ojos por la tranquila superficie del rio Cavagan.

-Conocí á tu madre,-dijo la india ofreciéndole un buyo que aceptó,- y á tu padre. Tu madre se casó el mismo dia que yo, y fué tu padre camarada de mi hermano, por cuyo gallo apostaba siempre (1). Ya ves que debo tenerte buena voluntad. Díme lo que piensas hacer, ó vente conmigo á C., donde hablaremos al Capitan para que ponga aquí otra persona.

-Gracias, no puedo.

-Luego te quedas al cuidado de la balsa?

-Dile al Capitan,-los indios entre sí no conocen más tratamiento que el de tú,-que mande á otro en mi lugar.

—¿Y qué vas á hacer despues?

-No lo sé, replicó el muchacho, dirigiendo su vista á la cresta de un espeso monte que á lo lejos divisaba.

Marchóse la india sin haber conseguido nada.

A los dos dias de semejante conversacion y cinco de la orfandad de nuestro personaje, hallábase éste, como á cosa de las nueve de una noche de lluvia, relámpagos y truenos, sentado en la escalera de su cabaña, situada frente por frente del camino de C., de modo que se viesen desde ella á los que, viajando há

(1) Sabido es que la única, pero incurable diversion de los indios es la riña de gallos, y que su amor á éstos lo confunden con el amor á los hijos. Hay cien pruebas de esta afirmacion, que entrego á los que conozcan el país.

cia A., necesitaren el servicio de la balsa. La inteligencia con que habia sido levantada la modestísima cabaña permitia ejercer idéntica vigilancia por la parte del camino A.

No conocen, por fortuna suya, los indios la romántica desesperacion que, áun para casos de poca monta, en otros pueblos se estila. Nada de gritos ni exclamaciones, ménos aun de posturas académicas que, en fuerza de ser ridículas, hacen reir al dolor mismo. La más elocuente manifestacion que arranca la pena á aquellos naturales es el silencio, á lo sumo interrumpido por monosílabos y gestos antes fisiológicos que reflexivos.

No poseen tampoco en su cerebro la cantidad de entendimiento que otras razas, por lo cual, sin duda, no sólo penetran poco ó no penetran nada en el abismo que las miserias y congojas de la vida tienen constantemente abierto á nuestro discurso, por superficial que este sea, sino que apenas se hacen cargo de las cosas más graves, mirándolas todas con un estoicismo filosóficode algun modo he de llamarle, que asombra y maravilla.

Diríase que así como nuestra cabeza está sin interrupcion caldeada por el fuego de su poderoso huésped, la del indio permanece fria por la soledad-relativa, por supuesto, en que vive. Ni puede de otra suerte explicarse el estacionamiento, doloroso, en verdad, de los hijos de la antigua Malasia, para quienes los siglos trascurren estérilmente, sin dejar otra huella que la que deja el vuelo del ave en el espacio.

Estaba el chicuelo, como digo, sentado en la escalera de caña de su vivienda, á la que servian de alero muchas y grandes hojas de nipa, de tal manera tejidas y colocadas en prevision de la época de las aguas, que, áun goteando sin cesar, resguardaban al huérfano de lo más récio de la lluvia.

El dia de la Vírgen de Agosto habia nuestro pequeño indio cumplido los doce años. Era para su corta edad más bien alto que bajo, rehecho, fuerte, de espaldas enérgicamente desarrolladas, pecho ancho y huesoso, brazos robustos, agilísimas piernas y piés feos y súcios. Su cabeza, que hemos dejado para lo último por ser en él lo más interesante, no era idéntica á la de sus paisanos.

Es indudable para los frenólogos que á la depresion en el ángulo facial en el órden físico responde una depresion moral é

intelectual. En el indio malayo es un hecho claro como la luz meridiana, de esos que no admiten duda.

Pues bien; en nuestro personaje no era esta depresion tan pronunciada. Permitia, vista despacio, la esperanza de un entendimiento no comun entre los malayos. Indios he conocido yo de inteligencia grandísima, verdaderamente notable; empeio en la masa general la aurora y el crepúsculo se confunden, resultando una eterna penumbra. La configuracion de la cabeza que examinamos, ni tan achatada en su ángulo facial que por india pura se tomase, ni tan prominente que con la nuestra rivalizara, era un término medio en condiciones acaso de arrojar de sí la palidez del crepúsculo y quedarse para siempre con la claridad de la

aurora.

Los ojos del muchacho eran negros y hasta un tantico vivos, bien marcadas las cejas, grande la boca, blancos como el armiño los dientes, entre aguileña y malaya la nariz, y toda su persona de ese color moreno subido que participa del chocolate.

Ensimismado estaba el huérfano en no sabemos qué reflexiones, interrumpidas tan sólo en su silencio por el ruido de la lluvia y de su tonante compañera la tempestad, cuando levantó de pronto la cabeza dirigiendo su vista al camino de C.

Parecióle haber oido por aquella parte el galopar de un caballo, y se preparó á prestar al viajero el servicio necesario de la balsa, importándole poco la lluvia, pues á ella están acostumdos aquellos naturales como nosotros al buen tiempo.

Preguntóse interiormente quién sería á tales horas y circunstancias. Acaso un castila del cuerpo de carabineros; tal vez un chino avaro del negocio antes que de la salud; quizá el mediquillo de C. llamado aquella mañana para asistir á un parto ú otra operacion semejante. ¿Sería el P. Mariano que iba á confesar algun enfermo de gravedad?

Con el ojo atento hácia C. nada, sin embargo, veia, aunque en los leves paréntesis de los truenos llegaba á sus oidos, y cada vez más próximo, el galope, ni cansado ni rápido, de un caballo.

Algunos momentos despues de hacerse las preguntas anteriores, apareció en la orilla un ginete vestido de bla ico, cubierta la cabeza con u ancho salacó y armado de paraguas encarnado

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