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Asistíamos una noche en el Real á una ópera mil veces puesta en escena y que se pondrá otras mil, porque las obras del génio no envejecen nunca.

Yo sabía que los ruidosos amores de Alfonso XI con Leonor de Guzman habian servido de tema al autor literario; pero, como no habia leido el drama, hasta que pusiste en mis manos el libreto, ignoraba que la escena se abria en Santiago de Compostela, nuestra ciudad natal.

¡Con cuán inalterable atencion escuché, despues de hojear aquellas páginas, La Favorita!

Nunca me pareció más inspirado el bello espartitto.

Nunca el génio de Donizetti despertó en mi alma más gratas sensaciones.

El severo claustro que apareció al alzarse el telon, trajo á mi memoria los grandes monumentos que erigió en aquella ciudad el arte cristiano.

Creyéndome ya en su seno,

-¿Qué monasterio será ese?-me dije,-fijando la vista en las

altas é istriadas columnas que en aérea perspectiva parecian perderse en el interior del cláustro, como alineados abetos en el fondo de una enramada.

El coro de religiosos se adelantó por el espacioso escenario con lento paso y reposada actitud.

Al ver el hábito blanco y el rojo escudo de los frailes, reconocí la órden y reconocí el convento.

Eran los religiosos de la Merced.

Eran los redentores de los cautivos de Africa.

Eran los que descendian á las mazmorras de Túnez y de Argel, y trocaban su libertad por la cadena del que gemia en duro calabozo.

¡Sacrificio heróico, que no ha de hacer jamás por el hermano suyo el deista ni el ateo, el partidario de ésta ni de aquella escuela filosófica!

Su abnegacion se imponia hasta á los más encarnizados enemigos del nombre cristiano.

Aradino y Dragut, aquellos feroces piratas, terror del Mediterráneo, abrian paso por entre sus temibles galeras á una frágil barca con vela latina, que llevaba en su tope una bandera blanca con la cruz roja de la Merced.

Triunfo más glorioso que cuantos se obtienen en el humeante fragor de las batallas, y que, sin duda, previó Jaime el Conquistador cuando vistió por su mano la toca militar á Pedro Nolasco, fundador de la órden, porque los hombres superiores tienen el dón de penetrar el porvenir.

Recuerdo que terminaba por entonces la temporada teatral, y que á los pocos dias tú te incorporabas al ejército del Norte, donde estaba tu batería con las mechas encendidas, y yo me dirigia á Santiago.

Una vez en aquella ilustre ciudad, mi primer deseo fué visitar el monasterio de la Merced, situado á un corto paseo de la poblacion, en la jurisdiccion municipal de Conjo..

Ya sabes que Santiago, durante el invierno, es como las antiguas ciudades de Alemania, una ciudad letárgica y taciturna; apenas cesan las lluvias, grupos de pardas nubes cruzan á cada momento el horizonte descargando copiosos turbiones que, impelidos por el vendaval, se estrellan en sus cien cúpulasde granito.

Pero sabes tambien, que allá, en el mes de Mayo, cuando con cluye al fin aquel llover y aquel soplar, que muchos creen ya interminable, la naturaleza, acaso por esa ley de las compensaciones que se cumple en lo físico como en lo moral, aparece fastuosa y sonriente como en pocos países en las cercanías de Santiago.

Una de esas tardes de muelle temperatura y balsámico ambiente, fué la elegida por mí para visitar la abandonada casa de los mercenarios.

Dirigíme allí en compañía de un amigo complaciente, amigo á la vez del único huésped del convento, religioso exclaustrado de la Orden, y entonces abad de la feligresía de Conjo, cuya iglesia parroquial es hoy la iglesia del monasterio.

Entramos en la iglesia, y de la iglesia pasamos al cláustro, de la misma arquitectura, por rara coincidencia, que el pintado por Busatto para la representacion de la Favorita.

En vez de los torrentes de gas que iluminan la decoracion de la ópera, le iluminaba débilmente la última luz de la tarde.

En vez de las apasionadas notas de Leonora, oíamos los gorgeos de las golondrinas que revoloteaban entre aquellas columnas abandonadas, y casi ruinosas como las de Pompeya.

Subimos á la habitacion del párroco.

Era un octogenario de ascética figura.

Ocupaba la misma celda que le habia designado el prior al tomar el hábito en 1832.

Una modesta cama de nogal, un armario de pino pintado de azul, unas cuantas sillas de junco y un sillon de vaqueta que servia de asiento á una mesa-escritorio, sobre la cual se veian algunos libros, constituian todo el mobiliario.

Por indicacion de mi curioso amigo, el respetable exclaustrado abrió el armario y nos enseñó, como la única curiosidad que poseía, unos cuantos in-folios en pergamino.

"Son los últimos restos del archivo,-nos dijo,-que yo me encargué de custodiar. Hay notables manuscritos de algunos hermanos de la órden. El más notable, en mi concepto, es el que constituyen las Memorias del prior fray Gonzalo de Leiva, que describe en bello estilo los sucesos en que tomó parte."

Estas palabras despertaron en mí tal curiosidad, que desde

luego me permití solicitar del religioso, en los términos más insinuantes, la lectura del manuscrito, favor que inmediatamente me concedió.

-¿De manera,-le dige,-que vendré mañana á esta hora si no es para Vd. intempestiva?

-No. Es la mejor hora.

En efecto, al dia siguiente me presenté con exacta puntualidad.

Por no interrumpir en su celda al religioso, le rogué que me permitiese pasar al bosque, y allí, á la orilla del Sar, sentado al pié de un frondoso castaño, tomé del pergamino algunos apuntes, y con solo ponerlos en órden, me han dado este sencillo cuento que tengo, hermano mio, el gusto de dedicarte, ya que tú me pusiste en la pista que me condujo al olvidado monasterio.

CAPÍTULO PRIMERO.

I

Corria el mes de Abril de 1509.

El dia en que comienza nuestra verídica historia, habia amanecido claro y radiante, y espiraba envuelto en condensados nubarrones.

El cielo y la atmósfera, lo mismo que el brusco y arremolinado Sudoeste que silbaba de vez en cuando, anunciaban una de esas tenebrosas y prolongadas tempestades con que suele iniciarse la primavera en las costas de Galicia.

Los frailes mercenarios de Compostela, de vuelta de su paseo ordinario, pisaban los umbrales del convento cuando serpeaba á sus espaldas el relámpago entre los altos pinos del bosque.

Nuestros religiosos no por eso aceleraron el paso.

La vista baja, en actitud austera, grave y sereno el semblante, penetraron en el cláustro antes de descargar el aguacero, sin dejar oir otro rumor que el de sus pisadas sobre el pavimento de granito.

Veíanse entre los frailes rostros atezados, casi ennegrecidos

por el sol del Africa, y se notaban en casí todos las huellas de una prematura vejez.

Descollaba entre ellos, por su elevada estatura, el prior fray Gonzalo de Leiva. Era un hombre de cincuenta años. Su luenga barba grís y su hábito blanco, sobre el cual resaltaba el rojo escudo de la órden, le daban un aspecto venerabilísimo.

Antes de entrar en la iglesia, donde los frailes rezaban siempre al volver de su paseo la oracion de la tarde, un lego puso en manos del prior un oficio de carácter urgente.

II

El prior se detuvo.

Al detenerse el prior se detuvo la comunidad, abriéndose en dos filas y fijando todos la vista en su superior, como si quisieran leer en su semblante la impresion que le causaba la lectura.

El prior abrió el pergamino que estaba cerrado con cera encarnada, sobre la cual resaltaba un escudo con dos cabezas de lobo.

Su rostro se animaba á medida que iba leyendo y se animaban tambien los de los frailes, que se miraban unos á otros llenos de curiosidad.

Cuando hubo concluido les anunció que iba á enterarles de un suceso que á todos interesaba, y todos le rodearon formando un vasto semicírculo.

-Una fausta nueva,-dijo;-una fausta nueva, hermanos mios, nos comunica nuestro protector el conde de Altamira. Se está organizando en Castilla un poderoso ejército para llevar la guerra á los moros de allende el Mediterráneo, y tomar justa venganza de los ultrajes que nos infieren. Es el único remedio que queda si hemos de poder hacer algo por los muchos españoles que lloran en amargo cautiverio, porque los esfuerzos de la Orden iban ya siendo ilusorios. El conde de Altamira mandará las armas de Galicia, y quiere que le designe los hermanos de la Merced que han de acompañarle en la expedicion. Mañana saldré para el castillo. Roguemos entre tanto al Dios de los ejércitos por el triunfo de nuestras armas.

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