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bien en aquel momento á darcuenta de un pote de berzas, nabos y habichuelas, condimentado con algo de cerdo y de una olla de castañas cocidas, no sentándose en el suelo como los marrðquíes y llevando todos la cuchara ó los dedos al mismo plato, sino ocupando cada uno su asiento de madera y recibiendo la racion correspondiente de manos de la madre en una escudilla de barro.

El sirviente del prior, despues de contar nueve varones y cuatro hembras, se santiguó tres veces.

Asombro que se explica y que subió de punto cuando vió todavía aparecer por la puerta del corral, con las vacas y el arado, un robusto chico de catorce años, y por la de la era, con un haz de fresco y aromático heno, una hermosa jóven de quince, cuyas trenzas rubio-oscuras caian sobre un dengue color grana como sus mejillas, en las cuales clavó el lego compungida mirada, ayudando caritativamente á la moza, mientras la madre freia las truchas, á extender la yerba sobre el pesebre, medianil de un metro de altura, que en la cabaña gallega separa la cocina del establo, donde es preciso tener los rumiantes á la vista para librarles de la boca de los lobos y del mal de ojo que pudieran hacerles brujas y hechiceros.

Y cuando unos y otros concluyeron de almorzar, los adeanos volvieron á sus quehaceres, y los viajeros, despues de reposar algunos minutos el almuerzo, tomaron la vuelta de Pena-Marela, sierra escabrosísima, por la calzada que dá acceso al castillo de Rodrigo de Osorio, con gran disgusto del lego, que hubiera deseado permanecer más tiempo en el molino.

JOSÉ BECERRA ARMESTO.

(Continuará.)

LA MUERTA Y LA VIVA.

(Continuacion.)

CAPÍTULO X.

Al dia siguiente de aquel en que tuvieron lugar los sucesos que dejamos referidos, Nicolás Solís tenia un nuevo dolor, y un motivo más de desesperacion.

La negra Luisa habia desaparecido; el cadáver de la anciana señora, abuela de Teodosia, se habia hallado entre los escombros humeantes de la casa incendiada, y la pobre niña, que la casualidad habia puesto bajo su amparo, estaba gravemente enferma en una casa de campo, donde Solís solia encontrar asilo cuando los azares de su vida aventurera le llevaban por aquel lado.

De pié, junto al lecho en que la dulce niña yacía, estaba Solís sombrío é inmóvil.

Aprovechemos este momento para darle á conocer á nuestros

lectores.

Su edad ya la sabemos, y en verdad que la revelaba desde luego su rostro.

Alto, delgado, con ojos y cabellos negros, frente ancha y cutis tostado por el sol, habia en aquella erguida y soberbia cabeza, en aquella altiva mirada algo que dominaba, que imponia.

Su barba, negra, ostentaba ya algunas hebras de plata, y era fina y rizada; sus manos y sus piés de forma distinguida.

TOMO LXXVI.

33

Sus ojos, de mirada audaz y fija, tenian una tristeza tal, una expresion tan sombría, que parecia que todo lo habian visto y de todo se habian cansado.

Su boca se unia por la despreciatíva y amarga sonrisa á la expresion de sus ojos..

Nicolás Solís tenia esa historia triste y simpática que puede servir, con pequeñas variantes de nombres y lugares, para todos los seres inteligentes que se lanzan á la vida llenos de entusiasmo, sin conocer de su realidad otra cosa que sus propios sentimientos.

¿Qué hace el mundo de esos tesoros de fé y esperanza que se le consagran?

¿De qué manera utiliza la sociedad ese calor generoso del alma, esa espontánea florescencia del corazon, que el neófito de la vida tan ardientemente le ofrece?...

La sociedad acoge indiferente esas ricas manifestaciones del cándido optimismo juvenil, y para deshacerlas pone ante el alma vírgen de dolores la realidad de las cosas, ya bajo la forma del amigo que explota y arruina, ya bajo la de la mujer amada que olvida y abandona, ya con la del dolor, ya con la del crímen, que ni una sola de las doradas ilusiones de la alborada del pensamiento escapa á esa ley fatal del hecho, brutalmente real, que las aplasta bajo su peso grosero.

Nicolás habia creido en todo... y el desengaño le habia llevado á no creer en nada.

Generoso y leal ofrecia sus creencias como homenaje á las virtudes que presentia, y al hallar en vez de ellas vicios, ambiciones y miserias, se avergonzaba de su confianza, y el ri dículo acababa la obra comenzada por el dolor.

Así llegó á ser lo que era: un extraño filósofo que habia sacado una particular enseñanza de las lecciones de la esperiencia; un incrédulo que hubiera dado cuanto le quedaba de vida por volver á creer un solo instante; un alma de niño que sonreia con desprecio á las seducciones de la vida, y ocultaba en sí misma el riquísimo tesoro de ternura que el mundo no pudo agotar.

Habia amado, ó creido amar, que en asuntos del corazon tanto monta, á la madre de su hija, y aquella mujer vulgar y

sin grandes atractivos, no habia sabido comprender lo que valía el amor caprichoso, pero sublime, de un hombre como Nicolás.

Pareció quererle, pero se cansó pronto de aquella pasion ardorosa y exclusiva, y le abandonó sin que Nicolás volviese á saber su paradero.

Nicolás sintió el golpe que su ídolo hacía al caer y romperse en pedazos, como un eco de agonía, no era la mujer la que se iba, era la fé la que con ella se perdia para siempre...

Sin embargo, aún podia y debia amar, puesto que tenia á su hija, ese amor del cielo que no cambia al bajar á la tierra. La mujer pasó; quedó el ángel.

Sus dos amores se fundieron en uno, como dos llamas encuentran, como dos reflejos que se unen.

que se

La amó como él sabia amar, como aman todos los séres superiores, con fiebie, con delirio, con la agonía eterna de la sed de lo infinito.

¡Su hija murió!...

Los que hayais visto morir al sér en quien teniais concentrada toda vuestra vida, comprendereis el vacío horrible que se hace en torno del corazon, y que asfixia.

Por instinto, como se buscaria atmósfera para respirar, se buscan para vivir los afectos: el pensamiento rechaza la nada, como toda fuerza viva arroja de sí la muerte.

Pero estos afectos no son ya la sensacion suave y purísima con que despertamos á la vida del sentimiento; son la fiebre dolorosa del que se aferra á lo imposible, tan inútilmente como la raíz de una planta á la ingrata corteza de la roca.

Y cuando esos esfuerzos se miden por la fria razon, que nada espera, y se sostienen por ese loco anhelar del corazon, que siente engañarse esperando, resulta un horrible martirio, mil veces peor que la muerte.

¡Era, pues, muy fácil

edad como un loco!!

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Sentia la sed de lo infinito y buscaba la fuente regeneradora que habia de saciarle.

Olvidaba que la dicha no nos la dan, ni los afectos ni la fortuna, la llevamos en nosotros mismos, está en la confianza de la vida, pero de ningun modo en el amargo vacío del desencanto.

Veámosle luchar con sus propios sentimientos, pues, conociéndole ya, nos será más fácil comprenderle.

Volvamos, pues, á su lado, y perdone el lector si le hemos entretenido con nuestras reflexiones: hay veces en que el novelista se olvida de que escribe una novela.

CAPITULO XI

La mirada de Nicolás, sombría y extrañamente fija en Teodosia, demostraba hasta qué punto le preocupaba la pobre niña abandonada. De un lado su deber, las obligaciones contraidas; de otro una inocente criatura sola, enferma, confiada á él por un extraño misterio de la Providencia ó del destino, segun él creia, le atraian con igual fuerza.

-Y bien,-se dijo al cabo,-entre ellos y yo sólo soy un hombre más; mi presencia no es esencial ni decisiva, pueden pasarse sin mí; para ella yo soy todo... está enferma, está sola, morirá acaso, y se parece á mi hija; yo no debo dejarla.

-Acaso,-proseguia sonriéndose, sea esto un accidente de algunas horas, y entonces volveré; mi ausencia no puede extrañarse, me he alejado muchas veces,.. y luego están cansados, desalentados, puede ser que se alegren de verse libres de mí... De todos modos, y sea lo que quiera, no puedo abandonar á esta niña hasta verla salvada ó muerta.

Una vez aceptada esta resolucion, Nicolás sólo pensó en salvar á Teodosia.

El espanto del incendio, las emociones sufridas en aquella noche dolorosa, la humedad del bosque, todo contribuyó á encender en las venas de la pobre niña una fiebre tan intensa que parecia inextinguible.

Llamaba delirando á su madre, á Luisa, y cuando Nicolás se aproximaba á ella, cuando apoyaba su mano sobre aquella blanca frente que ardia con la calentura, la niña sonreia y dejaba de quejarse.

Hubo un momento en que Nicolás creyó morir de dolor: Teodosia murmuraba palabras ininteligibles; su boca seca y ardorosa parecia devorarlas á medias; sus ojos buscaban con extravío algun objeto invisible, y sus brazos se extendian con anhelo.

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