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X.

A pesar de todo este progreso legislativo y literario, á pesar tambien de las instituciones y de las libertades políticas, y del espíritu caballeresco, hallábase España en los últimos tiempos del reinado de Enrique IV. de Castilla en uno de aquellos períodos de abatimiento, de pobreza, de inmoralidad, de desquiciamiento y de anarquía, que inspiran melancólicos presagios sobre la suerte futura de una nacion é infunde recelos de que se repita una de aquellas grandes catástrofes que en circunstancias análogas suelen sobrevenir á los estados. ¿Habia de permitir la Providencia que por premio de más de siete siglos de terrible lucha y de esfuerzos heróicos por conquistar su independencia y defender su fé, hubiera de cacr de nuevo esta nacion tan maravillosamente trabajada y sufrida en poder de estrañas gentes?

No: bastaba ya de calamidades y de pruebas; bastaba ya de infortunios. Cuando más inminente parecia su disolucion, por una estraña combinacion de

eventualidades viene á ocupar el trono de Castilla una tierna princesa, hija de un rey débil, y hermana del máş impotente y apocado monarca. Esta tierna princesa es la magnánima Isabel.

La escena cambia: la decoracion se trasforma; y vamos á asistir al magnífico espectáculo de un pueblo que resucita, que nace á nueva vida, que se levanta, que se organiza, que crece, que adquiere proporciones colosales, que deja pequeños á todos los pueblos del mundo, todo bajo el genio benéfico y tutelar de una muger.

Inspiracion ó talento, inclinacion ó cálculo político, entre la multitud de príncipes y personages que aspiran con empeño á obtener su mano, Isabel se fija irrevocablemente en el infante de Aragon, en quien por un concurso de no menos estrañas combinaciones recae la herencia de aquel reino. Enlázanse los príncipes y las coronas; la concordia conyugal trae la concordia política; es un doble consorcio de monarcas y de monarquías; y aunque todavía sean Isabel de Castilla y Fernando de Aragon, el que les suceda no será ya rey de Aragon ni rey de Castilla, sino rey de España: palabra apetecida, que no habíamos podido pronunciar en tantos centenares de años como hemos históricamente recorrido. Comienza la unidad.

Gran príncipe el monarca aragonés, sin dejar de serlo lo parece menos al lado de la reina de Castilla. Asociados en la gobernacion de los reinos como en

la vida doméstica, sus firmas van unidas como sus voluntades; Tanto monta» es la empresa de sus banderas Son dos planetas que iluminan á un tiempo el horizonte español, pero el mayor brillo del uno modera sin eclipsarle la luz del otro. La magnanimidad y la virtud, la devocion y el espíritu caballeresco de la reina descuellan sobre la política fria y calculada, reservada y astuta del rey. Los altos pensamientos, las inspiraciones elevadas vienen de la reina. El rey es grande, la reina eminente. Tendrá España príncipes que igualen ó excedan á Fernando; vendrá su nieto rodeado de gloria y asombrando al mundo: pasarán generaciones, dinastías y siglos antes que aparezca otra Isabel.

La anarquía social, la licencia y el estrago de costumbres, triste herencia de una sucesion de reina

dos ó corrompidos ó flojos, desaparecen como por encanto. Isabel se consagra á esta nueva tarea, primera necesidad en un reino, con la energía de un reformador resuelto y alentado, con la prudencia de un consumado político. Sin consideracion á clases ni alcurnias enfrena y castiga á los bandoleros humildes y á los bandidos aristocratas; y los baluartes de la espoliacion y de la tiranía, y las guaridas de los altos criminales son arrasadas por los cimientos. A poco tiempo la seguridad pública se afianza, se marcha sin temor por los caminos, los ciudadanos de las poblaciones se entregan sin temor á sus ocupaciones

tranquilas, el órden público se restablece, los tribunales administran justicia. Es la reina la que los preside, la que oye las quejas de sus súbditos, la que repara los agravios. Los antiguos tuvieron necesidad de fingir una Astrea y una Temis que bajaran del cielo á hacer justicia á los hombres, é inventaron la edad de oro. España tuvo una reina que hizo realidad la fábula.

Isabel encuentra una nobleza valiente, pero licenciosa; guerrera, pero relajada; poderosa, pero turbulenta y díscola. Primero la humilla para robustecer. la magestad; despues la moralizará instruyéndola.

Ya no se levantan nuevos castillos: ya no se ponen las armas reales en los escudos de los grandes: las mercedes inmerecidas, otorgadas por príncipes débiles y pródigos, son revocadas, y sus pingües rentas vuelven á acrecer las rentas de la corona, que se aumentan en tres cuartas partes. La arrogante grandeza enmudece ante la imponente energía de la magestad, y el trono de Castilla recobra su perdido poder y su empañado brillo, porque se he sentado sobre él la muger fuerte.

Honrando los talentos, las letras y la magistratura, y elevando á los cargos públicos á los hombres de mé rito aunque sean del pueblo, enseña á los magnates que hay profesiones nobles que no son la milicia, virtudes sociales que no son el valor militar, y que la cuna dorada ha dejado de ser un título de monopolio

para los honores, las influencias y la participacion del poder. Los grandes comprenden que necesitan ya saber para influir, y que el prestigio se les escapa si no descienden de los artesonados salones de los viejos castillos góticos á las modestas aulas de los colegios á disputar los laureles literarios á los que antes miraban con superioridad desdeñosa. Aquellos orgullosos magnates que enamorados de la espada habian menospreciado las letras, van despues á enseñarlas con gloria en las universidades, y obligan á decir á Jovio en el Elogio de Lebrija, que no era tenido por noble el que mostraba aversion á las letras y á los estudios.. Ha hecho pues Isabel de una nobleza feroz una nobleza culta; ha enuoblecido la nobleza.

Esos opulentos y altivos grandes-maestres, señores de castillos y de pueblos, de encomiendas y de beneficios, de lanzas y de vasallos, que tantas veces han desafiado y puesto en conflicto la autoridad real con su caballería sagrada, ya no conmoverán más el sólio, ni se turbará más la paz del reino en cada vacante de estas altas dignidades, porque ya no hay más grandes-maestres de las órdenes militares que los monarcas mismos.

Hay revoluciones sociales que nos inducen á creer que no siempre las épocas producen los reformadores, ni siempre los cambios de condicion que sufre un pueblo han venido preparados por las leyes, las costumbres y las ideas. Por lo menos nos es fuerza reconocer

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