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nistros del altar un poco más que buenas palabras. El jóven, el eter namente jóven ministro de Hacienda parece que respondió que, individualmente, él no deseaba otra cosa; pero que, economicamente, él tenia que esperar á que los nuevos inspectores de Hacienda diesen sus infalibles resultados, y prometió que los primeros millones con que esos funcionarios aumenten las rentas públicas se dedicarán á esa atencion de misa y olla.

Despues parece que se trataron no ménos someramente algu-. nos otros asuntos relativamente interesantes. Se habló del nuevo ayuntamiento de Málaga, que ha quitado de sus oficios las clásicas iniciales S. N. (servicio nacional), como contrarias al dogma de la federacion, por su significado unitario, sustituyéndolas con las de S. P. (servicio público) en que todo cabe. Y esto arrancó, naturalmente, una sonrisa al gobierno. Se habló tambien algo, muy poco, de la dimision del general Alaminos, respetando la decision de este teniente general, que no crée deber ir á Zaragoza, donde hace dos años no era más que brigadier. Se dieron noticias circunstanciadas de la última reunion carlista en casa del marqués de Gramosa, y se convino en que ahí nos las den todas. Se leyeron algunos despachos de Francia, conviniendo en que trasladasen al Sr. Olózaga para que no pierda el hilo de los sucesos de la patria de su embajada. Se indicó al Sr. Padial para capitan de Guardias del rey, presentándose la pequeña dificultad de que no reune las condiciones reglamentarias que el puesto exige, porque ni está en la mitad de la escala de los de su clase, ni tiene todavía la cruz de San Hermenegildo. Y, por último, se pronunció la fatal palabra: Elecciones. Un movimiento de concentracion en si mismos agitó rápidamente todos los espíritus, y el primer trueno salió, con retumbancia que estaba en razon directa de la anterior compresion, de lábios de un ministro cuyo nombre ignoramos.

Pero el nombre no hace al caso. Lo importante es que ese ministro parece que formuló directa, concreta y elocuentemente una queja. La queja procedia de algunas graves noticias acerca de la conducta de ciertos gobernadores de provincia, de procedencia republicana, es decir, democrática, ó mejor dicho, cimbria. S. E. aseguró que tenia motivos fehacientes para saber que algunos de esos gobernadores, divorciándose del espíritu del gobierno, haciendo casɔ omiso de las cir— culares reservadas y sensatas de su jefe, y dándosele una higa del

criterio de la situacion, no solamente no guardaban en los distritos electorales la absoluta neutralidad de ordenanza, sino que protegian abierta, resuelta y escandalosamente á candidatos que no tenian la menor nocion de monarquismo. En vista de lo cual, S. E. rogó encarecidamente á sus compañeros que le dijesen á dónde se va por ese camino.

Y aquí fué Troya, es decir, aquí estuvo el gran interés de la conferencia. Pedir la palabra, tomarla sin aguardar la concesion, levantarsė, acalorarse, gesticular, medir á grandes pasos la estancia y mostrarse en el paroxismo de una democracia de primer órden; todo eso nos aseguran que fué obra de un instante para el Sr. Martos,

Yo diré muy claramente á mi digno compañero, dicen que dijo el autor de la circular diplomática, á dónde vamos por ese camino: vamos pura y simplemente á donde debemos ir: al triunfo de los derechos del hombre, de esos derechos santos que desde 1793 están pugnando por abrirse paso desde París á Madrid. A eso vamos. Y los gobernadores que para eso hacen lo que hacen, y mi escelente amigo el señor ministro de la Gobernacion que no los quita, y la monarquía y la libertad, y nuestras carteras, y todo cuanto hay actualmente de respetable en este país, se salvará por ese único camino. Digo, me parece, señores, que no pondremos todavía en tela de juicio el credo democrático. ¿Qué importan ante él ni las elecciones, ni la mayoría, ni la política práctica? Señores: se dice que el cimbrismo no es un partido; es verdad: no es un partido en España, pero es un partido universal. La humanidad, salvo la Prusia, es demócrata. ¿Lo dudais?...

Pero al llegar el gran orador internacional á este punto, el presi– dente, previendo el giro inútil y la proligidad temerosa de la discusion, y atendiendo á lo espirante del crepúsculo, parece que suspendió el acto, proponiendo y obteniendo que se trate el asunto en otra ó en otras sucesivas conferencias. Terminó, pues, el Consejo. El tolerante duque de la Torre acompañó con su habitual cortesía á sus compañeros hasta la puerta, les dió allí el último estrujon de manos, y al que— darse solo en la semi-oscuridad de su despacho, dicen que alzó los ojos. al techo y que exclamó con el gracejo natural de su andalucismo: ¡Qué conciliacion, qué elecciones y qué precisa asistencia!

UN ESTUDIO.

(15 de Febrero.)

No hay cosa más socorrida que la filosofía, sobre todo para los viejos. Estamos seguros de que el primer filósofo tenia, por lo menos, sus cincuenta navidades. ¿Qué cosa más natural en la soberbia humana que hacer de tripas corazón? Cuando uno empieza á entrar verdaderamente en años, y á convencerse de que no es posible volver á ser jóven, entonces y solo entonces es cuando se le ocurre que la juventud física, como todo lo que se refiere á la deleznable materia, no vale un comino, y que hay otra juventud interna, la del espíritu, la del sentimiento, que es la buena, que es la constante. Todos los calvos que se estiman han tenido buen pelo; todos los ex-jóvenes que reflexionan convienen en que la nieve del cabello no significa nada ante el fuego perpétuo del corazon. Por algo se dice que el que no se consuela es porque no quiere.

Considerada esta grave cuestion filosófica á través del prisma de la política, es imposible no dar la razon á los partidarios de la juventud moral. Políticamente hablando, el ser físicamente jóven no le sirve á Vd. para nada bueno. ¿Quién no ha tenido en sus verdes años instintos demagógicos, quién no ha sido miliciano, quién no ha creido capaces de gobernar á los radicales? En cambio, es muy difícil que, apagados los ardores irreflexivos de los veinticinco abriles, todo hombre (racional, se entiende) que llega á hallarse definitivamente á solas con su conciencia, no se ria de los radicalismos en general y de la patriotería de ciertos españoles en particular.

La revolucion ha tenido y tiene, sin embargo, un tipo, personaje, notabilidad ó como quiera llamársele, que es un verdadero animado estudio de esa compleja tésis filosófica. Movíase en estos últimos tiem

pos en el fondo de nuestros círculos políticos un doncel simpático, espresivo, espansivo, cuya atraccion personal vencia en todas partes las austeridades más resistentes á la amistad inexplicable, uno de esos caractéres que imponen la tolerancia y el apreton de manos como contribucion forzosa, y de cuyo conocimiento no es lícito á nadie carecer en una sociedad culta, que tiene salones accesibles á un frac bien llevado, y público siempre dispuesto á oir todas las facundias más ó ménos legítimamente osadas.

Ese jóven no lo era solamente por la escasa media docena de lustros que su vida sublunar contaba, por la frescura de la rosada tez, por el vivo carmin del encendido lábio, por la gentileza del cuerpo, por el brillo de la inquieta pupila. Todo el mundo conocia y sentia que á tan exuberante juventud física correspondia digna y perfectamente una juventud anímica, íntima, una inofensividad conmovedora, una frescura, por decirlo así, de sensibilidad encantadora, una inexperiencia extraordinaria y persistente como la bondad de que procedia. Y cuando esta humana concentracion de todas las condiciones juveniles salia de su retiro, de sus aulas, de su modesta oscuridad solariega, no habia puerta, humilde ó blasonada, que no se le abriera; no habia hombre público, blanco, rojo ó ecléctico, que no lo aceptase con gusto entre sus prosélitos; no habia centro político, económic, aristocrático, democrática academia, baile ó espectáculo donde no se le viera y se le recibiera por el derecho propio de lo imprescindible.

El movimiento de setiembre, como todas las revoluciones progresistas, hubiera sido una revolucion sin juventud, si esa acabada entidad juvenil, con alguna que otra análoga, no se hubiera declarado revolucionaria á tiempo, es decir, al dia siguiente, porque sus mismas cualidades, y la mágica independencia de su temperamento, le habia forzosamente impedido serlo la víspera. El alcázar revolucionario, ó lo que sea en buenos términos arquitectónicos, no podia hacer con esa entidad más de lo que habia hecho la sociedad española por mucho tiempo: le recibió sonrientemente en su seno. Y una vez dentro, la obra eterna de sus atracciones fué allí lo que en todas partes habia sido: es decir, fué lo que quiso.

¡Ah! La juventud es un talisman supremo. Tiene Vd. una inteligencia adocenada, aunque superficialmente brillante como el plaqué; tiene Vd. una absoluta falta de carácter de esas que presagian una

carencia interminable de respetabilidad; tiene Vd. una instruccion, una erudicion á la violeta, adquirida á cuartos de hora en la biblioteca ó en el gabinete, y perdida inmediatamente despues de cada accidental servicio; tiene Vd. una charla que lo fia todo á la sonoridad de la voz, á la rapidez vertiginosa de la diccion; tiene Vd. el defecto congénito de no haber nunca poseido ideas propias en cantidad bastante para pergeñar originalmente una simple oracion de activa; tiene usted una biografía política llena de matices conservadores, demócratas, neos, doctrinarios y radicales; tiene Vd. la seguridad de no haber podido nunca dar á las personas expertas gato por liebre, es decir, de ser intrínsecamente conocido por todo el que ha dedicado algunos minutos á su exámen: ¿qué puede Vd, intentar con ese patrimonio constitutivo? Nada, si es Vd. ya presa de la virilidad del cuerpo y del alma; todo, si es Vd. uno de esos fenómenos de la doble juventud externa é interna. Es probado.

Lo que hay que conseguir en el mundo es que lo declaren á unojó-. ven por toda su vida. ¿Sabe nadie lo que es tener la seguridad de ser delicioso? Nosotros no podemos ver en parte alguna á uno de de esos felices simpáticos de oficio, sin creer que hará su carrera, cómo y cuando guste. La entidad juvenil de quien hablamos ha sido en la revolucion y por la revolucion cuanto se ha propuesto. La revolucion tenia, segun frase de un entendedor, tres cosas que hacer: una Constitucion, un rey y un presupuesto, ó una Hacienda, que es lo mismo. Y esta es la hora en que nuestro personaje juvenil está encargado de hacer y consumar nada menos que la tercera parte de la revolucion, la nueva Hacienda española. Para ello le ha servido un anacronismo, el único verdadero anacronismo que le conocemos: su amor, si no á la ciencia, al menos á la gestion económica gobernante. Esa entidad, toda poesía por fuera y por dentro, á quien la más vulgar lógica hubiera creido destinada á las elucubraciones de la imaginacion y del arte, tiene unas propensiones matemáticas de primer órden. Nada hay perfecto en lo humano.

¿Cómo y cuándo va á hacerse, empero, la Hacienda española en esas manos estéticas, destinadas á no arrugarse, indignas de tocar todo lo que no sea florido, armónico ó delectante? No lo sabemos; no lo puede saber nadie. Unos dicen que por el libre-cambio; otros que por la proteccion; estos aseguran que por el desestanco universal; aquellos afirman que por un estanco que podrá alcanzar hasta los cereales;

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