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Por lo demás, claro es que los monárquicos setembristas no podiamos llevar ayer á la régia mansion las pretensiones ni los usos de Jan antigua monarquía que, como es sabido, estuvo tantos siglos emparentada con el Sér Supremo por línea recta del derecho divino. Hubiera sido, por ejemplo, una parodia ridícula el haber nosotros entrado ayer en el gran salon, como entraban los ilustres magnates de la monarquía antigua, es decir, deshaciéndose en cortesías que nadie más que el que ha nacido de cierta manera sabe hacer bien, é hincando luego la varonil rodilla en el suelo para besar el metacarpo del representante de Dios. Nada de eso; con la conciencia de nuestra humildad por consejera íntima, limitámonos á saludar respetuosamente á SS. MM., de pié, sin esfuerzos de espinazo, y demostrando tácitamente que no nos gusta hacer otra cosa.

Bien es verdad, sin embargo, que parece que tampoco entra en los hábitos de nuestros soberanos otro procedimiento. Cosas de las dinastías liberales, amancebadas con la dignidad humana.

Y nada; el espectáculo se redujo á esto. Con esto nos contentamos. Todos saludábamos á los augustos elegidos de la voluntad nacional, y el rey daba la mano á quien le parecia, sin prévia designacion del maestro de ceremonias, y despues saliamos y nos comunicábamos nuestras impresiones, con más ó ménos calor, con mayor ó menor exageracion crítica, y laus deo.

Si alguno al saludar llevaba algun pensamiento oculto, no se permitia dejarlo traslucir. Si habia algun general, por ejemplo, que saludaba en Amadeo I al rey viril y esforzado que debe hacer una verdad fecunda de su suprema jefatura en el ejército; si habia un magistrado que saludaba en la nueva monarquía los fueros de la justicia nunca más hollados por intereses é influencia de favoritismo; si habia un noble que se inclinaba con la persuasion de que en lo sucesivo podia llevar su esposa y sus hijas á recibir allí ejemplos de verdadera y honrada distincion; si habia un hombre político que se felicitaba in pectore de contemplar aquel trono sinceramente colocado por encima de los partidos, y sinceramente dispuesto á dejar la fecunda conquista del poder al civismo, á la opinion, al talento; si habia, repetimos, estos ó semejantes fueros internos, en nada alteraron, sin embargo, la sencillez espontánea del cuadro.

Así empezó, pues, así tuvo efecto, y así concluyó la recepcion, sin

más detalles internos y sin otras novedades exteriores que una gran muchedumbre en las inmediaciones del alcázar, y un sol y un cielo. propiamente españoles, es decir, de dias de fiesta; como si el firmamento hubiese querido acompañar con su pureza, y el astro de la vida con su calor, el calor puro del afecto patriótico que, perdónesenos esta única inmodestia, respirábamos allí los salutantes individualistas de una monarquía que tiene en su origen por cómplices á la inmensa mayoría de los españoles.

UN TIPO.

(12 de Abril.)

COMUNICADO.

Señores redactores de EL DEBATE.

Muy señores mios: Aquel filósɔfo antiguo que para definir al honbre se limitó á llamarle «bípedo sin plumas,» no se hubiera expuesto á que el más chusco de sus discípulos le llevase al dia siguiente bajo la capa un pollo desplumado y echase por tierra, al exhibirlo, la pretenciosa definicion de su desden misantrópico, si se hubiese limitado á decir que el hombre es un sér ingrato. ¿Cómo no se han fijado definitivamente los naturalistas, los fisiólogos y los psicólogos en esta irreemplazable calificacion de la prole de Adan? El hombre es el sér ingrato por escelencia, ingrato por antonomosia, ingrato, ante todo y sobre todo, por la razon sencilla de que la ingratitud es una gran cosa para buscarse la vida.

Yo tuve un tio, señores redactores, veterano de la última guerra civil de los siete años, que me contaba que en cierta desastrosa huida del regimiento de caballería en que fué teniente, cayó con su herido caballo en un barranco con tal desgracia, que, gravitando el peso del despeñado bruto sobre una de sus piernas, no le era posible desasirse ni levantarse. En tal apuro acertó á pasar por allí otro fugitivo de su mismo escuadron, simple soldado raso, pero tan generoso y tan noble que, al ver á su oficial expuesto á servir en breve de alfombra á las herraduras facciosas, se detuvo, desmontó, desatascó al corcel y al caballero, invitó á este á montar en la grupa del suy), y partió al escape.

Mi tio llevaba en oculto cinto una veintena de inverosímiles onzas

de oro, producto, no de sus pagas, que el gobierno de la pobre libertad no podia darle, sino de la maternal ternura, cuyas oraciones y cuyos auxilios le seguian en su azarosa carrera; y el corazon de mi tio se sintió un momento ablandado por la irreflexiva gratitud hasta tal punto, que se propuso sériamente dar á su salvador el cinto y el contenido apenas llegasen al ansiado puerto de seguridad, ó, lo que es lo mismo, á un pueblo ocupado por las fuerzas constitucionales, y del que solo les separaba una legua escasa de distancia. ¿Qué ménos podia hacer por su desinteresado, heróico libertador?

Sin embargo, mi tio empezó á reflexionar desde aquel instante en la trascendencia de su propósito. Veinte onzas de oro por un servicio de aquella especie, le parecian escesivo precio. Le daré quince, se dijo; y siguieron corriendo. Faltaba ya media legua para el pueblo, y mi tio, al divisar en el horizonte la torre de la iglesia, rebajó mentalmente á diez el precio de las peluconas; y siguieron corriendo. Faltaba ya un cuarto de legua, y mi tio fijó en cinco onzas la recompensa; y siguieron corriendo, y llegaron al suspirado refugio, y el bienhechor y el beneficiado se apearon, recibieron los hospitalarios plácemes de sus hermanos de armas, y respiraron. Entonces mi tio..... dió medio duro al bravo soldado, que lo recibió con la alegría del que se encuentra inopinadamente un tesoro.

Mi pariente, que salió filósofo de los horrores de aquella fratricida contienda, me contaba con cierto rubor el lance, y me decia: «Ahora comprendo lo constitutivo que es en nuestra naturaleza el desprendimiento. Si el pueblo hubiera estado otro cuarto de legua más allá, me parece que no doy un maravedí á mi soldado. La grandeza moral de su accion se iba empequeñeciendo á mis ojos durante la carrera, de tal modo que, cinco minutos más, y yo hubiera acabado por creer que el pobre ranchero era quien habia recibido el servicio, la libertad y la vida de mis propias manos.»

Pues bien, señores redactores; sepan Vds. que á este pueblo desde donde me permito por segunda vez comunicarles mis ansias patrióticas, acaba de llegar una entidad, una encarnacion de la ingratitud huá cuyo lado parecen niños de teta los ingratos en general y mi tio en particular. Es un jóven, digámoslo así, de treinta primaveras, á quien hace diez años, siendo yo alcalde de la union liberal, el muni– cipio local señaló una pension para que fuera á esa córte a estudiar

mana,

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leyes, o, como aquí se sigue diciendo, á hacerse hombre. Huérfano de padre y madre, inteligente, modesto, honrado y laborioso, ese jóven habia vivido hasta entonces siendo ayudante de este maestro de escuela, ejemplo de sus contemporáneos, predilecto del señor cura, espe→ ranza de la aldea. Cuando le enviamos á Madrid, el pueblo en masa le despidió tiernamente, y él me hizo juramento de seguir siendo liberal sin dejar de ser monárquico, y católico sin pensar en ser nunca absolutista.

Ayer, empero, ayer, despues de tantos años de ausencia, el pueblo la plaza al recien venido. Su aspecto ha cambiado completamente. Aquella juvenil presencia, radiante de franca y simpática espresión, háse tornado en el aspecto de un personaje sombrío sepultado en las profundidades de oscuro gaban, sin apariencias de camisa, á juzgar por la asfixiante corbata negra de triple vuelta que rodeaba su cuello, con zapatos de paño, raido sombrero de fieltro, cuyas anchurosas alas parecen encargadas de ocultar siempre sus miradas, y un no sé qué, en su conjunto, de frailuno y de conspirador, de sacristan y de demagogo, imposible de pintar.

asombrado ha visto y oido perorar en medio de ausencia, el pueblo

El público desocupado, infantil y femenino en su mayor parte, á quien dirigió su palabra, empezó por oirle pedir una silla, de la cual hizo tribuna, y allí á la luz del sól, sobre la tierra en que duermen sus inofensivos mayores, le escuchó decir que era carlista, que era partidario del nieto del gran Montemolin, que era absolutista, tradicionalista, legitimista, oscurantista, coalicionista, le miraron sacar de su bolsillo una encarnada boina, ponerla en la punta de su baston, alzarla al espacio y ostentarla como la bandera de la patria; de esta mísera patria, que, segun él, necesita, como único medio prévio, y para empezar, un millar de Calomardes.

El público empezó por oirle con sonriente sorpresa, y acabó por donde siempre acaban los públicos contrariados: por silbar. Pero ni el cura, su antiguo protector, ni el maestro, su segundo padre, ni yo, su buen amigo de siempre, fuimos público para los efectos de aquella cruel demostracion. Por el contrario, le sacamos de aquel torbellino de pitidos, le llevamos á su accidental hospedaje, y entre cariñosos y severos le pedimos afectuosa y debida cuenta de su conducta, de sus propósitos, de sus creencias. Inútil trabajo; sus respuestas fueron tan

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