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A LO VICTOR HUGO.

(30 de Mayo.)

Acaba de descubrirse una nueva humanidad. Parodiando la fabulosa creacion griega, esa humanidad acaba de salir mayor de edad, vestida y armada de punta en blanco, del cerebro de Víctor Hugo. Esa humanidad de nuevo cuño, esa Minerva de 1871, no lleva, sin embargo, los mismos atavíos que la sabiduría pagana daba á su diosa, ni luce precisamente la misma virginal, celeste belleza que resplandecia en la hija predilecta de Júpiter. En vez del casco luciente y de la aurífera lanza que los antiguos hijos del Atica admiraban en la deidad del Partenon, la Minerva contemporánea de nuestras miserias sociales ciñe su impura frente con serpientes que le inspiran un frenesí destructor, y hace impúdico alarde de la horrible fealdad del crímen.

Esa humanidad es la Commune de París. El gran poeta, el gran novelista, el gran pensador del romanticismo, apenas oyó los primeros vagidos de esa humanidad, se apresuró á bautizarla con el nombre de la civilizacion nueva. Y aunque es verdad que esa civilizacion ha obligado al viejo republicano, al glorioso autor de Los Miserables á refugiarse en Bélgica, á continuar su ostracismo, no es menos cierto, sin embargo, que el senil entusiasmo de Victor Hugo se ha hecho superior en esta ocasion, como los grandes sentimientos paternales, á la ingratitud filial, y que la prensa belga acaba de traernos la apología de los incendiarios de París firmada por el apóstol septuagenario de la virtud, que es la suprema belleza.

Mucho tiempo hacia, en verdad, que el mundo pensador se habia acostumbrado á oir y conocer con benévola resignación las lucubraciones del viril desterrado de Jersey. Habia sobrados laureles inmarce

sibles sobre su frente, y sobrada desgracia sobre su vida para perdonarle las exageraciones de su decadencia, las teorías inofensivas aunque alarmantes de su contrariada decrepitud. Pero es lo cierto que la última originalidad de Víctor Hugo es demasiado fuerte, como se dice en francés, pasa de castaño oscuro, como se dice en castellano. Es lo cierto que, lo que es esta vez, la paciencia del mundo civilizado tiene razon para agotarse respecto á su gran esplotador, y para devolverle en un fiasco universal la revancha de todos los abusos tradicionales de que la hizo víctima.

¡Cómo! La ciudad santa de la moderna cultura, la ciudad del 89, la Meca de las generaciones liberales, el gran museo del siglo de la luz, la gran necesidad de la Europa artística y científica, la ciudad de la Sorbona, de la tumba de Voltaire, de los figurines y de los periódi– cos, ha sido convertida en una inmensa Sodoma por los miserables que la han consumido, á falta del fuego del cielo, con el fuego de sus criminales teas incendiarias, y el gran poeta cristiano, el gran corazon que durante medio siglo ha latido á compás de todos los movimientos regeneradores de la humanidad, señala á esos incendiarios, á esos vándalos, como los precursores de la verdadera buena nueva, y los levanta como semidioses del porvenir sobre el pedestal de cadáveres y ruinas que han hacinado en las orillas del Sena!...

¡Qué aberracion! ¡qué delirio! ¡qué contagio tan tristemente ridículo del disolvente espíritu de la demagogia comunista! Si esos héroes del asesinato, si esos enemigos repugnantes de la patria, de la tumba de sus mayores, se hubiesen contenido en los límites de su ideal político, y despues de proclamar á la faz del mundo la excelencia de su soñada federacion municipal, hubiesen depuesto las armas que no han sabido esgrimir contra el extranjero, y se hubiesen sometido al gobierno elegido por la desventurada Francia, limpias sus manos de toda sangre inocente, y sus conciencias de todo remordimiento; si la Commune de París hubiera sido esto, Victor Hugo nada hubiera dicho, ó se hubiera contentado con llamar débiles y cobardes á los pacíficos prosélitos de Pyat.

Pero no ha sido así; ha habido tragedia, y tragedia sangrienta, cruel, sin ejemplo en los anales humanos. Los palacios de la moderna Atenas han volado en pedazos; sus tesoros artísticos, reunidos por cien generaciones, han sido devorados por el fuego; las llamas, las

balas, el hierro, la asfixia han diezmado á los parisienses; las mujeres de sus lupanares han vertido el inflamable petróleo en sótanos y por tales; la columna Vendome ha caido á impulso de los brazos de los Napoleones del pillaje; los templos han servido de cuerpos de guardia; se ha dado muerte de mártires à centenares de ciudadanos, presididos nada menos que por un arzobispo. ¡Ah! ¡qué epopeya! ¡qué gran cosa! ¡qué gran tema para el gran poeța humanitario! ¡Viva el crímen! ¡Aprended, pueblos de la Europa bárbara! ¡Eso y solo eso es una civilizacion! ¡Gracias al Dios de Rochefort, estamos en un nuevo gė– nesis social, en la plenitud de los tiempos!...

Antes empero de apartar para siempre nuestra vista horrorizada y nuestro revuelto estómago de esas barbaries, de sus actores y de sus insensatos apologistas, tenemos que cumplir el doloroso deber de dar á nuestros lectores una sensible noticia: y es que tampoco en España estamos por completo libres de ciertas inverosímiles ceguedades capaces de disculpar, ó de atenuar al ménos, el execrable espectáculo del París demagógico.

Ayer se levantó en nuestro Congreso un diputado, el Sr. Jove y Hévia, á preguntar al gobierno qué pensaba hacer, dentro de sus facultades legales, para velar sobre el hecho inminente de que los fugitivos parisienses, que logren escapar, pasen nuestra frontera del Norte. El gobierno, y en su nombre el digno ministro de la Gobernacion, contestó que los criminales que osaran venir á España serian entregados á las autoridades francesas, como la justicia y los tratados exigen, y como acaba de acordarse en Bélgica y en Inglaterra. La minoría republicana se estremeció entonces de santa ira, y buscó á su orador predilecto, á su propicia víctima en semejantes ocasiones, al Sr. Castelar, y el Sr. Castelar renovó la pregunta, y obtuvo del señor ministro de Estado igual respuesta.

Pero el Sr. Castelar no se dió por satisfecho; no podia darse; el Sr. Castelar habia confeccionado en su fecunda mente un par de párrafos de tremebunda elocuencia para la réplica, y los encajó al replicar al Sr. Martos con todo el fuego de su juvenil ardor, de su puritanismo lírico, de su armonioso acento. El Sr. Castelar habló de Ninive, relampagueó olímpica aunque brevemente sobre su banco, fulminó el dulce rayo de su palabra sobre el auditorio, y despues de condenar, en principio y con la parsimonia de quien habla para federales, el

crímen en general, se dignó atribuir la principal culpa de lo acaecido en París, ni más ménos que á los déspotas, á los pícaros déspotas que obligan á la libertad á tales expansiones.

Diputados y tribunas, tan tolerantes siempre con el Sr. Castelar, con quien es imposible no encantarse, ahogaron, sin embargo, ayer sus acentos con una exclamacion de unánime y doloroso asombro. El párrafo más preconcebido del gran orador académico espiró sin oirse distintamente, á pesar de los agudos esfuerzos pulmonares del catedrático de historia. No obstante, los que tuvimos ocasion de oirle bien, no pudimos ménos de lamentar la imitacion victorhuguesca de nuestro ilustre Emilio.

¡Ah! sí el Sr. Castelar hubiera puesto ayer su historia y sus cánticos políticos al servicio de la moral universal y eterna, ¡qué distinto hubiera sido el éxito de sus peroraciones! Si el Sr. Castelar se hubiese decidido á dar una grandilocuente leccion de verdad y de justicia. á sus correligionarios de España, ¡qué diferentemente hubiera caido. sobre su banco al sentarse! Pero, ya se vé; el Sr. Castelar hablaba para sus electores, tenia al directorio en el espíritu, le era preciso, ante todo y sobre todo, tratar de los déspotas, acercarse, en cuanto la diversa índole de su idiosincrasia se lo permite, á Víctor Hugo, y el señor Castelar no pudo hacer más que lo que hizo. Paciencia, pues, y quiera el cielo que algun dia, cuando ya sea tarde, el jóven Castelar no se arrepienta de haber hecho sistemático caso omiso, en los arreba→ tos de su poesía social, de las vulgaridades de la esperiencia.

HONOR AL GENIO.

(3 de Junio.)

La opinion general en cuantos ayer presenciaron la sesion celebrada por el Congreso y oyeron el sermon, esto es, el discurso de tres horas pronunciado por el Sr. Nocedal, fué la de que el orador tradi– cionalista habia estado «inferior á sí mismo.» Nosotros no diremos esto por varias razones, entre las cuales vamos á apuntar las dos principales: la primera porque no queremos aparecer á los ojos del Sr. Nocedal entre los depresores sistemáticos de su mérito, y la segunda porque, desde el punto de vista artístico, digámoslo así, y aun desde el especial punto de vista de las nuevas ideas del Sr. Nocedal, para nosotros estuvo ayer inimitable, á grandísima altura, originalísimo, valiente y explícito como pocas veces.

Ayer, en efecto, y solo ayer fué cuando quedó formulado y consignado y explicado el verdadero programa de nuestros absolutistas. Desde que en 1833 hizo Fernando VII á España su último legado con la guerra civil, hasta que los españoles de 1840 se declararon en el convenio de Vergara hartos de matarse los unos á los otros, y desde 1840 hasta el dia de ayer, la ignorancia pública habia creido que el carlismo era ante todo una bandera, una fórmula, una doctrina, una solucion monàrquica en el fondo. Ayer, empero, se hizo la luz; el error histórico, la equivocacion nacional quedaron deshechos: el carlismo, el tradicionalismo, el absolutismo entre nosotros es ante todo y sobre todo teocrático.

Aunque anteayer el Sr. Estrada apuntó, por decirlo así, la idea, con la fria suavidad maquiavélica de su palabra, cuya impunidad está en razon directa de su sonoridad escasísima, la plena manifestacion del principio estaba de derecho reservada al pontífice parlamentario

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