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de la secta, y el Sr. Nocedal lo esplanó, efectivamente, con esa valerosa osadía, con esa frescura fenomenal, con ese aplomo, ó con esa olímpica serenidad del grande hombre de Estado que, despues de haber vencido todos los escrúpulos de su consecuencia política, halla naturalmente fácil el desdeñar todas las contrariedades, todas las tempestades de la escena pública.

Sí; lo que el Sr. Estrada dijo con su habitual timidez, que aparentemente le asemeja al Edipo de Martinez de la Rosa; lo que el Sr. Estrada dijo con miedo hasta de su propia lengua; aquello de que para los carlistas son antes sus principios que sus reyes; eso, eso mismo, aumentado, engrandecido, sublimado hasta la epopeya, hasta la apoteósis, quedó asentado y probado ayer, en primer término, por el señor Nocedal.

Sí; la bandera del batallon sagrado no es, en rigor, la que hace pocas sesiones sacó de su bolsillo, ó, mejor dicho, de su autorizada boca el Sr. Nocedal. Lo de «por mi Dios, por mi patria y por mi rey» es un lema demasiado lato.-«Dios y la patria,» y nada más que Dios y la patria es lo justo, es lo bueno, es lo respetable, es lo venerable, es lo aplicable, es lo admisible para el Sr. Nocedal y para sus amigos y subordinados, con perdon sea dicho del jefe oficial del peloton, señor conde de Orgáz.

Lo del rey, lo de la monarquía, lo del trono, eso es secundario, eso no es la esencia verdadera del dogma. El Sr. D. Cárlos VII de Vevey podrá extrañarlo, podrá lamentarlo, podrá anatematizarlo cuanto quiera; pero lo cierto es que S. M. in partibus está, cuando más, en tercer lugar en el gran programa tradicionalista, y que ante los ministros del Señor y el territorio que fué de la inquisicion, el trono quimérico de Montemolin es para el Sr. Nocedal y sus amigos una especie de bicoca.

¡Ah! nosotros, amantes fervorosos del valor de la conviccion; nosotros, pobres liberales que no hemos podido ni querido, como el Sr. Nocedal, dejar un dia en un rincon la crisálida de nuestro liberalismo para exhibirnos ante nuestra patria iluminados por la fé de los Calormades y Torquemadas; nosotros, pigmeos impenitentes del juego prohibido de las instituciones constitucionales, no pudimos ménos de ver ayer en el Sr. Nocedal una gran figura; no pudimos ménos de tributarle ayer una admiracion profunda. La estética es una en su esencia; hay una

belleza universal cuyas formas sabe estender el talento hasta sobre las absurdas, hasta sobre las más hondas aberraciones morales; y el señor Nocedal estaba ayer bello, á nuestros ojos, con esa belleza.

Zurbarán es para nosotros un gran pintor histórico. En sus frai– les, en sus inmortales figuras monásticas vivirá perpétuamente, y con mejores datos que en las páginas de los anales patrios, la memoria de aquellas órdenes religiosas, de aquellas innumerables falanjes de sabios ociosos y de reconcentrados célibes que durante tantos siglos vivieron en este pobre país, y sobre este pobre país de España. Pues bien; ayer hizo nuestra imaginacion en el Congreso una cosa que el Sr. Nocedal, si por acaso se digna fijar sus ojos en estos renglones, nos agradecerá á pesar de su modestia. Nosotros afeitamos con el pensamiento al Sr. Nocedal; dejamos limpia su cara de la esflorescencia gris con que los años la han adornado; despojamos asímismo á S. S. de la prosáica levita contemporánea, vestímosle imaginariamente el anchuroso, severo traje talar frailuno, y le vimos sobre los bancos rojos como una verdadera creacion zurbaranesca.

¡Oh, y quién sujeta á la imaginacion en la carrera de sus caprichosas, ficciones! Despues de imaginar al Sr. Nocedal con el traje de los padres que le enseñaran á leer á Santo Tomás, nos imaginamos que la doctrina del Sr. Nocedal triunfaba en la España de 1871; llegamos á creer por un momento que estábamos en plena teocracia del Sr. Nocedal. Esta teocracia no es propiamente la de la Edad Media, aquella que fué tutora y directora de la nueva sociedad europea, que salvó la literatura, la ciencia, la más preciosa de las antiguas civilizaciones. La verdadera teocracia à que el digno Sr. Nocedal aspira es aquella otra, eminentemente política, que en el reinado de Cárlos II, por ejemplo, hizo su presa, no solo del espíritu y de la personalidad de un rey imbécil, sino del espíritu del gran pueblo cristiano de Isabel la Católica. La teocracia del padre Nithard, del padre Froilan; esa es sin duda el ideal del Sr. Nocedal, y en esa le vimos, ó, mejor dicho, le soñamos nosotros ayer.

Figúrese el lector, como nosotros ayer nos figuramos, al Madrid de la nueva teocracia, al Madrid que el Sr. Nocedal y su escuela se esforzarian en hacer, sin gas, sin periódicos, sin lujo, sin tram-vía, sin ferro-carriles, sin Parlamento, con sus edificios públicos convertidos en monasterios, sus cuarteles henchidos de voluntarics realistas, in

comunicado con el mundo, con sus dias dedicados á nuevos autos de fé en la Plaza Mayor, y sus noches misteriosas con sus serenos cantando el Ave-Maria antes de la hora. Los liberales de todas procedencias, empezando por los que fueron correligionarios del Sr. Nocedal, navegando hácia Fernando Póo y hácia Filipinas, y desesperanzados de volver á formar manadas de mayorías y minorías...........

Y figúrese el lector en la cúspide de este resucitado Madrid de fines del siglo XVII al Sr. Nocedal con el hábito de Santo Domingo, sin barba, con la tosca capucha sobre el mondo cráneo, con su habitual delgadez acrecentada por las prácticas del ascetismo, hecho primer ministro de Cárlos VII, luchando, como su modelo Nithard, con las intrigas de los partidos cortesanos, viéndose acaso en la necesidad de desterrar á los nuevos Valenzuelas, es decir, á los Aparicis y Tejados, en guerra sorda y cruel con la misma familia real!.... ¿No es verdad que este Madrid imaginario, este Madrid sobre cuyas teocráticas torres flotaria al viento la nueva bandera española, que seria una inmensa boina; este Madrid nocedalista, es un cuadro que podia tener mucho de horrible y de ridículo; pero que al fin y al cabo es una estraña y admirable creacion del génio que aspira á convertirlo en realidad? Honor, pues, al génio del Sr. Nocedal. Calle la política, calle el liberalismo, calle hasta el sentido comun, allí donde es preciso admirar al Homero de las sacristías.

EL SEÑOR CASTELAR Y SU DISCURSO.

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(23 de Junio.)

Para entretener á una generacion se necesitan indudablemente grandes y especiales dotes, de esas que la Providencia pone con sábia escepcionalidad entre los humanos sobresalientes. A una generacion se la honra llamándose Newton, se la asombra siendo un Colon, ó se la destruye por el sencillo medio de un Bonaparte. Pero para entretenerla, buena y agradablemente, para constituir el placer honesto y constante de una época ó de un país, para lograr no abrir la bɔca sin que amigos y adversarios demuestren presurosa complacencia en oir, para obtener el milagroso monopolio de una benevolencia universal, que empieza en las más viriles seriedades, sigue por la mitad bella y curiosa del género humano, y se impone hasta en la infancia; para esto se necesitan, sin disputa, privilegios de inteligencia, de carácter y de atraccion simpática, singularísimos.

Mucho tiempo hace que nosotros hemos dado en nuestro fuero interno al Sr. Castelar gracias mil, gracias sinceras en nombre de nues – tra generacion, por el constante goce espiritual que, en el seno de estas luchas y de estos gangrenados tiempos de impúdico materialismo, ha sabido depararla. Desde que el autor de Alfredo alzó por vez pri – mera su armoniosa voz en el teatro de la plaza de Oriente, Castelar significa y es, en efecto, para la inquieta y turbulenta España contemporánea, algo parecido á un verdadero consuelo. La palabra de Castelar es, en efecto, una especie de brisa refrigerante, de bien hechora ráfaga que la electricidad del entusiasmo esparce sobre sus conciudadanos en cualquiera ocasion y ccn cualquier motivo. Habla Castelar en Madrid, y todas nuestras gerarquías sociales, altas, medianas y bajas, dicen: oigamos, esto es, gocemos. Llegan los discursos de Cas

telar á provincias, y el empleado suelta su virgen pluma, la madre de familia su rosario, y el obrero su martillo, diciendo: leamos, esto es, gocemos. ¡Hermoso privilegio del verdadero génio, que es el que no sabria ofender aunque quisiera!.....

Perdónesenos en gracia de la oportunidad este nuevo tributo de admiracion que al orador federalísimo rendimos. ¿Por ventura no comparten con nosotros esa admiracion el viejo y el nuevo continente? Ayer supimos nosotros una cosa que tenemos sumo gusto en hacer pública. Parece que algunos señores ingleses, amantes de la elocuencia y protectores científicos, por ende, de la garganta humana, han preguntado al Sr. Castelar con qué liquido, con qué pócima salutifera sostiene su claro acento en sus largas peroraciones. El Sr. Castelar les ha contestado sencilla y verídicamente que durante sus discursos no bebe otra cosa que limonada. Y los ingleses han dado á la limonada es¬ pañola, aun antes de aclimatarla parlamentariamente en la grande isla de la cerveza, el nombre de nuestro arrebatador tribuno alicantino. Esto es un detalle que no deja de tener su honrosa importancia; ya lo conocerán nuestros nietos cuando visiten la Gran Bretaña.

Sí; lo confesamos con orgullo: Castelar nos inspira tanto entusiasmo como al que más; entusiasmo ante el que se eclipsan nuestras propias opiniones politicas y nuestros resabios críticos. ¿Cómo hemos de acordarnos, cuando Castelar habla, de nuestro monarquismo, ni cómo hemos de aplicarle el pobre escalpelo de nuestra crítica? Cuando se mira al sol, ¿se acuerda uno de que dicen que tiene manchas ó de que produce tabardillos? Y además, ¿es que, en rigor, los defectos del hombre político y del hablador insigne, si los tiene, no son granos de arena, verdaderos átomos imperceptibles é inapreciables en el inmenso océano de sus cualidades?

Los críticos de Castelar no son en realidad sus enemigos, porque hasta la envidia es tierna para nuestro ilustre Emilio; son, en su mayor parte, esos caractéres descontentadizos en quienes nada basta á estirpar las pretensiones de una maledicencia sistemática; esos chistosos de oficio que rebuscan en el fondo y en las junturas de todo lo grande y de todo lo bello la fatal levadura de lo pequeño, de lo ridículo ó de lo feo, que late siempre en la doble naturaleza humana.

Así es que unos, por ejemplo, dicen que Castelar recuerda y no piensa; que Castelar es solo una gran memoria en acción, que los prin

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