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Y entonces la pública opinion parlamentaria se llamó á cuentas, adivinó y se esplicó el raro secreto, pronunció la verdadera palabra: celebridad. El Sr. Trelles aspiraba á hacerse célebre. No podia caber duda, así como tampoco podia caber censura en este deseo, por el mero hecho de serlo. El Sr. Trelles, carlista y todo, ejercia un perfecto derecho individual. El Sr. Trelles no podia tener la culpa de que la Constitucion de 1869 no hubiese contado con él, no hubiese previsto el caso. El Sr. Trelles salia de la pristina oscuridad de su retiro, asido al único cabello de la única ocasion que para hacerse célebre le habia ofrecido su vida. Legalmente, nadie podia oponérsele. Los obstáculos morales él sabria vencerlos. ¿Cómo? Muy sencillo: por los grandes medios atractivos de su persona.

Y este es el dia, en efecto, en que todo el mundo ha convenido en dejar al Sr. Trelles conquistarse á sus anchas una celebridad que se mostró desde el primer momento á la altura de Maquiavelo, aceptando todos los medios en aras del fin, haciéndose un escabel, un pavés, un pedestal, de furores y sonrisas, y aplausos y descontentos, y bostezos y campanillazos presidenciales.

¡Ah! sí; no hay, no puede haber malevolencia analítica, ni envidia. persistente, ni resignacion espirante que ya no acepte, comprenda y apruebe la aspiracion del gran hablador carlista. Nosotros al ménos, cuando por acaso le encontramos en algun salon ó pasillo del Congreso,

y

le vemos adelantarse con su eterna sonrisa de mística sensualidad, sus encendidos pómulos en que, á despecho de los años, brilla el suave matiz carmíneo de la juventud y del albérchigo, sus graciosos, instintivos y lánguidos movimientos, y su espresiva mirada fija siempre en el techo, como si su espíritu pidiese siempre al Dios de la palabra ocasion de soltar la sin hueso; nosotros siempre, ó casi siempre que le vemos, nos paramos respetuosamente y exclamamos para nuestros adentros: ¡paso y honor á la voluntad inflexible, á la celebridad inevitable!....

El último acto parlamentario del Sr. Trelles se ha verificado en las sesiones de anteayer y de ayer tarde, con un discurso enciclopédicojurídico-catilinario sobre la cuestion de Hacienda, que nuestros lectores hallarán en el extracto oficial. La Cámara, propiamente dicha, no puede decirse que le ha oido, porque entre ausentes y narcotizados, la verdad es que los diputados han hecho abstraccion de los escaños rojos.

Pero los taquigrafos-esos mártires del sistema-se han encargado de trasmitirlo al país, y el Sr. Trelles puede, y con razon, jactarse de haber dado un nuevo y seguro paso en el camino de esa celebridad que tanta falta le hace, como à todos los grandes espíritus. ¡Quiera la fortuna deparársela, al fin, tan completa y envidiable como nosotros deseamos; y sobre todo, quiera la suerte deparársela pronto, muy pronto, tan pronto como merece!

Porque la verdad es que para quien se trabaja una fama tan activa y sábiamente como el diputado carlista, es absurdo y cruel eso de tener que aguardar toda una vida. Si en nuestra mano estuviera, nosotros presentariamos mañana mismo al Parlamento una proposicion de ley declarando célebre al Sr. Trelles. Y con esto cumpliriamos un acto de justicia, y el Sr. Trelles descansaria, y nosotros, y el país tambien. Pero la humanidad es rutinaria, y la opinion pública lenta y pesada en sus procedimientos. ¡Quién sabe lo que al Sr. Trelles y á sus conciudadanos les falta aun que sufrirse mútuamente!

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EN EL CLAVILEÑO.

(12 de Octubre.)

¿Llegará el Sr. Ruiz Zorrilla á ser un grande hombre? No es seguro; al menos nosotros no podemos sentar profecía semejante de una manera rotunda. Y es porque todavía no hemos visto claro, digámoslo así, en el fondo del sugeto. Entre los hombres políticos, ninguno se nos aparece tan complicado, tan complejo, tan contradictorio, tan inexplicable. Hay momentos en su vida que nos enternecen hasta la admiracion, como, por ejemplo, aquellos en que, dominando estóicamente su gratitud hácia su bien hechor el general Prim, le presentaba desde el Escorial y desde Cartagena envuelto á su pesar en puntos negros. Hay incidentes en su biografía, como, verbi gratia, aquel del trabucazo de la calle de San Roque, que le sorprendió saliendo de casa de un amigo, que nos le pintan con el barniz de los héroes.

Pero á lo mejor se vuelve la hoja, exhibese el reverso de la medalla, el oropel se cae, las debilidades del corazon exiguo, la ingénita ignorancia del entendimiento vulgar, las malas propensiones de la flaca naturaleza se manifiestan en toda su triste desnudez de tal modo, que no basta el mejor optimismo para acallar la recóndita sospecha de que solo se trata de un coloso de pega. Los silbidos y los patatazos de Barcelona haciendo justicia á la perspicacia del instinto popular, la conciliacion revolucionaria declarándolo in articulo mortis su destructor, el partido progresista enseñándolo á los manes de Argüelles como su más íntimo enemigo, sus discursos henchidos de lo que el Sr. Rivero, si mal no recordamos, calificó de elocuencia cortijera, su patria, en fin, esperando en vano una idea fecunda, un noble rasgo, un acto sério y bien hechor del gran advenedizo de la fortuna: todo esto, y algo más, nos hace á las veces desesperar de sus cualida— des y de su porvenir.

Hoy, sin embargo, es de los dias en que más propensos nos sentimos á ser benevolos con ese personaje que, por razon natural, no podemos perder de vista los que esgrimimos una pobre pluma al servicio de la opinion pública. Y es porque hoy, en estos momentos, nuestra imaginacion nos presenta al Sr. Ruiz Zorrilla semejante en algo á una gran creacion, á una gran figura, á un gran tipo. Dios y nuestros lectores nos absuelvan de la absurda injusticia del símil, de la profanacion de la comparanza; pero es lo cierto que, á la hora presente, así nos libre el cielo de ser radicales como vemos al Sr. Ruiz Zorrilla convertido en una especie de D. Quijote.

Sí, de D. Quijote, pero entendámonos préviamente. En la inmortal personificacion del Cervantes hay dos naturalezas: la una, la esencial, es la del gran caballero, la del alma nobilísima, la de aquella recta y melancólica inteligencia sedienta del bien y de la virtud, valerosa, tierna y sencilla por iguales partes, exuberante de amor, de caridad y de entusiasmo, cuyas cómicas desventuras tienen en el fondo algo de evangélico, algo de redentor, algo de un supremo y ejemplar martirio. La otra, que es la forma, que es el molde, que es la necesidad del escritor y del libro, es la de una profunda incurable perturbacion cerebral, la de una tontería insuperable, la de una vacilante, débil razon, que el primer viento de la maldad agena se lleva fácilmente por donde quiere. Pues bien: con este D. Quijote externo es con el que estamos hace dias comparando al Sr. Ruiz Zorrilla.

Antes de entrar en materia anticipémonos á una observacion que suponemos inevitable, aunque irreflexiva, en el lector. ¿Por qué, nos dirá sin duda mentalmente alguno, no hacer la comparacion con Sancho Panza? En el D. Quijote de fondo y de forma hay una delicadeza de instintos refinada, asombrosa. Sancho, por el contrario, representacion filosófica del positivismo, es el ideal de lo inculto. El Sr. Ruiz Zorrilla tendrá sus defectos, pero nadie podrá negarle una llaneza, una espontaneidad, un abandono de impulsos y de modales que sus maestros de primera enseñanza deplorarán como un remordimiento, pero que su país estima y conoce en lo que valen. ¿Por qué, pues, no pensar en Sancho?

La respuesta, la disculpa es óbvia: Sancho es la quinta esencia de la malicia humana, el gran ejemplar de la gramática parda, la lucidez del instinto supliendo á la falta absoluta de la educacion. El señor

Ruiz Zorrilla, desde este punto de vista, seria un Sancho, pero sin malicia, que es un Sancho absurdo, inconcebible; mientras que el se ñor Ruiz Zorrilla arrebatado, poseido, explotado por la vanidad y acometiendo por ella empresas temerarias en favor de los que le han visto. el flaco y saben dominarlo, es indudablemente tan crédulo, tan saine. tesco, tan instrumento del egoismo extraño como D. Quijote.

Testigo la aventura del Clavileño. Poco trabajo cuesta á la Trifaldi hacer montar al acometedor manchego en el jaco de pino: la promesa de que el prodigioso bruto le llevará á Candaya; de que allí encontrará al follon encantador Malambruno; de que, venciéndolo en descomunal pelea, volverá á la vida á la pobre princesa Antonomasia y al seductor D. Clavijo; la seguridad, en fin, de que, apenas consumada esta gran aventura, la Dolorida y sus doce dueñas acompañantes sentirán caer de sus rostros las malhadadas, cerdosas barbas. que eclipsan sus rosicleres, son bastantes para que el loco-héroe se crea un semi-Dios y consienta en atravesar los espacios. ¡La humanidad le contempla, el mundo le tributará aplauso eterno, su título de gran→ de hombre está en la clavija frontal de su caballo! ¡Quién le disputará luego el primer puesto de la andante, salvadora caballería!

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Hé aquí, pues, que la habilidad cimbria, gran conocedora de su dócil monomaniaco, le dice: monta en el Clavileño, es decir, déjate hacer, déjate declarar jefe y cabeza del más tremendo radicalismo que han conocido las Españas; y D. Manuel monta.

¿Hace falta á sus embaucadores una venda para taparle los ojos, para que no se aperciba de la cruel comedia? La vanidad del hombre presta un cendal gruesísimo. ¿Hace falta un fuelle para fingir en sus oidos que atraviesa la region del viento? La adulacion se los sopla. como un huracan. ¿Hace falta el supuesto calor de la region del fuego? La envia escitada, Sagasta, sus amigos, el progresismo iracundo de las provincias, todo el espectáculo de sus émulos es magistralmen– te explorado por los demócratas, y D. Manuel siente un infierno de ardorosa saña en su corazon. La victoria es completa; el viaje aéreo se emprende. La democracia intrigante, astutísima, puede sonreir como la serpiente en el Paraiso. Adan sucumbe.

¡Ah! y el desenlace será igual, idéntico de toda identidad al del episodio del gran libro. Cuando ya no quede en el radicalismo un progresista de corazon para un remedio; cuando los aliados con los repu

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