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tan y prosélitos forzados de Mahoma, hemos preferido escondernos durante tres siglos en el seno de nuestras montañas, altares de nuestra independencia, siquiera en ellas hayamos confundido sacrilegamente la cruz y el trabuco. ¿Con qué derecho, con qué grado de justicia se nos exije, pues, que en solos treinta años hayamos podido hacer de nuestro salvajismo, de nuestra casi extinguida raza, de nuestra horrible pobreza, una gran nacion civilizada? ¿Cómo se pretende que nuestro renacimiento no sea esta anarquía, esta confusion, esta conmocion constantes? A quien podria y deberia hacerse tal exigencia, en nombre de la cultura y del progreso modernos, es á un país grande por su poblacion y por su territorio, que en íntimo contacto con la Europa de la libertad y en posesion de sus nuevos sistemas de vida social, haya dormido, sin embargo, voluntaria y descuidadamente, el sueño del oscurantismo y del despotismo, no saliendo de él más que para agitarse en estériles contiendas civiles. España, la España citada y admirada por el publicista inglés, debe saber algo de esto, debe saber lo que es el país á quien aludió su festivo poeta.

:>>Como paisaje, es verdad tambien que nosotros somos casi un desierto; nuestra Atica es una especie de soledad africana; desde Atenas á Tebas no se encuentran ya los olivos y los rios que un tiempo poblaron ó protegieron nuestros viejos dioses. Los trigos de la Eubea y los racimos de la fértil Corinto, en el Peloponeso, son acaso lo único que habla entre nosotros de un suelo benéfico y cultivado. Pero ¿con qué dinero, con qué máquinas y con qué brazos podiamos haber enmendado la plana á nuestra ingrata naturaleza? ¿Ni cómo hubiéramos podido lograrlo en solo un cuarto de siglo? Pues en cambio, el dinero sedentario y egoista de los absolutistas y perezosos caballeros españoles, y los brazos de su proletariado semi-árabe, que vive á gusto con el gazpacho y la guitarra, bien hubieran podido hacer en lo que va de siglo una cosa muy distinta de lo que es hoy el paisaje manchego y castellano.

>>Es verdad, en fin; nosotros somos un paisanaje entregado á todas las tristes espontaneidades de su barbarismo tradicional, una especie de fiera semi-humana que en el confin oriental de Europa hace todavía ruborizarse á la civilizacion. Pero, vaya por Dios, que algo bueno representamos, hacemos y tenemos. Representamos la gran idea de la moderna nacionalidad helénica, del cristiano imperio bizantino, y

acaso nos será permitido afirmar, bajo la fé de nuestra palabra, que el dia en que la Europa nos lo permita hacer, el dia en que la espirante y abyecta Turquía deje de vivir de la caridad política del culto Occidente, nuestros doce mil brigantes sabrán entrar solos en Constantinopla. Hacemos con nuestros diez mil barcos mercantes el comercio levantino en casi toda su estension; tenemos nuestra capital, con ferro-carril, gas, palacios y hoteles, nuestros puertos, nuestra universidad central, que monopoliza hoy la instruccion pública en Oriente, y nuestros museos nacionales, donde sabemos recoger y guardar, con religioso cuidado, los restos que de nuestras maravillas artísticas nos han dejado nuestros seculares enemigos. Tenemos, en fin, lo principal que puede tener un pobre pueblo de dos millones de almas, cuyo idioma, cuyas costumbres, cuyo modo de ser apenas conoce el mundo: la fé del porvenir, el deseo de identificarnos con la vida moderna en todas sus fases, la esperanza de civilizarnos, en una palabra, y el eterno propósito de guardar, ensanchar y defender la patria.

>>>Entretanto, los españoles, esos españoles que tienen poetas que suministran citas al diario inglés á que contestamos, siendo una raza inmensa, cuyo idioma hablan y cuyas costumbres se estienden, en Europa, América y Asia, quizá á más de 50 millones de almas; habiendo sacado del gran período de su dominacion en el mundo su patente de gran pueblo, sus ciudades atestadas de egregios monumentos imperecederos, sus anales cristianos, civilizadores y guerreros, más grandes y honrosos que los de todos los pueblos modernos juntos, han sido voluntariamente durante dos siglos buenos súbditos, buenos guerrilleros y buenos toreros, pero nada más; y hoy son una nacion de segundo órden, que, á pesar de haber ido hace diez años á Africa, tan gloriosamente como supo ir; á pesar de que el mundo le recuerda que fué la primera vencedora de Napoleon I, y á pesar de haber acabado de hacer trizas entre sus nobles manos el apolillado, sombrío y maléfico trono de los Borbones, nada intenta para reconquistar entre las grandes naciones el puesto que con tan poco trabajo alcanzaria, y se prepara acaso á volver á su culpable, histórico letargo, haciendo, por la desunion y las miserias individuales, infecunda una revolucion que el mundo entero saludó en su albor con verdadero y simpático asombro.

>>Desengañese, pues, el articulista del Támesis; ha obrado torpe

mente al tratar de regañar á Grecia por conducto de un preceptor ibérico; el poeta español no pensó más que en su patria, ni autorizó á nadie para que á otra lo aplicara, cuando hizo exclamar al petulante personaje de su comedia: ¡qué país, qué paisaje y qué paisanaje!»

Tal es el extraño é intempestivo artículo del diario de Corfú que, solo por via de entretenimiento, hemos dado á conocer á nuestros lectores. Ganas se nos han pasado de contestarlo séria y extensamente; pero, en primer lugar, ¿leerán en Corfú los periódicos españoles, cuando ¡ay Dios! tanto trabajo nos cuesta ser leidos desde el Pirineo á Calpe? Y además, el mismo articulista helénico que para absolver á su país de faltas propias no halla otro medio que inventar ó recordar las agenas, ¿merece, en rigor, nuestro acaloramiento? Contentémonos, pues, con decirle récio, por si tal vez la casualidad hace que lo oiga: señor escribidor jónico: ¡es usted un impertinente!!!

LO POSITIVO.

(16 de Abril.)

<<Todo nace inocente,» nos decia un pensador amigo nuestro en los primeros dias de la revolucion de setiembre, al aplaudir entusiasmado, como España y Europa lo hicieron tambien, la actitud generosa, noble y pacífica del pueblo que, huérfano repentinamente de sus instituciones seculares y con ellas por el momento de todo poder, de toda protectora fuerza moral, lo suplia y lo hacia todo, sin embargo, con la inspiracion de aquella generosidad y de aquella nobleza que le es ingénita.

<<¡Cómo nos hemos civilizado á pesar de nuestras vergüenzas en los últimos doce años!»> nos decia otro espíritu filosófico al ver que ni en Madrid ni en pueblo alguno de España se despedia á la ingrata hija de Fernando VII y á sus últimos secuaces con los terroríficos abusos que la historia exhibe como acompañantes inseparables de tales cataclismos; al ver que en vez del estrépito de la civil contienda, en vez de las represalias de la pasion, solo se oian en toda la Península los magnéticos acordes del resucitado himno de Riego.

Nosotros pensábamos tambien algo consolador, algo honroso para el modo de ser español, en presencia de aquell s hermosos y supremos dias que, por desgracia, parece que se nos van olv dando. Pero no pensábamos precisamente lo mismo que los dos filósofos amigos á quienes acabamos de recordar. No pensábamos que aquella especie de torneo generoso, aquel pugilato de nobleza, aquella subasta de perdon, de olvido y de inofensivo contento á que parecian entregadas las poblaciones españolas en la primera mitad de octubre de 1868, fuesen resultado natural y conmovedor de la eterna inocencia de todas las infancias físicas y morales. No pensábamos tampoco que aquel gran

espectáculo se debiese á la inconsciente influencia de la cultura que el espíritu de la época nos hubiese hecho adquirir á pesar nuestro en la última década. Pensábamos otra cosa; pensábamos que la causa de aquella actitud y de aquella conducta de nuestro pueblo se esplicaban más justa y naturalmente por las invariables cualidades de su carácter.

Por innegables que sean, en efecto, las propensiones de inculta indolencia y de paciencia rebajadora con que, despues de los grandes. dias de nuestra historia, ha visto el mundo someterse el pueblo español á poderes y sistemas que lo han perdido transitoriamente para la civilizacion y para toda verdadera grandeza social, no son menos reales y constantes, por fortuna, las innatas cualidades de esta raza á quien Europa y el mundo y la humanidad deben tanto. Entre esas cualidades hay una á que ha dado nombre una palabra esencialmente española, «la hidalguía.» Con la hidalguía del pueblo español se ha contado, se cuenta, se podrá contar siempre; es su infalibilidad más preciosa, su condicion por escelencia. Y (sin necesidad de remontarnos á pasados siglos) el pueblo que, despues de la abyecta abdicacion de Bayona, recibia y llevaba á la familia de Cárlos IV al trono que habia sabido sacar para ella reconquistado de las manos del gran Napoleon; el pueblo que en 1854 escribia en sus barricadas el lema de «pena de muerte al ladron» y desistia de llegar en su justa cólera hasta el palacio de Isabel II, por no herir, para abrirse paso, el pecho del ilustre San Miguel; ese pueblo explica facilísima y lógicamente al que hace diez y ocho meses dejaba irse á vivir con sus millones al estranjero á sus opresores y denigradores: al pueblo de 1868.

Escribimos estas líneas al son de los repiques de gloria de los templos madrileños, oyendo tambien los solemnes écos del cañon con que la España oficial conmemora la resurreccion del Salvador del mundo.

Ningun momento más á propósito que este para complacernos en reconocer, ya que de grandes cualidades del pueblo español se trata, otra que acaso sea la fuente de todas ellas, y que desde luego es la más característica de todas: su religiosidad.

¡Qué espectáculo el de Madrid en la Santa Semana que hoy concluye! Ha parecido como que todas las clases de la sociedad de la capital de España se han esmerado en oponer una protesta á deplorables declaraciones é imprudentísimos proyectos emanados de las altu

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