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Salmeron progresista, sin otro defecto que el de no haber aun sido ministro. El federalismo republicano tiene otro Salmeron que no quiere por ahora, ni para sí ni para su partido, segun confesion propia, el poder con el gobierno, la libertad con la ampliacion del título primero constitucional; un Salmeron que se contenta con que le dejen hablar, ofreciendo en cambio respetar al jefe del Estado. El país debe meditar si le conviene el sacrificio. El Congreso ha tomado ya una resolucion generosa; el Congreso ha oido ayer durante dos horas al Sr. Salmeron republicano, y hoy le volverá á oir. La suerte está echada.

Es este Sr. Salmeron un jóven cuarenton, todo lo más, con barba negra corrida, poco pelo, alto como deben serlo todos los dominadores del público, pálido como conviene serlo al génio vigilante, beba ó no vinagre, y que lleva, como la elegancia popular lo exige, prendida la cadena de su reló al ojal más alto de su chaleco. Su entonacion es un poco frailuna, con la inflexion monótonamente dulce de un predicador de aldea, lo cual no deja de ser raro en un libre pensador que no es probable haya oido muchas veces al cura de su pueblo; pero es lo cierto que el final de la mayor parte de sus períodos reclama un texto latino como cosa propia. Su pronunciacion es fácil y correcta, y su verbosidad adolece, como todas las grandes afluencias, de poca puntuacion, es decir, que a veces se está cinco minutos entrelazando sustantivos, adjetivos y verbos sin el menor respiro, sin la menor ortográfica solucion de continuidad, lo cual llega tambien á ser contagioso para el pulmon de sus oyentes.

Esto en cuanto al orador externo. Del orador íntimo ó por dentro, basta decir que el Sr. Salmeron fué el discípulo predilecto del malogrado Sr. Sanz del Rio, y que forma en primera línea entre los que guardan el fuego sagrado del yo y del no yo. Conócenle las aulas españolas, y gran parte de nuestra generacion le deberá sin duda, ó grandes sueños ó grandes escitaciones nerviosas, segun el temperamento. Ha venido á las Córtes precedido de una reputacion de sábio, de lumbrera, de fuerza intelectual envidiable. Pero, ó mucho nos engañamos, ó su modestia va á oponer un eterno obstáculo à la demostracion de su profundidad. Además, es necesario conocer lo que es el Parlamento. Los mejores cinco sentidos de un ejemplar humano suelen estrellarse impotentemente en la carencia del raro sentido comun, exigencia eterna de los hombres de Estado.

Por lo demás, el sistema oratorio del Sr. Salmeron tiene dos sencillas partes, dos procedimientos inolvidables que metodizan, por decirlo así, y ordenan constantemente el vasto arsenal de los recursos de su inspiracion. Para todo lo que es práctico, aplicable al momento histó→ rico de la actualidad, para todo lo que es política palpitante, lucha personal, choque de pasiones, defensa propia, criterio de partido, usa el Sr. Salmeron LA CONTUMELIA, es decir, la agresion, la injuria, más ó ménos artística, pero punzante, aguda, traspasante, como á la idiosincrasia de un gran tribuno conviene. Por eso ayer empezó llamando ignorante y desconocedor de las aulas á un ministro, y guardia negra á varios señores de la mayoría. Diéronse estos por aludidos hasta el punto de proponer alguno que, en lo sucesivo, se exija á los diputados una certificacion de no haber ido á la universidad sin pasar por la escuela; ¡como si la urbanidad y el génio no tuviesen derecho á escluirse!

Mas para lo fundamental, para todo lo que es teoría, doctrina, exposicion de principios, conviccion, idea, novedad de pensamiento ó 'de sentimiento, el Sr. Salmeron usa de LA EMBRIOGÉNIA. El suplemento al Diccionario de la Academia francesa define este sustantivo femenino (el Diccionario español no tiene esta ni otras muchas palabras) diciendo que es «la formacion ó desarrollo del embrion.» Damos esta breve esplicacion á nuestros lectores, aunque sin pretensiones, por si alguno de ellos hubiera creido á primera vista que la embriogénia fuese, por ejemplo, alguna nueva pomada ó el título de alguna nueva fabricacion. En Madrid tenemos una litografía que se llama La Tormentaria (calle del Arenal).

Ahora bien; no puede negarse al Sr. Salmeron una gran habilidad en la eleccion del principio á que ajusta sus explicaciones. La embriogénia, considerada por S. S. en cierto sentido figurado, le sirve admirablemente para darse á entender sin que lo comprendan. El embrion tiene algo del caos, algo de la confusion por derecho propio; y el señor Salmeron, desde el punto de vista de su imprescindible filosofía alemana, al pisar los umbrales de su vida pública, se ha dicho: Puesto que yo mismo empiezo y acabo frecuentemente por no entenderme, y puesto que lo que el público puede esperar de mí es metafísica pura, yo consigo vaciar por mi boca el caos de mis pensamientos, reflejar en mi palabra lo único que yo tengo de las ideas, que es el embrion, na— die tiene nada que echarme en cara. La embriogénia, ó sea, por otro

si

nombre, el arte de ser incomprensible, es, pues, y debe ser mi elemento. Y además, si el Sr. Salmeron y sus correligionarios no tienen derecho á considerarlo todo, absolutamente todo, en perfecto estado caó– tico y embrionario, ¿quién le tiene? Para la escuela internacionalista nuestra sociedad se va, estamos en plena descomposicion, nada existe definitivamente constituido, todo está, ó muerto, ó corrompido, ó por nacer. Vivimos entre las ruinas del paganismo cristiano, de la propiedad ladrona, de las monarquías absurdas, de las herencias irritantes; los precursores de la segunda buena nueva no pueden hacer otra cosa que señalarnos, en el inmenso cósmos de una nueva creacion social, el Dios corpóreo de Guillermina, el palacio del pobre, la tierra de todos, el proletariado ahito: ¡embriones latentes, pero embriones queridos y santos de una barbarie que aspira, en su humanitarismo democrático, á ser universal!...

Précursor el Sr. Salmeron, y de los más autorizados, de esa humanidad futura, nosotros le vimos ayer con el recogimiento, con là atencion profundísima que lo sobrenatural, lo misterioso, lo que nuestra débil razon conoce ser superior á ella, nos ha inspirado siempre. Por eso cuando el Sr. Salmeron nos hablaba de la virtud ética en particular, como si hubiera alguna virtud que no lo fuera, esto es, que no fuera moral; cuando nos hablaba de no sabemos qué médula de que se alimenta el esqueleto, como si hubiese algun pobre esqueleto alimentado; cuando nos hablaba de la política inodora é insipida, como si el Congreso fuese una sucursal de la fonda de Perona; cuando nos hablaba de los gigantes con cabeza liliputiense, como si se mirase al espejo, de las cosas inaudibles, como si el diccionario de la lengua no existiese; de los espíritus que se cogen, como el del vino y sus consecuencias; del foro individual, como si hubiese alguien que pudiese jactarse de tener una plaza en el estómago; de los principios inefables; de las representaciones entitativas, de lo inmanente y lo trascendente, y hasta de comulgar con el estrecho vinculo de una iglesia cerrada; cuando estas y otras sublimes frioleras por el estilo oiamos al Sr. Salmeron, lėjos de sonreirnos como unos, ó de soporizarnos como otros, ó de crujir como la techumbre, lo que pediamos mentalmente al cielo era que nuestro cerebro no estallase de admiracion, que llegásemos á comprender alguna cosa, la más mínima cosa de aquella inconmensurable embriogénia de osadías filosófico-antigramaticales!

Ah, no; jamás aplicaremos el espíritu estrecho de partido al juicio de lo que tiene la pretension de ser nuevo, grande ó bello. ¿Qué importa que no sea comprensible? El Sr. Salmeron empezó por decir, como buen individualista, que el sufragio universal es un poder y no un derecho, y acabó, como buen krausista, ó socialista, por reconocer que todo poder es limitable. Y porque no entendiéramos esta y otras hermosas contradicciones, ¿habiamos de negar el fuego recóndito, el talento que las engendra? Nunca. Si no admirásemos más que lo comprensible, ¡medrados estariamos! Hay, por ejemplo, un gran poeta de nuestra literaria edad de oro, el célebre, el ilustre Góngora, en cuyo cordobés sepulcro hace poco tiempo nos arrodillamos. Pues bien; para espresar nosotros con la posible exactitud nuestro juicio sintético sobre el Sr. Salmeron, debemos llamar á este el Góngora parlamentario.

Lean nuestros suscritores el trozo endecasílabo que de propósito hemos puesto al frente de este articulejo, y por la impresion que, despues de meditarlo, les produzca, saquen la consecuencia del efecto que el discurso del elocuente culterano federal nos produjo ayer. Y no fué, no fué ciertamente á nosotros solos. Tambien hubo grandes políticos, grandes inteligencias que nos imitaron en el silencioso recogimiento, en la fruicion secreta con que escuchamos al orador. El señor Ruiz Zorrilla, sin ir más lejos; recordamos que lo que habia que ver ayer tarde era la cara que ponia el Sr. Ruiz Zorrilla al oir al Sr. Salmeron. Se adivinaba en ella la secreta relacion de las almas y de los cerebros del mismo temple. ¿Será tambien filósofo aleman el Sr. Ruiz Zorrilla? Era lo único que nos faltaba.

EL SABADO NEGRO.

(30 de Octubre.)

El Sr. D. Manuel Ruiz no pareció anteayer por el Congreso. Hizo bien; porque aparte la trégua satisfactoria que con este momentáneo eclipse proporcionara á los que no opinan que el verle sea una satisfaccion, si el Sr. Ruiz hubiese asistido á la sesion del sábado, acaso á estas horas su situacion de ánimo seria mucho peor de lo que es; acaso la atonía intestinal de que desgraciadamente padece se hubiera cambiado en esa otra atonía ética, como diria el Sr. Salmeron, que el vulgo llama ictericia, y que consiste en ponerse de acuerdo el corazon, que sufre, y la bilis, que se altera, para hacer del humano espíritu un manantial de tristezas.

Hay una cosa á la cual nosotros tenemos miedo, verdadero miedo; una cosa temida profundamente por nosotros, que, gracias á los dere chos individuales, hemos perdido ya el miedo á cosas muy contingentes, nosotros, que nos paseamos ya entre ciertos elementos políticos sin apretar instintivamente el puño del baston; y esa cosa es ver llorar algun dia, alguna vez al Sr. Ruiz. Nosotros hemos visto llorar cien veces á Olózaga, hemos visto llorar á Figuerola, y si dijéramos que esto nos ha conmovido, no seriamos fieles cronistas de nuestro sentimiento. Pero si el jefe del partido radical llega alguna vez á derramar lágrimas en nuestra presencia, lo confesamos, estamos perdidos; la idea del hombre bonachon y sensible sustituiria en nuestra conciencia al juicio que nos merece el estadista, y tendriamos que abandonar á la historia este gustoso encargo con que procuramos seguir por su magestuosa órbita al astro del radicalismo.

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