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eternidad, suelen, á despecho de su embɔzo, herir el fresco ambiente y los oidos del que por acaso le escucha: y no ha faltado observador que haya notado la reciente humedad de la tierra en el sitio que el fantasma ocupara por algun rato. Indudablemente, pues, porque no es creible otra cosa, ese bulto es un bulto que llora.

Pero hay más: una persona, desocupada de oficio, que se propuso hace pocas noches ver por sí misma el desenlace de esa misteriosa ronda, digna de los tiempos en que no habia gas, nos ha dicho que el embozado, al lucir, como de costumbre, la indiscreta aurora, tomó por la calle del Arenal, dirigió en la Puerta del Sɔl una mirada épica al ministerio de la Gobernacion, siguió por la calle de Alcalá, volvió por la de Peligros, cruzó por la del Clavel, costeó la plaza de Bilbao y se metió por la entreabierta puerta de una casa de la calle de San Marcos. Y nosotros decimos, en vista de todo esto, que ese embozado puede ser muy bien el Sr. Ruiz.

Nada, efectivamente, tiene de estraño que el Sr. Ruiz duerma poco, á pesar de su temperamento antinervioso, ni que hable solo, á pesar del concepto, poco favorable que, segun confesion propia, tiene de su palabra, ni que salga á la calle á horas inverosímiles, á pesar del recuerdo de la de San Roque, ni hasta que tenga larga y confortable capa, á pesar de que anteayer mismo nos dijo en el Congreso, con una elevacion vertiginosa, que tiene la desgracia de no tener tanto que perder como el Sr. Candau. Nada tiene, repetimos, de extraño que el Sr. Ruiz haga esas cosas en el actual momento histórico, puesto que, sea dicho para honor suyo, el Sr. Ruiz está hoy dia de la fecha en el apogeo, digámoslo así, de su monarquismo.

Y seamos francos: las almas superiores no sienten ni deben sentir como sentimos los simples mortales; las afecciones, las pasiones, las preocupaciones, si se quiere, tienen siempre en ellas procedimientos, fórmulas, actos, demostraciones que distan de lo vulgar todo un abismo de formas. En un hombre como el jefe de pelea de los cimbrios, en un corazon de su temple, lo que hay que extrañar es que un principio, un sentimiento especial eche raices; pero una vez echadas, una vez animado y poseido el gigante, ¡atrás la humanidad rutinaria! ¡paso á Jas originalidades del génio! ¿De qué se trata? ¿De ser buen monárquico? ¿De velar por la dinastia? Nosotros, los pigmeos del monarquismo, nos damos por satisfechos con dejar ese cuidado á las virtu

des de la real familia y al amor del pueblo; pero el Sr. Ruiz, y los que al Sr. Ruiz se parecen, que, en honor de la verdad, son pocos, quieren, deben, pueden y saben hacer, al efecto, no solo lo original, sino hasta lo imposible!

No recordamos qué santo ó qué sábio decia que la noche que se acostaba sin haber consumado una buena accion, se acostaba triste y daba el dia por perdido; lo que sí puede asegurarse es que ese santɔ ó ese sábio no era radical, porque todavía el radicalismo no tiene martirologio. Pues bien; al Sr. Ruiz puede muy bien pasarle con su mo→ narquismo lo que al filantropo. La noche ó el dia en que el Sr. Ruiz se acuesta sin haber visto por sus propios ojos que el régio hogar está bien cerrado y tranquilo, que el general Gándara, su amigo particular, ha establecido bien el servicio, que Madrid duerme el sueño de los pueblos contentos con su rey, que la naturaleza entera se asocia á esta tranquilidad monárquica; la noche que vea acostarse al Sr. Ruiz sin haber recitado, por via de plegaria, un trɔzɔ selecto de algun inspirado amante del trono, esa noche (¡no queremos pensarlo!) pudiera muy bien ser la última del Sr. Ruiz sobre la tierra. La vida del sentimiento tiene sus leyes inexorables para los grandes espíritus.

Y además, téngase presente, para comprender y justificar esos tiernos extremos del monarquismo del Sr. Ruiz, no solamente que dicho señor ha sido presidente del Consejo de ministros, por más que á él le parezca todavía un sueño; no solamente que la monarquía es el primero y más lógico de los fundamentos para la ambicion de un monárquico, sino lo que el Sr. Ruiz ha conseguido á estas horas de las regiones en que la monarquía vive y se agita. Al Sr. Ruiz le han dicho sus enemigos que es un monárquico efímero, condicional, de pega, dudoso, apócrifo, frágil y versátil. Al Sr. Ruiz se le ha dicho-¡qué no se dice en este país á las gentes!-que en el seno de su partido se oculta el filibusterismo como la vibora entre flores. Pero el Sr. Ruiz dijo anteayer á la faz de la patria que sus enemigos perderán el tiempo lastimosamente si siguen diciendo eso, por la razon sencilla de que todo eso no hace ya efecto en ciertas regiones. ¿Puede decirse más en lo humano?

¡Ah! no; cuando el Sr. Ruiz lo ha dicho, sus motivos tendrá, sus precauciones habrá tomado, sus noticias fidedignas habrá recibido. Ya no se duda de su monarquismo, ni de su españolismo en ciertas regio

nes; ya se ha hecho en ellas justicia á su amistad transitoria con los. republicanos, á sus tendencias compasivas para con el derecho al trabajo y á sus ligamentos con los reformistas a outrance de las Antillas. Gracias a Dios, el grande hombre respira, la losa de plomo que gravitaba sobre su corazon cede el puesto á la esperanza. Vivimos en el mejor de los siglos, de los países y de los años. Una monarquía que cree en el monarquismo del Sr. Ruiz; ¿concíbese cosa más grande?

¿Qué extraño, pues, que el Sr. Ruiz dedique todos los instantes de su vida á cumplir los deberes de su gratitud monárquica? ¡Arboles de la plaza de Oriente, que empezais á deshojaros; pájaros que en ellos. anidais aun, guardas y vigilantes del órden público que cabe ellos discurrís nocturnamente; caballo de bronce de Felipe V, acojed con la benignidad del respeto al trovador radical que os recita por la madrugada las endechas de su régia fé: una gran pasion habla por su boca, y hasta que el Sr. Sagasta forme ministerio no puede asegurarse que esa gran pasión se mitigue!..

EL TRIUNFO DE LA ESTATURA.

(14 de Noviembre.)

Bien nos lo daba el corazon: el jóven Sr. Ruiz no se quedó anteayer en la cama impunemente. Parece mentira lo que ayuda la posicion horizontal á ciertos cerebros de actividad difícil; el mirar al techo es poco menos que mirar al cielo, y del cielo bajan las grandes ideas. Cuando el domingo á prima noche, despues de los novillos, la flor del radicalismo fué á visitar á su jefe, ya éste habia resuelto bajo su colcha tres cosas: primera, poner de nuevo é inmediatamente á su queri– da monarquía, que no puede disolver las Córtes hasta despues del dia 16, en el conflicto de no tener gobierno para este Congreso; segunda, dar ayer mismo, lunes, al ministerio Malcampo, la mortal batalla que, con ayuda de los republicanos y carlistas, pero como buen dinástico, despues de todo, le preparaba desde el primer dia; y tercera, que hablase al país, en su nombre, el Sr. Moncasi.

Dicese que las dos primeras partes del meditado plan fueron naturalmente acogidas por un ¡hurra! que atronó la alcoba. La única que motivó alguna observacion tímida, fué la tercera, la eleccion concreta y personal del ex-subsecretario del Sr. Ulloa, para empezar el combate. Y á este respecto, asegúrase que el Sr. Ruiz se expresó, poco más ó ménos, diciendo: «Caballeros, lo he pensado mucho. Moncasi es lo más grande de la democracia. A Vds. les falta la fé del tamaño; á mi no. Yo he leido la historia. Eso de que los hombres no se miden por varas es un triste consuelo de los que crecen poco. Caballo grande, ande ó no ande. Si no hubiera sido por su tamaño, ni Goliat, ni Sanson, ni San Cristóbal, ni acaso Mendizábal, hubiesen llegado

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hasta nosotros. Yo he conocido, siendo niño, á un gigante vizcaino que me hizo grande efecto; desde entonces creo en la teoría del tambor mayor. Si Fernandez de las Cuevas fuese más alto, no se le subiria nadie á las barbas en lo de Balsain. Lo dicho, pues; á Moncasi me atengo.>>

Y dicho y hecho. En la sesion de ayer, aun antes de que el carlista, unionista antiguo, Sr. Puga, acabase de apoyar su proposicion de censura al señor ministro de Hacienda, ya el Sr. Moncasi brillaba en su asiento con la doble magestad de su magnitud y de la grave mision que su partido le encomendaba. Llegó el momento. Un señor secretario leyó la proposicion batallona. El Congreso pasó con fácil benevolencia las treinta faltas gramaticales que contenian las veinte palabras de su texto, y en el mismo sitio en que suele alzarse el jefe de pelea, se alzó el Sr. Moncasi como diciendo: «Yo soy un Ruiz con patillas. >> Dicho se está, por lo demás, que todos ó casi todos sus correligionarios le rodeaban trémulos de entusiasmo, radiantes de gozo, como si olfatearan la victoria tras del grande hombre. Unicamente los señores Martos y Rivero, aquel con un gesto de concentrada escama, y éste con cierta palidez sorprendente en su fisonomía persistentemente sanguínea, parecian presentir el fiasco. Los que se hallaban ausentes corrian por Madrid anunciando para anoche mismo la caida del gabinete. Cada cuál, pues, estaba en su puesto.

«Señores, vino á decir el Sr. Moncasi; los firmantes de la proposicion que me permito apoyar, cumplimos un triste deber, penoso y sagrado por iguales partes, al resolvernos á decir á esté gobierno cuántas son cinco. Creed, pues, ante todo, señores, creed préviamente, creed por via de exordio, que, á pesar de ser hombres de gran desinterés é independencia, la mayor parte de los firmantes, empleados ayer, hubiéramos querido serlo hoy, para tener una razon lógica con que rechazar el doloroso encargo. La suerte, empero, lo ha dispuesto de otro modo, y ¿qué hacer? No tengo más remedio que probaros que este ministerio no representa á ninguno de los partidos militantes. ¡Oidme!! (Sensacion, pausa; el Sr. Moncasi peina con sus dedos sus patillas inglesas, y continúa.)

Señores: que el actual ministerio no representa al partido republicano, ni al tradicionalista, no soy yo quien os lo dice: os lo dice la filosofía en primer término, y esto basta. Que el actual ministerio no es

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