Imágenes de páginas
PDF
EPUB

CHIM-CHUAP.

(5 de Diciembre.)

El Sr. Ruiz debe pensar mucho en el emperador de la China. Los grandes infortunios tienen la obligacion de recordarse. Napoleon I, cuando llegó vencido á las costas de la cruel Albion, no se acordó de César ni de Alejandro, sino del proscripto Temistocles. Y la verdad es que si las actuales contrariedades del jefe de pelea le obligan á cumplir esa necesidad de la desgracia, en nadie debe poner el Sr. Ruiz los ojos de su desventura como en el jefe sagrado del celeste imperio. Porque es lo cierto, que el emperador de China es una persona profundamente infeliz; y la Europa contemporánea no tiene una víctima más digna de compasion que el jefe de aquel antiquísimo Estado, cuya in— memorial felicidad ha desvanecido, como leve humo, el feroz contacto de la civilizacion de Occidente.

Considérese, en efecto, aunque solo sea á grandes rasgos, lo que era S. M. Toung-chi antes de que los primeros cañonazos anglo-franceses retumbasen en el recinto de la ciudad veneranda, de aquella Pekin incomparable, en cuyo seno habian pasado de un sueño de placer incesante al eterno sueño de la muerte las innumerables generaciones de sus imperiales abuelos. Un reino compuesto del personal de veinte Europas; un absolutismo como todavía no lo ha soñado ningun carlista; un suelo rico y feraz, dedicado á llenar del metálico más puro las arcas régias; un docilísimo pueblo, entretenido en hacer sus maravillosas baratijas de marfil y sus preciosidades de seda, sin pensar siquiera en la inconsistencia del derecho divino de su señor; las emperatrices Tzi-an y Tzi-si, y el príncipe Kong, llevando sobre sus hombros todo el peso de la gobernacion pública; una hermosa y colosal muralla, librando hasta de las miradas del mundo el dichoso inmenso

recinto; ópio y thé á discrecion, y, por si algo faltaba, un idioma de monosílabos, capaz de espresar, con el menor chasquido de la lengua, las más prolijas sentencias, sin la menor fatiga de la mente ni del pulmon. Todo esto poseia, por legitimo derecho de herencia, el gran emperador.

La vieja Europa, sin embargo, que ya meditaba en la ruptura del Istmo de Suez, se decide á poner las peras á cuarto á mortal tan dichoso, á rasgar el velo secular que nos lo ocultaba, á establecer entre ella y el descuidado coloso las profanadoras relaciones del comercio libre; y un dia—¡dia de luto para todas las damas de los piés chicos!— brillan á la luz del puro sol que alumbró á Confucio muchas patillas inglesas y muchos pantalones encarnados en los mismos jardines de la capital sagrada. ¿Qué hacer? Aquellas gentes, aquellos bárbaros navegantes eran capaces de establecer un café-cantante en el imperial alcázar, y de enseñar el can-can á sus houríes. El emperador cede, la China pierde la inapreciable virginidad de su estado social sin accidentes, y sus embajadores sienten sus primeras náuseas en el Océano

Indico.

[ocr errors]

Pero desde entonces, ¡adios felicidad imperial! El poder del decano de los señores de horca y cuchillo siente que se le ha inferido la más deletérea de las debilidades: la de su fuerza moral. ¿Qué importa que todavía descanse sobre sus sienes la corona? Todas las plagas de la mala fortuna le salen al encuentro: la guerra civil le turba con sus aullidos; hay mandarines que descuidan el darle cuenta de la recaudacion de provincias enteras; á cada paso se le anuncia que se prepara un degüello de misioneros y diplomáticos; sueña todas las noches con las bayonetas occidentales, y hasta tiene que sufrir la insolencia de algun palaciego estranjerizado, que se presenta á la córte con toda la barba. Dígasenos, pues, si, considerada relativamente, ha causado y presenciado nuestra época una infelicidad mayor, y si el Sr. Ruiz no debe pensar en el soberano ministro de Buda, al parar mientes en lo que hoy le pasa.

Y es indudable que al jefe del radicalismo le pasa una cosa grave. Le pasa que, habiendo creido fundar una especie de China política, y habiéndola gozado en realidad durante dos meses, se encuentra hoy con que la impaciencia de turbas y mandarines no le deja vivir, ni sosegar. Le pasa que un dia, una tarde, mejor dicho, se le adjudicó el

imperio, ó, lo que es lo mismo, la jefatura, en un abrir y cerrar de ojos de la Tertulia; y que hoy se le recuerda indómitamente la condicion sine qua non de su magestad prestada: el poder, el ministerio, el gobierno ahora y siempre, antes y despues, y á toda costa. Le pasa que al sol de aquel verano que le vió aletargado sobre su poltrona, narcotizado deliciosamente por la morfina de su presidencia, pactando amnistías con los absolutistas, reponiendo ayuntamientos federales, dando un fusil á todo el que se lo pedia, viendo á sus piés prosternados á los mismos que le llamaban otras veces orador de cortijo, y creyéndose guardado de toda crisis por una fuerte muralla de interregno parlamentario; á aquel sol resplandeciente é inolvidable, ha sucedido el sol de un invierno que desde la plaza de Oriente hasta Logroño no le ofrece otra cosa que un terreno donde no apunta siquiera una triste esperanza.

por

Y le pasa en realidad una cosa mucho más grave. Hay un juego chino que se llama el chim-chuap, ó por otro nombre el rompe cabezas. Todo el mundo lo conoce, hasta el demócrata que solo ha viajado en cosmorama, es decir, hasta el cimbrio que solo ha visto el mundo un cristal de aumento y á favor de una estampa y de una vela de sebo, y hay muchos que solo han completado así su educacion. Ese juego se sabe que es una malignidad de la geometría y que consiste en darle á un mortal desocupado algunos informes pedazos de madera ó plomo, cuyas líneas y límites desiguales se rechazan, y decirle: con estos trozos absurdos va Vd. á ordenar y formar las figuras regulares y completas que contiene esta coleccion de dibujos. Y el que quiere divertirse pone manos á la obra, y sin más que coger un dolor de cabeza, ó triunfa y copia el modelo, ó acaba por dar un puntapié á la mesa y á os tiránicos chismes que le han traido una jaqueca.

Pues bien; el Sr. Ruiz tiene entre sus respetables manos un chimchuap pavoroso. Compónese de muchas y distintas piezas de desigual tamaño, de varia calidad, de color, forma, intencion y modo de ser liferentes. La una es un monarquismo por el estilo del que profesa el señor Rivero, supeditado á la libertad santa y á la alcaldía de Madrid; la otra es un anticipo del ideal Moret, á 16 por 100, seguido de una protesta de Ruiz Gomez en La Correspondencia; aquella es el Código penal de Montero Rios con su cohorte de derechos individuales limitados, aunque ilegislables; esotra es el partido republicano que empieza

á pensar en obrar por su propia cuenta; otras muchas son cesantes que se impacientan, piés que quieren andar en coche oficial, aplausos del circo de Price que exigen su recompensa, emisarios de la Rioja que vuelven con la cara triste, artículos de El Imparcial que quieren educar á las instituciones, internacionalistas que a tosigan, filibusteros que sonrien, economías que se avergüenzan de su nombre; la mar, en fin. Y el caso es que con todas esas piezas el Sr. Ruiz tiene que hacer una figura de dificilísimo desempeño; una figura que se llama dinastismo.

¿Cómo saldrá de su empeño el jefe de pelea? Él mismo no lo sabe, y además tiene el presentimiento de que si, en último resultado, se decide á tirar la casa por la ventana, no lo ha de conseguir. La mesa en que le obligan las circunstancias á hacer su juego, empieza á estar sostenida por las endiabladas clases conservadoras, que no tienen entrañas para ninguna demagogia, ni aun para las que lo son sin saberlo. Si el héroe de Tablada da el puñetazo final sobre el tablero, pudiera suceder que no lograra otra cosa que romperse las uñas. Y lo más triste del caso es que esa mesa no está sola: tambien juega en ella el Sr. Sagasta, pero con piezas mucho mejores. Y acaso por esta persuasion, mientras D. Manuel pone una cara de dos mil diablos, el Sr. Sagasta sonrie. ¡Ah! Sr. Ruiz: ¿Quién inventaria la sonrisa?

EL TRIBUNAL DE LOS NUEVE.

(7 de Diciembre.)

Hay, segun nos dicen, en la Tertulia un gabinete relativamente magnífico y lujoso. La irrupcion de los cimbrios tuvo la culpa de su explendidez. Sabido es que entre los señores demócratas los hay que tienen, si no hábitos perfectos, tendencias al ménos muy marcadas de sibaritismo, de comodidad y elegancia. Entre otros, el Sr. Moret no puede comer sin trufas, fuera de su casa; y respecto al Sr. Rivero, quien le convide sin consultarle préviamente el menú, le infiere una verdadera ofensa. Tampoco hay quien puede prometerse ver al señor Becerra sin guantes. Lo cierto es, pues, que el gabinete ó saloncito de que hablamos, recientemente decorado y amueblado en virtud de una suscricion ó cuestacion social, se diferencia grandemente de las demás piezas del célebre casino. En estas, las butacas más costosas son de resistente gutapercha, las paredes lucen de trecho en trecho en sus zócalos de papel rameado las grasientas huellas de cien cabezas, y rara és la mesa que no cojea y el tubo de quinqué que no conserve señales de haber saltado. Todo en puritano testimonio de la histórica, honrosa modestia de los antiguos milicianos que por allí pasaron.

Pero el gabinete en cuestion es otra cosa. El espíritu moderno de la democracia que ha dado ya tantos y tan singulares ministros á la revolucion, no ha vacilado en hacer de esta pieza una excepcion notable. El terciopelo de Utrech viste sus asientos anchos, las cortinas son de estampado merino, hay escupidores de metal en los ángulos; largos mecheros de gas brotan de sus muros, en su centro se eleva un verdadero velador con tapiz y periódicos, y dos criados con récias levitas y guantes de algodon que se remudan cada ocho dias, velan á su puerta. Hoy mismo, dice un diario liberal que en la Tertulia ya no

« AnteriorContinuar »