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el decreto de disolucion en el bolsillo. La levita reinaba entre los trajes, la alegría de un apetito inocente en estómagos y semblantes. El dueño de la casa hizo los honores preliminares con esa temible naturalidad que todos le reconocen. Al marcar un reló de sobremesa la hora deseada, un criado sin guantes, pero con chaqueta, anunció que S. E. estaba servido, y S. E., deteniendo con un gesto benevolo el primer impulso de los que se disponian á irse á la mesa, que eran todos, se permitió dirigirles estas ó parecidas palabras:

«Señores, la Pascua de Natividad es una fiesta cristiana, tan cristiana que yo creo que á no haber venido al mundo Nuestro Señor, no se celebraria. Pues bien; ya que nosotros no podemos ser actualmente buenos ministros y buenos empleados, no pienso que perderemos nada en ser buenos cristianos, hoy que todo lo que se nos exige para serlo es comer bien. Y esta ha sido la idea esencial, la razon ocasional de mi convite. Ya tenemos dominada á la demagogia federal por una alianza que no debe romperse por ahora. El carlismo seguirá haciendo lo que nos convenga, mientras á él le convenga igualmente. Pues bien: hoy podemos conquistarnos algunos millones de conciencias más, apareciendo como un partido cristiano, como un partido con Pascua, como un partido español, que respeta y comparte los sentimientos de sus conciudadanos. Dicho esto, cuyo alcance dejo á vuestra penetracion, no necesito deciros más. Señores: lo que hoy vamos á hacer y á decir aquí, no solo se oirá en Canfranc y en el Puerto de Santa María, sino que es muy posible que retumbe en la plaza de Oriente y hastaen Roma: al comedor, pues, señores.»>

Y tres minutos despues, y sin otros incidentes que los apretones inevitables entre los que quieren entrar á la vez por una misma puerta, cada cual ocupaba su silla ante la gran mesa elíptica, de pintado pino, tan bueno bajo el mantel como la caoba, y extendia su servilleta sobre sus trémulas rodillas, y fijaba la nariz, los ojos y la respiracion sobre el humeante plato de sopa de almendra con que se inauguraba el hartazgo. ¡La sopa de almendra! dijo en el acto el observador y juvenil Sr. Moret al que tenia al lado: ¿por qué no se ha de decir, más propiamente, la sopa con almendra? De todos modos, hé aquí un plato digno de la civilizacion; la almendra es muy antigua; los celtíberos la comian cruda, y se tiraban las cáscaras, como nuestros chicos; pero el espíritu de los tiempos inventó primero la horchata fria,

y

despues la horchata caliente, con pan, que es esto. Es, por tanto, la sopa de almendra una sopa progresiva, una sopa sintética, una sopa. radical. Ya conoce Vd. mis principios económicos; si hay una cosa que yo aborrezco en el mundo es la proteccion; y sin embargo, no como una sola vez esta sopa sin sentir heridas mis creencias, sin pensar en que debia imponerse á la exportacion de las almendras un derecho crecido para proteger esto, este manjar que es blanco como una inglesa, dulce como una poltrona en que yo me he sentado, y alimenticio como todo lo farináceo!...

No ménos tiernas, ni ménos filosóficas, ni ménos oportunas fueron las ocurrencias de los otros, á quienes se les ocurrió algo más que deglutir apresuradamente, que fueron muchos. Dicesenos asimismo que el Sr. Echegaray, al descubrirse en cierta agotada fuente la espina integra de un enorme besugo, clavó en ella los eternos cristales de sus gafas constitutivas, y exclamó: ¡Ah! señores, sea cualquiera el sitio á que esta misma noche vaya á parar esta pobre armazon huesosa del sabroso peje que la poseyó, posible es que, andando el tiempo, se la encuentre otra generacion en las ruinas de esta casa, y que algun palanteólogo haga sobre ella estudios semejantes á los que yo tuve el honor de hacer sobre los pelos hallados en el quemadero de la Inquisicion. ¡Quiera la ciencia, pues, señores, concedernos que, cuando esta espina se descubra, sus analizadores adivinen la expansion radical que esta noche la ha desnudado, y que el porvenir saque nuestro nombre de la sombra de sus recuerdos como una verdadera espina de gloria!

Del Sr. Rivero cuéntasenos que estuvo amabilísimo y expansivo como pocas veces; que riñó con afectuosa dulzura á cierto sencillo amigo que bebió malvasía con el pescado. Segun el Sr. Rivero, y tiene razon, para el pescado se ha hecho la manzanilla: preguntó tambien al Sr. Ruiz, con sincero entusiasmo, el nombre y circunstancias de la entendida cocinera; y por último, tuvo la abnegacion de reconocer en el Sr. Martos á un vicepresidente de la Tertulia. Por su parte, el inteligente é intencionado D. Cristino, siempre con sus reminiscencias de tribuno y de hombre de Estado, confesó que sentia haberse dejado el sombrero en la antesala, porque esto le impedia descubrirse alli tan reverentemente como lo hizo en Price ante la soberanía del pueblo republicano. Y el Sr. Moncasi dicen que estuvo admirable al trinchar un pavo. Parece que, á pesar de que el animalito estaba bas

tante duro, hasta el punto de no entrarle el tenedor, D. Manuel Leon asió con el índice y el pulgar de entrambas manos las dos patas, hizo, sonriendo, un pequeño esfuerzo, tiró, y el ave quedó deshecha en pedazos chiquitines, como si la maza de Fraga se hubiese encargado de su reparticion.

Debemos tambien recordar el loable acto del Sr. Rojo Arias, que interrumpió la masticacion general proponiendo, con verdadero espiritu evangélico, una cuestacion para los pobres, y viendo caer inmediatamente sobre el plato, que hizo pasar de mano en mano, tantas piezas de medio real como circunstantes. Y mencionaremos igualmente al Sr. Diez, fiscal cesante, quien, á pesar de haberse sentado á la mesa. con su hermosa, inseparable capa, se levantó como un jóven en cierto momento y leyó parte de un opúsculo republicano que publicó años atrás en Valladolid, muy gracioso por señas. Y al Sr. Mata, médico y D. Pedro, que disertó lucidísimamente sobre la influencia de la digestion en las costumbres, probando que el beber y el comer á satisfaccion es á la felicidad lo que la primera materia á toda obra de arte. Y en fin, al Sr. Cuevas que, al promedio de la comida, sacó de su ancho bolsillo varios lindos paquetitos, atados con hilo rojo de cartas, de mondadientes de pino sangrado y sin resina, y ofreció un par de ellos á todas las mandíbulas.

La necesidad nos obliga á prescindir de otros muchos notables accidentes. No podemos ni debemos escribir un poema. Solo, pues, diremos, para concluir, que el dueño de la casa estuvo por sí solo tán apetente, tan sonriente y tan inteligente como todos los demás juntos. A los postres se irguió con pasmosa rectitud de apostura, y con el nudo de la corbata casi deshecho y los ojos húmedos del entusiasmo, propuso dos cosas: primera, un brindis á la opinion pública, á esa opinion, añadió, que era reina del mundo antes que el marqués de Miraflores lo advirtiera; á esa opinion que, tarde ó temprano, tempráno si hay justicia en la tierra, nos dará el poder. Y segunda, que se redactara y enviara aquella misma noche, segun es uso y costumbre, un nuevo mensaje telegráfico al invicto duque de la Victoria. Trájose, en efecto, papel y tintero, y se escribió el siguiente telégrama á Logroño: «Excelentisimo señor: Veinte y siete mil senadores y diputados radicales, reunidos en el comedor del que suscribe, saludan de nuevo á su jefe honorario, esperando que esta vez se digne contestarles, y

rogándole olvide el nombre de progresista en atencion á que el señor Sagasta lo lleva todavía-Manuel.»>-Y dicho se está, que el mensaje fué aprobado por aclamacion y con tal placer, que alguna que otra copa crugió entre los dedos que la oprimian.

Eran más de las doce, cuando la policía, que nada tenia que ver con esto, vió salir de la casa de pelea las últimas parejas, y observó la singularidad de que casi todas andaban y reian como si tal cosa. El último que salió fué el Sr. Ruiz Gomez, por haber tenido que tomar apuntes aritméticos sobre el gasto ó importe de la comida, para que su ilustre amigo y jefe lo sentara con exactitud en su presupues— to extraordinario. Respecto al venturoso Sr. Ruiz, dícese que antes de acostarse se dió una vuelta por la cocina, y suspendiendo en los lábios de sus domésticos una copla del carrasclás, les arengó con placer y hasta con ternura, diciéndoles: «Hijos mios, yo no sé si os vereis en otra, sobre todo antes de las primeras elecciones generales, pero no me negareis que estais pasando un buen rato. Pues bien; pensad en que si yo no fuera lo que soy, no le tendriais. ¿Y por qué soy yo lo que soy, vamos á ver? Pues es por haber sido siempre más liberal que Riego. Hijos mios, sed liberales, sin dejar de servirme bien. Ya veis que por muy gran cosa que sea la Internacional, la despensa de un liberal honrado no le va en zaga. Buenas noches. Que se me dé temprano el chocolate.» Y luego se nos afirma que el Sr. Ruiz se acostó y soñó que era la Pascua del año que viene, y que la opinion le habia declarado presidente perpétuo del Consejo.

DE LA CAPA Y DE LOS CIMBRIOS.

(5 de Enero de 1872.)

La capa muere, digimos hace pocos dias, considerando á vista de pájaro la nueva prenda de abrigo recien adoptada por un personaje político de la importancia del último fiscal del Supremo. No hay, en efecto, peor síntoma de la decadencia de una institucion, que su abandono por los que han sido sus sostenedores en la historia. Que la capa ha sido en España una especie de institucion, es evidente. Esa prenda encubridora y cómoda viene acompañando á través de los siglos á nuestras generaciones con una verdadera constancia nacional. Los godos celebraron bajo su embozo las inevitables conspiraciones de su monarquía electiva. La reconquista la vió competir con la elegancia ligera de los sastres moros. La edad moderna hizo de ella el gran auxiliar de los galanteos absolutistas. Y todavía en nuestros tiempos la cultivan desde el estudiante al torero, desde el alcalde de aldea al elegante que la lleva á la Opera sobre su frac.

Y sin embargo, esa prenda, esencialmente española, conciudadana, indígena, decae, languidece, muere. Nosotros no entraremos á discutir ahora si estará bien muerta, si nos alegramos ó nos dolemos de esa decadencia. Confesamos que, á pesar de todo, nuestra opinion sobre la capa no está aun completamente formada, y no podemos decir en conciencia, si somos verdaderos partidarios ó enemigos suyos. Algunas veces, cuando hace viento y se nos infla alrededor del cuerpo tembloroso, estamos por opinar con los que dicen que la capa, como prenda confortable, es una engañifa; y cuando consideramos los grandes servicios que la debe el hombre, desde José hasta nuestros dias, sentimos por ella verdadero enternecimiento. Pero de todos modos nuestra opinion no hace al caso, y lo cierto es que la capa muere. Lo del fiscal es un síntoma terrible.

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