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¡Ah! sí; lo que en la juventud anuncia, cuando más, una exigencia de la lógica inconstancia; lo que cuando se tiene barba negra y corrida significa solo un pretexto para tener algo que no pagar, ó simplemente una imposicion de la tirana moda; á cierta edad avanzada, en el ocaso de la existencia, de sesenta para arriba; cuando no se tienen más que pelos blancos desde la nuez hasta el occipucio, quiere decir mucho, mucho. No se pasan, en verdad, tres duros de años llevando capa desde setiembre á mayo; no se asiste entre unas vueltas de lana y seda á la caida del antiguo régimen, á la guerra civil y á varios pronunciamientos; no acostumbra uno á su país á verlo siempre con la capa puesta, lo mismo en el paseo que en la oficina, lo mismo en casa del general Espartero que en la de Gonzalez Brabo, lo mismo en la Audiencia que en la redaccion de un diario republicano, para renunciar el mejor dia y sin un motivo profundo, á una prenda que consta como parte integrante de nuestra personalidad, y sin la cual no se nos ha retratado nunca. Cuando esto se hace es porque pasa algo grave, es porque se cumple alguna inexorable ley del órden moral.

La capa muere, pues, no hay que dudarlo. La primer mañana que el Sr. Diez ha salido de su casa sin ella, puede considerarse como su fecha mortuoria. El momento en que el respetable ex-fiscal pagó, con los restos de su última nómina firmada, en la mejor ropería de la calle de la Cruz el precio de su nuevo carrick, ese momento bien puede ser considerado como un momento histórico. Así, con esos tristes síntomas de dolorosa resolucion en sus partidarios, caen y mueren las. instituciones. No ha tenido de extraño ver á un republicano de ayer dejar de serlo cuando al interés pátrio ha convenido; pero el ver al señor Diez, al de los párrafos cortos, al de la capa de siempre, en posesion de uno de esos abrigos novísimos, exóticos y efímeros que el estranjero nos ha enviado, equivale á oir la voz de la nacion entonando un solemne requiescat á la prenda de sus mayores. Tal al ménos nos parece.

Pues bien; si la capa pierde terreno, los cimbrios lo ganan, y lo que sucede en el sentido del uso con la prenda más ibérica, pasa en otro sentido con esa comunidad que no ha tenido partidarios en provincias hasta que algunos progresistas se los han dado. Los cimbrios se crecen de una manera prodigiosa, los cimbrios avanzan rápidamente por las sinuosidades del radicalismo. Para ellos cada dia es un triunfo,

cada paso un escabel, cada momento una ambicion satisfecha. Son la nubecilla que nace invisible en el horizonte y que se extiende rápida→ mente á cubrirlo; son la gota de reactivo que se apodera de todas las moléculas del vaso de agua; son la pequeñez que realiza la fiebre de la grandeza con su único procedimiento posible: la astucia; son indudablemente algo que prospera, algo que se agranda, algo que aspira á una victoria trascendental.

Ya les habiamos visto practicar, respecto al progresismo, aquello de <<divide y vencerás, » que lo mismo se aplica á una piña que á un partido. Ya les habiamos visto dar la jefatura de pelea al Sr. Ruiz, para que nadie sospeche que ellos y solo ellos la tienen; ya les hemos visto meter, como quien no quiere la cosa, al Sr. Martos de vicepresidente en la Tertulia, despues de haber fundado el periódico del mismo clásico nombre; y ayer les hemos visto, ó mejor dicho, no les hemos visto en las exéquias oficiales del general Prim. No fueron á ellas sus jefes, sus hombres más autorizados, sus notabilidades, y solo alguna que otra relativa insignificancia apareció en Atocha con sus guantes negros.

Puede que sea suspicacia nuestra; pero la ausencia del crimbrismo en el gran funeral de ayer, nos parece cosa significativa. Y si no, discurramos brevemente sobre ello. ¿Por qué no fueron los jefes cimbrios á las honras del último jefe progresista? ¿Están enfermos? Nada se sabe, ni es de creer que lo estén con tal unanimidad; por otra parte, conocida es la resistencia férrea del Sr. Rivero, y la solidez biliosa del inteligente Sr. Martos, y la inmodificable normalidad salutífera del Sr. Moret. ¿Lo hicieron por visitar al Sr. Ruiz? Tampoco es creible; el Sr. Ruiz, aunque hubiera estado bueno, quizás no hubiera ido por no ver que el Sr. De Blas llevaba en su coche al jóven duque de los Castillejos. ¡Buena se hubiera armado si D. Manuel vé estɔ! ¿Será porque los cimbrios no son madrugadores? Todo lo contrario: nosotros creemos que los cimbrios no duermen; nadie les ha visto, al menos en lo que va de revolucion, dejar de aplicar un ojo avizor á cuanto pasa.

Puede, en su virtud, y debe presumirse que la aparente é incomprensible falta cimbria de ayer obedece á una causa recóndita que se enlaza con el sistema de sus procedimientos. ¿Quién sabe por dónde resultará ese retraimiento? Por de pronto, nosotros estamos seguros de que más de un zorrillista, más de un radical nuevo, se retiró ayer á su

casa hondamente preocupado y diciéndose: «cuando los cimbrios, que son nuestros maestros en liberalismo y en tantas cosas, no han pagado tributo á la memoria del general, acaso hayamos estado todos en un error creyendo liberal al general Prim. De todos modos, esto es una leccion que ningun buen individualista debe desperdiciar. Decidida— mente, los progresistas ni hemos sido, ni somos, ni seremos nada sin esos señores que quieren regenerarnos por el cimbrismo. Sea, pues, como ellos quieran.» Y figúrense Vds. lo que tales reflexiones labrarán en el ánimo de ciertos milicianos tibios; figúrense Vds. si el cimbrismo puede sacar partido de tales soliloquios! ¡Y lo sacará, lo sacará! Pues no lo ha sacado hasta de las ideas estanquistas de D. Servando?

¡NADA!

(15 de Enero.)

Anteanoche, mientras se celebraba la reunion de ex-ministros unionistas, se celebraba tambien en el café de la Iberia la más nume– rosa, palpitante é interesante reunion de radicales que en lo que va de mes ha visto Madrid. Notemos de paso la preferencia que el radicalismo tiene por el viejo café de la Carrera de San Gerónimo. Verdad que la Iberia viene siendo hace años un café político, una especie de sucursal parlamentaria; pero es verdad tambien que ningun partido la ha cultivado y poblado tan colectiva y ruidosamente como el radical. Lo que los moderados hacian otras veces en el Casino; lo que los progresistas en su Tertulia, y los unionistas en su Círculo han solido hacer modestamente, los radicales lo hacen ahora en la Iberia con un explendor, y con un apresuramiento, y con una solemnidad callejera, que pasman.

Débese esto probablemente á dos causas. Primera, á la comodidad y buena posicion relativas de la mayoría del radicalismo, tan distantes de la penuria conservadora que El Imparcial ha puesto muchas veces de relieve. El radicalismo podrá no ser un partido de mayores contribuyentes por territorial; pero acaso lo será por la industria; de todos modos no hay partido á quien se vea, cuando llega el caso, tomar y pagar más copas. Segunda, á la pasion que el radicalismo tiene por la publicidad, por hacerlo todo en el seno y á la faz del pueblo, de ese pueblo tan saludado y acatado por el Sr. Martos siempre que conviene; por la necesidad en que el radicalismo individualista tiene constantemente de exhibirse ante la colectividad soberana del conjunto social, y que tan hondo disgusto deparó ya á Mr. Price. De manera que un partido rico y popular no es extraño que sea un partido de café

Pues bien; repetimos que anteanoche el de la Iberia estallaba, por decirlo así, de radicales. Aquello era un meeting de hecho. Aquello era un crugir y vaciar de vasos y botellas estruendosísimo; aquello era como el final de un banquete del Sr. Rivero, elevado al cubo; aquello era un consumo inverosímil; aquello era un no haber mesas para el público neutral, un ir y venir de sala á sala y de silla á silla, un murmurar y un gritar alternados, una série de discursos interrumpidos por la libacion ó por los aplausos, un espectáculo, en fin, verdaderamente admirable. Los directores del mostrador no daban abasto á cambiar tanta peseta, los mozos sonreian en la plenitud de la propina, la cocina se quedaba sin depósitos, y la opinion pública, por boca de los transeuntes que miraban á través de las puertas de cristales, se decia para sus adentros: así se salvan y se consolidan las instituciones.

que

Habia, naturalmente, radicales de todas las múltiples especies de la gran clase, de todas edades, aptitudes, condiciones y estructuras, desde el cimbrio de pura raza, que necesita pensar en su último destino para comprender la monarquía, hasta el zorrillista de buena fé todavía no se ha puesto más que el guante de la mano izquierda, y eso sin abotonarlo. Pero nuestros lectores nos perdonarán que no citemos nombres propios, por muchas razones. En primer lugar, todo lo personal es pequeño y desatendible cuando se trata de estos grandes intereses de la política y de los cafés; y además, nosotros estamos arrepentidos de haber hecho alguna vez menciones y citas individuales; nosotros no debemos querer ni aun la gratitud de adversario. Sin ir más lejos, nosotros tenemos hoy un remordimiento por habernos ocupado concretamente en la personalidad del Sr. Diez, fiscal que fué del Supremo, y haber seguido paso á paso las modificaciones de su aspecto, la jubilacion de su capa, la trascendente aparicion de su carrick novísimo, su entrada, en fin, de lleno, en las formas de la civilizacion. ¿Cómo nos perdonarán nuestros correligionarios la parte que hemos tomado en hacer del Sr. Diez un personaje de actualidad?

No haremos, pues, más que una cita negativa; no diremos quiénes asistieron; no llamaremos por sus nombres y apellidos á los poseedores de aquellos elocuentes lábios ribeteados de cerveza, ó coloreados por el chocolate, cuyos arranques oratorios tenian despierta á toda la calle del Lobo; solo diremos una cosa importante, y es que el Sr. Ruiz no asistia. ¿Por qué? Misterio á primera vista. Un partido que tiene

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