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Era una tarde de 1867. El Sr. D. Salustiano Olózaga y el que tiene el honor de contar esto paseaban juntos en París bajo los arcos del Palais Royal. El Sr. Olózaga era á la sazon el patriarca civil del progresismo, que utilizaba patrióticamente su destierro pidiendo y predicando la conciliacion con la union liberal, comiendo frecuentemente con el príncipe Napoleon, ganando para la causa revolucionaria de España apoyos y simpatías respetables, y no sabemos si cobrando su cesantía de ministro. El que esto recuerda era un simple ex-diputado y experiodista unionista, firmante de la memorable exposicion que echó abajo la puerta del ilustre Rios Rosas en una noche, y con ella la del palacio de la última descastada nieta de San Fernando.

Y era además el que esto relata grande admirador, hasta entonces platónico, del terrible autor de la Salve; y recuerda que fué aquella una de las primeras ocasiones en que se acercó, trémulo de respetuoso entusiasmo, al Júpiter liberal. El Sr. Olózaga tenia toda la barba.

Hablaban ambos de España, ó, lo que es lo mismo, de política. El Sr. Olózaga tenia una fé tan robusta como su persona en la proximi– dad del triunfo revolucionario. El inesperto jóven que le oia no participaba por completo de aquella patriarcal confianza, y así se permitió decirlo al Sr. Olózaga.

-¿Qué teme Vd.? preguntó este.

-Temo, Sr. D. Salustiano, le digimos, que, entre otras cosas, llevemos la guerra civil á nuestra patria.

—¿Por qué?

-Porque, á pesar del descrédito de la dinastía, hay en España una generacion acostumbrada á considerarla como el símbolo de la idea liberal, un ejército enseñado á batirse en su nombre, una burocracia, una aristocracia y parte de una teocracia cuyos intereses están en ella arraigados; y esto, y la poca costumbre que tenemos los españoles de derribar tronos, me hace temer que la revolucion que consigamos hacer en Madrid tenga que conquistar á cañonazos, y pueblo por pueblo, las cuarenta y nueve provincias de España...

-Jóven, nos replicó entonces el ilustre Olózaga, con una concentrada, vehemente y filosófica elocuencia que nunca olvidaremos; usted ha nacido ayer, como quien dice, y, por muchos libros que haya leido, no perderá nada con que yo le hable ahora con el texto de mi esperiencia á la vista. Sepa Vd., pues, que Isabel II caerá, y caerá sin defensores y sin guerra civil, y sin clases que la enciendan en su nombre; porque la revolucion que la echará de España está ya hecha; y por mucho que Vds. y nosotros, los nuevos y los viejos liberales, hayamos hecho y hagamos para esa revolucion, más, muchísimo más ha hecho por sí misma la ingrata agonizante dinastía que debe perecer á sus manos. Esa revolucion prévia tiene un nombre: se llama la revolucion del desprecio.

II.

Año y medio despues, el que estos recuerdos evoca, puesto por la casualidad y sus leales aunque cortos esfuerzos al frente del movimiento revolucionario de una de nuestras principales provincias, recibia casi sin interrupcion dos gravísimas noticias telegráficas: la de la victoria de Alcolea, que le comunicaba el ilustre Serrano, y la de la fuga de la córte al estranjero, que le participaba el ilustre Rivero en un despacho histórico, cuya viril elocuencia correspondia á la inmensidad del suceso anunciado.

Sonaban á nuestro alrededor los unánimes febriles ecos de la alegría de un pueblo; pesaban sobre nuestra escasa inteligencia los graves deberes de la organizacion y direccion de una vasta provincia, y, sin embargo, hubo en aquel momento algo que ocupó por entero nuestra atencion, separándola transitoria pero profundamente de cuanto nos

rodeaba; el recuerdo de un hombre y de un hecho que dormian en nuestra memoria se despertó con la solemnidad de una grave leccion en nuestro ánimo: era el recuerdo de D. Salustiano Olózaga y de su profecía, ya realizada.

¡Ah! tenia razon, nos deciamos mentalmente en aquellos momen- . tos, tenia razón el insigne patricio. Así caen las dinastías cuando se divorcian del espíritu de un pueblo, sin otra catástrofe que ese triste simulacro de honor militar hecho en Alcolea; sin que la voz de una clase poderosa, de un grande sentimiento nacional las despida. ¡Así caen las dinastias huérfanas de la consideracion pública, infieles á su historia, perjuras á sus promesas, enemigas del principio generoso que las dió vida!

Pero ¿quién ha sido, añadiamos en nuestro soliloquio, el principal actor en esta consumada obra del pátrio menosprecio hacia los nietos de Cárlos III que acaban de cruzar el Pirineo? ¿A quién la verdadera gloria de esta obra regeneradora de España? ¿Quién aparecerá ante la posteridad como el principal, activísimo y fuerte instrumento de ese desden nacional que mira impávido la cuna salvada en Vergara convertida en el wagon que lleva á Isabel II y sus hijos al ostracismo?

¡Oh! no cabe duda: Olózaga ha sido ese actor, de Olózaga será en el porvenir esa gloria, Olózaga ha sabido ser ese providencial instrumento. El tremendo expositor de los obstáculos tradicionales con que ha venido luchando, en lenta agonía, la libertad española; el autor del retraimiento que paralizó desde su primer instante la máquina constitucional fundada en 1808; el vigoroso acento que flageló sin descanso al impúdico fanatismo de la córte errante; el iniciador inteligente de la coalicion de los partidos liberales; el acusador incesante de los oprobios que extendia sobre el país un sólio mancillado; ese hombre, ese pensamiento, esa voluntad, esa actividad han sido los que han saturado, por decirlo así, á la nacion entera, de ese desprecio que hoy sirve de alma á la revolucion; y esta revolucion es obra suya, hechura y gloria suya, que nadie puede ni debe disputarle...

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III.

Y hé aquí que año y medio despues llega el Sr. Olózaga á Madrid,

t

llamado ni más ni menos que por España entera, porque le llama la revolucion entorpecida, paralizada, desvirtuada, extenuada en brazos de la interinidad; porque le llaman los prohombres revolucionarios, gastados y desautorizados en el seno de la interinidad; porque le llaman los lastimados intereses de todas las clases, los aflojados vínculos de todos los respetos y de todas las esperanzas que la revolucion creara y que la interinidad destruye; porque le llaman las ansias, los temores, los sufrimientos, las anarquías, las miserias que la interinidad ha acumulado sobre el corazon del país.

Y hé aquí que la venida del Sr. Olózaga es lo mismo que si los partidos revolucionarios, olvidando sus progresivos fatales divorcios, y uniéndose en aras de un peligro comun, hubiesen gritado juntos desde la orilla izquierda del Vidasoa á nuestro embajador en París: ¡autor moral de la revolucion, Homero de la tribuna española, tú á quien todos los obstáculos, desde Espartero hasta Isabel II, han venido pequéños; ven á nosotros por el amor de Dios; mira que no hemos sabido hacer otra cosa que perder el tiempo; que estamos, como cuando te fuiste, sin órden público, sin crédito, sin dinero y sin rey; mira que empezamos á conocer que la paciencia del país se agota; mira que no queremos que se haga contra nosotros la revolucion prévia que tú supiste preparar contra lo que derribamos; destructor glorioso, enemigo histórico y monumental de los Borbones, ven á darnos un consejo; ven á salvar la revolucion, si aun es tiempo!

Y hé aquí que, segun se dice, el Sr. Olózaga viene ni más ni ménos que á consolidar la interinidad, aconsejando y aprobando que se den facultades á la regencia nominal del general Serrano; hé aquí que despues de un año de observacion filosófica y patriótica, en la que ha recogido todos los écos de nuestras discordias, en la que ha analizado todos los écos de nuestros desórdenes, en la que han pesado sobre su reflexion todos los ayes de la desgarrada patria, de la revolucion estancada, de la Constitucion olvidada, de la monarquía sin rey, de la Hacienda sin recursos, de la fuerza moral del gobierno sin punto de apoyo; el grande, el ilustre, el no gastado, el vírgen Olózaga, que de intento se ha mantenido fuera del terrible roce de los sucesos, abandona al fin su lindo hotel del muelle Orsay, y viene á conjurar, á remediar, á extinguir de una vez por todas las funestas consecuencias de la suprema falta de la revolucion, las miserias y las vergüenzas todas de

la interinidad... consolidando, normalizando, constituyendo sólida mente, enalteciendo, idealizando, divinizando... la interinidad!

IV.

El mundo político se pregunta asombrado: ¿Qué es esto?...

Los más optimistas y más fisiólogos dicen: No es nada; es pura y simplemente la influencia de los años; al Olózaga físico responde lasti→ mosamente el Olózaga moral; la vejez es una segunda infancia, segun todos los tratadistas.

Los más pesimistas dicen: Eso es que la Providencia vuelve la espalda á su protegida la obra de setiembre; eso es que, cuando hasta Olózaga hace y dice eso, esto está perdido!...

Los federales dicen: ¡Victor por D. Salustiano! él nos regala, corregida y aumentada, la interinidad. Camaradas, manos á la obra; la interinidad es nuestro elemento, es lo de Cádiz, lo de Málaga, lo de Barcelona: ¡viva la disolucion nacional!

Los carlistas dicen: ¿Habrá hablado D. Salustiano con nuestro rey y señor?

Los cimbrios dicen: Olózaga es un grande hombre, casi tan grande hombre como Martos. Martos y Olózaga serán ministros juntos; y cuando seamos un partido, promoveremos una suscricion para ofre→ cer un laurel de oro al protector de los ateos casi-republicanos.

Los progresistas de buena fé dicen: ¿A cuántos nuevos años de destierro nos llevará este nuevo bienio de la interinidad olozaguista?...

Y los moderados, ¡ah! los moderados son los que dominan con la voz de trueno de su alegría todo este desconcierto de exclamaciones. Los moderados dicen: ¡Qué gran hombre es ese Napoleon III! ¡Ved cómo del Olózaga senil, parisiense, sibarita, imperialista, bonapartista y decadente, saca con mano maestra, como de una hermosa crisálida, al Olózaga inesperado, increible, chasqueado y mistificado á su pesar, al Olózaga borbónico! ¡Ese Olózaga que viene impregnado de los mandatos, vulgo consejos, del moribundo César á prorogar indefinidamente la interinidad, ese Olózaga, ese mismo, es el primer partidario de Alfonso XII! ¡Necios revolucionarios; liberales nécios! ¿por qué no lo conoceis así? ¿por qué no comprendeis, ¡oh incrédulos! que estaba, sin

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