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co que promete hasta cierto punto, nuestro hombre renegaria de la. distancia, maldeciria el engaño del espacio, y escribiria cien cartas. aconsejando á sus paisanos que no se dejasen embaucar por las gracetillas, y que vengan á Madrid á tocar por sí mismos lo que va de las. apariencias á la realidad, del oropel al oro, de una nombradía á una cualquier cosa..

Hoy sobre todo es cuando el ilustre y juvenil demócrata es ménos que nunca lo que parece. ¿Qué paréce el marqués de Sardoal en estos dias? Parece un alcalde. Las borlas de su baston, el coche municipal que protegió los sueños de gloria de D. Nicolás, el saludo que los polizontes le hacen en las esquinas, los asuntos de que diariamente le da cuenta el secretario del ayuntamiento, en la natural creencia de que los entiende, el tratamiento de señoría que le dedican innumerables oficios, la mayor parte, en fin, de los cuidados y accidentes que le rodean, todo le asemeja á esa entidad oficial que el art. 191 de la ley de municipios pone bajo la direccion del gobernador de la provincia. Y, sin embargo, el marqués de Sardoal es hoy ménos alcalde què nunca, á pesar de que nunca lo ha sido. El señor marqués, para ser, sin saberlo, completamente lógico con su manera de ser, está hoy dedicado más que nunca á ser hombre político. No se puede luchar con la naturaleza; si esto fuera posible, el Sr. Moret tendria carácter, el Sr. Echegaray no seria romántico y el Sr. Martos se resignaria á tener ménos talento y más barbas.

¿Parecia ayer, por ejemplo, el marqués de Sardoal un alcalde, ni en poco ni en mucho? Nosotros le vimos al espirar la tarde en el salon de conferencias, tan bien vestido como siempre, tan bulle bulle, tan simpático como siempre, con ese aire distinguido que el Sr. Diez no tiene ya tiempo de imitar, aunque se haga diez carricks nuevos. Acababa de llegar de palacio, donde habia hecho la mejor hombrada política de su vida, donde se habia anunciado como lo que parece, es decir, como lo único que puede conseguirle audiencias régias inmediatas, ó sea como alcalde, donde habia confrontado una circular podrida de verdades, con un acta redactada en virtud del derecho individual de la suposicion; donde, en fin, en vez de hablar de alguna mejora local, ó de proponer algun acto benéfico, ó de dar cuenta de los precios del mercado, habia ido á probar que el partido conservador es una qui

mera.

Unos, naturalmente, le reian la gracia; otros ponian en las nubes el arte pendolístico del documento. Este decia: es un admirable procedimiento para acabar con cualquiera, eso de elegir ó inventar discrecionalmente sus palabras. Aquel le abrazaba diciendo: jóven, tú serás en este país lo que quieras. Otro le llevaba de la mano, de grupo en grupo, para que relatase el suceso. Esotro confesaba que desde los tiempos de Constantino III, aquel jefe del imperio griego que hizo cortar las narices á sus dos hermanos, no se habia visto cosa igual. Quién prorumpia: ¡viva Sardoal I! Quién se enjugaba secretamente una lágrima de ternura bendiciendo la juventud, moderna. Solo el Sr. Martos, si no recordamos mal, se mantenia circunspectamente en su apartado divan, mirando la intacta ceniza de su cigarro, con el aspecto del abogado que cree en los tribunales. Pero el conjunto era una ova¬ cion, era un triunfo, como acaso, y sin acaso, no volverá á obtenerlo en su vida il piccolo deputato spagnuolo, segun llamaba el pueblo italiano al señor marqués en los albores de su dinastismo. ¡Ah, qué ovacion, qué ovacion tan digna de un grande de España!

SILBA.

(26 de Febrero.)

Un silbido ha sonado en Europa. Los pacificos industriosos vecinos de la ciudad de Amberes, se han permitido ese irrespetuoso desahogo de todos los públicos descontentos, delante de una casa. ¿Quién vivia esa casa, quién escuchaba detrás de sus cerrados balcones la grosera sinfonía? Pues era ni más ni ménos que el conde de Chambord, el desgraciado príncipe representante del derecho divino de los antiguos Borbones, que corre el mundo con su bandera blanca en el bolsillo sin encontrar, por lo visto, donde tenderla al aire pacífica é impunemente: era el Judío errante de la vieja legitimidad, á quien las culpas de sus abuelos y el espíritu andariego de las modernas generaciones han constituido en un viajero eterno. Consideremos, siquiera sea brevemente, este hecho grave desde algunos de sus más culminantes puntos de vista.

.

Ese silbido es, en primer lugar, la confirmacion, la patente de naturaleza de un procedimiento esencialmente moderno. Desde la más remota antigüedad, los pueblos han tenido muchas veces razon de silbar, pero no siempre lo han hecho. Nada al ménos nos dicen los libros

y

las ruinas del Asia, de la Grecia y de Roma, que pruebe que la silba era en lo antiguo, como es hoy, la fórmula instintiva y convenida del general desagrado. Sea porque la silba, en el fondo, tiene algo de musical, y la música es un arte cuyos verdaderos y grandes progresos se deben á nuestro siglo; sea porque las antiguas sociedades, que no conocian el aceite de bellota ni los dientes postizos, creyesen más varonil, más expresivo y más digno el grito, la imprecacion, el aullido, como écos de una franqueza y de un efecto mucho más eficaz, que el soplo agudo y molesto de los contraidos lábios; lo cierto es que,

á

pesar

de ser el mundo antiguo tan pródigo en personajes risibles ó malvados, en ningun monumento se halla la prueba de que los silbaran.

Es, pues, el silbido una conquista de la nueva democracia. Y es natural. La democracia moderna, ó no es nada, ó es una idea pacífica y artística. Verdad que la revolucion francesa la fundo colgando de los faroles á los aristocratas, y que, despues, algunos de sus pretenciosos intérpretes la han seguido encomendando al éxito de las batallas; pero esto no altera el fondo del principio. Entre pegar, ó insultar explícitamente, ó hacer daño material, y significar estética, evangélicamente que se hace fiasco, nuestra civilizacion debe optar por lo segundo. Y desde ahora lo decimos á los que por casualidad leyeren en el porvenir este articulejo: ó la civilizacion es una quimera cuya plenitud no verán los siglos, ó el silbido será el rey del mundo, porque el silbido es la opinion, es el palo moral, es la victoria incruenta, es el arte aplicado á la vindicta pública.

Por fortuna, en España no somos tan agenos á este progreso como á otros. Mucho tiempo hace que á nuestros malos toreros y á nuestros peores cómicos, en vez de no escriturarlos, se les silba. El troncho y el improperio han perdido su vergonzosa dominacion en nuestras fiestas. Y respecto á nuestros hombres de Estado, apenas si desde D. Alvaro de Luna acá se ha hecho otro escarmiento que el de la silba. Hay alguna que otra sensible excepcion, como, por ejemplo, la del célebre viaje del Sr. Ruiz por la Coronilla. Pero además de que todavía no está probado que los proyectiles arrojados á su coche por el público, fuesen en realidad vegetales, y no minerales, en cuyo caso la cuestion variaria mucho, hay que comprender el justificado cansancio del pueblo en aquellos momentos. El país habia preparado y hecho una revolucion silbando; y cuando creia descansar de su fatigosa ocupacion, se encuentra de manos á boca con que tambien un personaje de la revolución le incita á la silba. ¿No era esto abusar? ¿No se comprende, aunque se deplore, que se hiciera algo más?

Pero esto tampoco afecta al fondo de la idea. Cuando una conquista social echa raices, su fruto es seguro en el porvenir. Ya sabemos silbar los españoles, ya lo hemos hecho muchas veces con oportunidad. ¿Por qué no creer que sabremos hacerlo oportunamente en lo sucesivo? Por ventura: ¿nos va á dejar la civilizacion de su mano? ¿Es bastante el que haya monárquicos cimbrios para sostenerlo? Ni por ventura:

¿nos han de faltar en el porvenir hombres, cosas ó sucesos dignos de que les apliquemos esa fórmula universal de una severidad humanitaria que se estima, hasta cierto punto, y que representa en nuestra época una verdadera unidad de lenguaje? Por el contrario; si se tiende. al estado político y social de España en el presente, si se ponen los ojos un momento, un solo momento en los héroes báquicos de ciertas demagogias ó en los estadistas de algun radicalismo, una voz secreta parece decir á la conciencia que, á pesar de lo mucho que ya lo han hecho, los españoles han de tener mucho más que silbar en lo futuro.

Volvamos, empero, al silbido de Amberes. Para nosotros es tambien un síntoma; síntoma de gravedad profunda en estos momentos;' síntoma de que la coalicion nace con mal sino. ¿Se ha formado ya el comité mixto y central de la coalicion? Pues à él acudimos: dígannos sus dignos miembros si ese silbido no es una alarma, si al oirle, separados ó juntos, no se les ha caido de la mano á uno el gorro frigio, á otro la boina, á otro la última carta de Marfori, á otro el plan de Hacienda de D. Servando. ¿Por qué silba el buen pueblo de Amberes, y sobre todo, por qué silba en estos momentos? Indudablemente, el silbado es el absolutismo, es el blanco pendon flordelisado de los Luises de Francia, de los Cárlos de España y de los Fernandos de Nápoles. Ahora bien: por poco pesimista que sea la coalicion española, y por poco supersticiosos que sean los elementos que la constituyen, es imposible que no vean una triste señal en ese hecho extranjero.. En Europa, en el mundo se silba al absolutismo. ¿Qué quiere esto decir?

Los absolutistas entran por mucho en la coalicion, son una de sus partes más importantes. ¿Quién garantiza á los absolutistas que ese silbido no avance como una marejada hácia el Pirineo, y que, coalicionista y todo, no se vea al fin y al cabo objeto de una sentencia semejante en la persona, maravillosamente salvada hasta hoy de ese tratamiento, de D. Cándido? Pues no digamos nada de los republicanos. Si para los republicanos ese silbido no es un aviso, no lo entendemos. Es imposible que Castelar, el gran Castelar, no haya suspendido los apuntes que está preparando para su primer discurso en la próxima Asamblea federal, y no haya exclamado, mirando al techo: ¡nos vamos á presentar en la Península como cómplices de los silbidos de la civilizacion! Por su parte los radicales y los moderados fingirán no

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