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UN ATEO ANTE EL MEDITERRANEO.

(15 de Marzo.)

La gloria tienen tambien, como la fortuna, su cuarto de hora, ese cuarto de hora que muchos esperamos en vano toda la vida, que otros ven llegar y desaprovechan torpe ó cobardemente, y que otros saben y logran utilizar á satisfaccion de su fama. Y no hay duda que entre esas tres clases de amantes desgraciados ó felices de la inmortalidad, la segunda es la más digna de lástima; porque al fin, el que espera inútilmente su cuarto de hora de gloria, demuestra por lo menos un alto deseo honroso; pero el que lo vé llegar y lo desperdicia, prueba que no fué digno de esperarlo; y en este sentido, hay ejemplos radicales de gran elocuencia. ¿Qué fué la direccion de rentas para el señor Prieto? ¡El cuarto de hora, el anhelado, inverosímil cuarto de hora! El Sr. Prieto, sin embargo, lo dejó pasar sin decir esta boca est mia, sin escribir su nombre en los anales de la eterna reforma arancelaria, sin intervenir siquiera en un comiso importante, sin explicar de cualquier modo, como es uso, la baja de la recaudacion, sin hacer otra cosa que callar y cobrar. Despues de esto, ¿tiene el Sr. Prieto derecho á volver á esperar la fortuna oficial?

No le tiene, no; como no le tiene tampoco el Sr. Salmeron á volver á ser jóven, como no le tiene el Sr. Cuevas á que el país le vuelva á oir en lo de Balsain, como no le tiene el Sr. Moret á volver á explicar la Hacienda de la libertad, ni D. Servando á defender el estanco. Todos ellos han sido unos ingratos solemnes con la suerte, que ha llamado á sus puertas estérilmente. La deidad veleidosa se les aleja para sienpre, y está en su derecho. El epitafio de las insignificancias ó de las calamidades políticas brilla en sus frentes con caractéres indelebles, y, lo que es más, con razon. Ellos no pueden decir, como otros mu

chos, como D. Vicente Rodriguez, por ejemplo, que nacieron para ochavo y que nunca han podido llegar á cuartillo. Ellos han podido brillar en este país tan tolerante, tan pródigo en reputaciones, y, sin embargo, no han sabido hacerlo. Si se les volviera á ver ministros ó directores, habria que creer en lo absurdo.

La imparcialidad empero nos obliga á confesar que tambien hay en el radicalismo entidades y personalidades que saben ponerse provechosamente al noble acecho de la gloria, que saben coger con dedos hábiles y seguros ese pícaro cabello único de la ocasion calva, y que no morirán ciertamente con el remordimiento de no haber conocido y explotado su cuarto de hora como unos expertos, como unos audaces, como unos héroes. Y aunque tenemos la desgracia de ser adversarios del Sr. Echegaray, no por razones de índole personal como estuvo á punto de serlo el general Crespo, sino por motivos de índole puramente política, hoy confesamos y reconocemos que el Sr. Echegaray es uno de esos hombres afortunades, uno de esos hijos mimados de la prevision que parece que no hacen nada en la vida y que, sin embargo, cuando llega el momento saben dar el salto gigantesco y atrapar por donde mejor pueden una inmortalidad incontestable.

Testigo de ello, y prueba de ello fehaciente y suprema, ha sido el viaje del Sr. Echegaray á Valencia. El Sr. Echegaray vegetaba en Madrid desde que dejó de ser ministro, con la doble, natural tristeza del hombre parlamentario sin distrito, y del cesante sin cesantía. Su antigua profesion, su primitivo y al parecer natural elemento, las matemáticas, cuyos cálculos llenan la creacion, no bastaba ya á llenar su ánimo. La sed de gobierno es para los espíritus fuertes un ánsia, una querencia que empieza y no acaba. Sus discípulos le veian por esto distraido, preocupado, melancólico, sin problemas que le interesaran, sin explicaciones que parecieran recrearle ó.inspirarle. Y era eso; era que el hombre de números se habia hecho hombre de palabras; el catedrático estadista, el realista inflexible, poeta romántico, todo imaginacion; era que la modesta cátedra que vió caer sus cabellos se habia trocado por la ancha esfera del mundo; era, en fin, que el hombre pú– blico sentia que no habia llegado aun su cuarto de hora famoso, pero que se acercaba, y que era preciso salirle al encuentro, dejando á otros el cuidado de hacer ingenieros.

Puede que haya alguien que al llegar á este punto del presente ar

ticulejo, exclame: «¡Cómo! ¿Todavía, despues de lo que ha sido su corta, pero estrepitosa carrera política, soñaba el Sr. Echegaray en hacerse célebre? Pues qué, ¿no lo habia sido ya relativamente bastante? Un hombre que sin más trabajo que llamarse economista y dejarse elogiar por los que le acompañaban cuando viajaba en el extranjero por cuenta de los gobiernos moderados, consigue que el general Prim llegase á creer en la necesidad de hacerle ministro; un hombre que hace un discurso sobre nebulosas y pelos quemados, y consigue que le llamen orador político; un hombre que escribe siendo ministro una circular contra el catecismo, y consigue poco menos que Voltaire consiguió escribiendo cien volúmenes; un hombre que va á Granada y prueba á la vista de Sierra Nevada la absoluta inexistencia de relaciones entre la nieve y la divinidad; un hombre que, cuando quiere, publica en El Imparcial artículos que para nadie pasan desapercibidos más que para la Academia de la lengua; en una palabra, un hombre que tiene ya cosas propias é inolvidables ante la opinion, ¿no se ha dado por satisfecho, y se ha permitido aspirar á más? ¿Qué país es este, qué ambiciones ó qué tonterías insaciables son estas?»>

El país podrá ser lo que se quiera; pero el Sr. Echegaray ha sido así, y lo ha sido con éxito. ¿Por qué lo ha sido? Preguntádselo á su instinto. El Sr. Echegaray hacia ya poco ó nada en la córte. Su elevacion antigua, sus pasados triunfos, sus cosas de ayer no habian sido más que débiles vagidos, tímidos anuncios de su gloria. Y además, Madrid es la mansion insoportable de las notabilidades: brillar aquí, hacerse oir aquí más de una vez, es una empresa inmensa. En cambio, vaya Vd. á provincias, anúnciese como enviado de la pléyade central, como la novedad del jaleo de un dia, como quien va á romper un momento los fastidios de la intimidad provinciana, como la curiosidad, como el manjar apetecido de los súbditos de un gobernador, y el negocio es seguro, porque, por lo menos, por lo menos, cuenta Vd. con tener público. Díjose, pues, el Sr. Echegaray, y se dijo bien: voy a hacerme oir en Valencia; esta es la ocasion de hacerme oir, sobre todo si voy con Figuerola. Y sin esperar siquiera á ver al marqués de Sardoal con su nuevo uniforme, se fué al Circo Español de Valencia.

Desde su punto de vista, es indudable que el Sr. Echegaray hizo perfectamente. El corazon le daba que ya poco ó nada queda que es

perar á su gloria cabe la orilla del intermitente Manzanares, y buscó la del Turia fecundo, ó, mejor dicho, la del Mediterráneo; y allí, ante el mar de la historia, en presencia de un auditorio republicano, ha he-cho el más notable, el más original de sus discursos, y se ha encaramado (esta es la espresion) en el cénit de su nombradía. El procedimiento es legítimo, es loable, es digno del génio. Estudiándolo, desmenuzándolo, no puede ménos de reconocerse así. El Sr. Echegaray conocia perfectamente la manera de ser de la patria de Arolas, y preparó su oracion con profundísima habilidad, y triunfó, y se conquistó la ovacion anhelada, y consiguió lo que no sabemos que ningun monárquico haya conseguido hasta ahora: consiguió que le hicieran repetir aquello de sus conexiones con el ideal republicano; consiguió, en suma, lo que solo consiguen los grandes cantantes: que el público le pidiera ¡otra! con espontánea necesidad.

Por lo demás, su peroracion, aun desde el punto de vista crítico, es una verdadera obra de arte. Aquel período en que se explicó la utilidad y el poder de la coalicion por la teoría de las moléculas, es de primer órden. El Sr. Echegaray se apercibió de que sus oyentes daban la espalda á la playa, y les mandó volverse; y una vez vueltos les hizo ver una nave, una vela en alta mar, y les demostró que si aquella vela estuviese hoy en su primitivo estado vegetal, en su estado de cáñamo, ni el viento la empujaria, ni ella empujaria al barco. Consecuencia: que la union ó cohesion de las partes es lo que forma los cuerpos todos, y lo que les hace resistir; y que si los republicanos, los carlistas y los moderados no se unen para ayudarles, los radicales no podrán decir si son dinásticos.

lo

Y no digamos nada de aquella parte en que el Sr. Echegaray trató del alma, á propósito de que si se ha dicho ó no se ha dicho que S. S. no tiene sentimientos religiosos. «¡Que no los tengo, vino á decir el Sr. Echegaray, que no los tengo! ¿Y por qué se dice esto? ¿Por que he dicho en el Congreso, ó por lo que he hecho decir en la Gaceta? Pues los tengo, pese á quien pese; lo que hay es que no me da la gana de demostrarlos. Pero yo admito el alma, señores; yo quiero la libertad del alma hasta bajo la losa del sepulcro, que es cuanto hay que decir; yo creo que el alma es un principio esencialmente libre, un principio radical. Y sobre todo, el que dude de que yo acepto la vieja teoría del alma, que se lo pregunte á la horrible, á la sangrienta union

liberal. Ese monstruoso partido sabe si me tiene ó no el alma quemada con sus atrocidades!»>

Y no hablemos de aquello de llamar á la coalicion sociedad de seguros. Todavía se está riendo Valencia al recordarlo. Y no hablemos de aquello que hizo España cuando arrancó del suelo el trono de los Borbones y se quedó un rato sin saber qué hacer, si tirarlo al mar para que luego lo sacasen buzos radicales, ó echarlo más allá del Pirineo para escarmiento de pícaros y polacos de todos colores. Y no hablemos de aquella coincidencia entre los quince vencidos por el Cid en Zamora y los quince distritos en que el sufragio universal ha dividido la valenciana provincia. Solo un aritmético de la fuerza de D. José saca de esta casualidad tan gran partido. Así lo saquen las elecciones.

Pongamos, pues, fin á estos párrafos reconociendo que en el meeting del Circo Español ha habido dos afortunados: el Sr. Echegaray, á quien felicitamos desapasionadamente por su artística ovacion gloriosa, y la parte del pueblo valenciano que le ha oido. ¡Feliz el historiador futuro á quien quepa la suerte de recordar y pintar un suceso de tal importancia! Ya le estamos oyendo exclamar: «Valencia habia oido á Castelar, el rey de los poetas políticos, á Aparici, el rey de los poetas de sacristía, y Valencia debia oir al rey de los poetas matemáticos. Un dia llegó el gran ateo á sus playas, reunió al pueblo, le habló de la mar, y el pueblo y el tribuno se abrazaron en presencia de las cerúleas ondas. Aquello pudo ser una confirmacion de lo que dijo Boileau sobre el peor de los géneros; pero fué tambien un acontecimiento. El tren que luego se llevó de nuestra ciudad al orador, la privó tambien de una de las más agradables é inofensivas de sus diversiones de entonces. Así es la vida, donde todo acaba menos ciertos tipos.»>

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