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mos visiones, todo el recrudecimiento monárquico y dinástico de sus últimas visitas á la plaza de Oriente y á la calle de Carretas; toda, absolutamente toda la obra revolucionaria puede decirse que iba en su pecho, guardada, acariciada y venerada como un tesoro. Más vale así, y ojalá dure así hasta mucho despues de las elecciones, ojalá sea esta la entrada definitiva del jefe de pelea en el buen terreno, en el único terreno donde sus peleas y las de su hueste pueden tener un mediano matiz de digna lógica. ¡Quién sabe! La sensatez es una huéspeda caprichosa, que á lo mejor abre las más enmohecidas puertas cerebrales, aquellas que parecen serle más refractarias, y se cuela por ellas como por su casa. ¿Quién sabe si D. Manuel habrá oido por fin en algun insomnio la voz de esa visitante augusta y prudente, que le habrá enseñado y demostrado el solo verdadero medio de salvar la libertad?

«Mira, Manuel, le habrá dicho la sensatez: ó tú no sabes lo que te dices cuando das á entender que la libertad puede salvarse sin la dinastía, ó no dices lo que sabes. Reflexiona, hijo (y permíteme que te dé este nombre), reflexiona y contesta: ¿Salvaria la libertad la repúbli– ca, hermana inseparable de la demagogia? ¿Fiarias tú la libertad de España á los esperimentos de Garrido? ¿Salvaria la libertad el carlis

el absolutismo, aunque viniera sin Nocedal, y con la Constitucion de Cabrera? ¿Es esto sério? ¿Salvaria, en fin, la libertad la restauracion, que te obligaria, créelo, Manuel, por lo menos á buscarte en Gibraltar una manera de vivir sin la política? Pues si ninguna de esas soluciones salvaria la libertad, y la libertad existe hoy, con sus trabajillos y todo, pero existe con la única dinastia que ha venido por ella y para ella á España: ¿qué quieren decir vuestras majaderías respecto á salvar la libertad, con ó sin la dinastía? ¡Ah, Manuel, Manuel! ¿Quién te metió á tí á salvar libertades?....» Y puede que D. Manuel se haya hecho cargo, y que sea otro hombre en lo sucesivo. Cosas más grandes se han visto.

Respecto al procedimiento de ayer, á su revista de colegios, á su paseo triunfal por barrios y distritos, á su exhibicion premeditada y solemne, nada tenemos que decir. Aquí estábamos acostumbrados á que los hombres políticos, cuando el merecimiento ó la fortuna les encumbraban á cierta altura, hiciesen gala de cierto inútil pudor que parecia impedirles su cotidiano descenso entre el vulgo mortal y político; aquí era jurisprudencia de todos los presidentes del Consejo de

ministros, activos y cesantes, y de todos los jefes de partido, el dejar hacer á sus amigos, á la opinion, lo que podia resultar en su obsequio; aquí tenia deberes exajeradamente penosos la susceptibilidad. ¡Así andaba este país! Pero D. Manuel ha roto con la tradicion, se ha cuadrado y ha demostrado al país que aquí lo que hay que hacer es que cada uno se sirva á sí mismo. Y esta teoría, además de que no habrá un criado internacionalista que no la acepte, inaugura el reinado de la sencillez. Reconozcamos, pues, que ese es el modo, y no otro, de ser un grande hombre, y vámonos á dar una vuelta por los colegios, es decir, á ver al más grande de los españoles.

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COMPARACION.

(8 de Abril.)

El jefe del partido conservador de Inglaterra acaba de merecer al buen pueblo de Manchester una de esas ovaciones que no dejan duda alguna respecto á la popularidad y á la estimacion pública del que las obtiene. La muchedumbre de una de las principales ciudades inglesas, acaso la más importante por su riqueza fabril, ha recibido, escuchado y aplaudido al honorable estadista con tal entusiasmo que hasta Hegó á tirar y conducir su coche. Honor y enternecimiento de que no suelen ser pródigas las masas movedizas, y que en nuestro país no se ha repetido, que sepamos, desde los dias en que el Sr. D. Fernando VII volvió de Francia, libre de su cautiverio y arrepentido de la abdicacion de la familia en manos del gran Napoleon.

Si Manchester fuese una poblacion aristocrática, ó teocrática, ó de grandes intereses rurales, ó en algun otro sentido conservadora, estacionaria, reaccionaria, como aqui decimos, el triunfo popular de Dis'raeli se explicaria fácilmente á los ojos de la demagɔgia en general y de ciertos liberalismos españoles en particular. Es claro, nos dirian estos señores: el jefe de los conservadores ha ido á una ciudad conservadora á poner en las nubes la monarquía y la dinastía inglesas, á encomiar los beneficios teóricos y prácticos que Inglaterra viene obteniendo de la union fecunda que esa monarquía y esa dinastía simbolizan para ella entre la tradicion y la libertad; allí no habia más que grandes terratenientes, ó títulos del reino, ó clérigos, ó campesinos fanáticos: ¡cómo no habian de aplaudirle!

Pero lo grave del caso ha estado y está en que los recibidores y entusiastas del jefe conservador han sido, en su inmensa mayoría, los operarios de las fábricas de la gran ciudad, esos operarios que la civilizacion debe creer internacionalistas natos, suscritos á los periódicos

socialistas más furibundos, enemigos irreconciliables de todo poderque no sea el del número, de toda riqueza que no aspire á distribuirse, de toda elevacion donde no flote la blusa democrática y humanitaria. Y sin embargo, estos operarios han aplaudido frenéticamente al jefe tory, como si no hubiese un solo papel en que se abomine de la monarquía, de la propiedad y de la diversidad de clases. Extraña cosa, ejemplo y suceso extrañísimos que los apóstoles políticos de nuestras turbas deben explicarles, si pueden, satisfactoriamente, ó por lo ménos ocultarles por pudor del dogma revolucionario.

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Cosa extraña, repetimos: haber un pueblo libre, culto, poderoso, en el seno del gran movimiento social y regenerador de nuestro siglo, dar este pueblo oidos à un personaje conservador como él solo, que le hace la apoteosis de la monarquía que lo rige, de las desigualdades. sociales que lo constituyen, y del criterio político de su parcialidad que no le ofrece por ahora ningun nuevo progreso! ¡Qué inverosímil leccion para nosotros los catorce millones de ciudadanos que nos agitámos en este hermoso rincon peninsular del occidente europeo, y que, á pesar de venir siendo monárquicos y conservadores desde el tiempo del rey que rabió, todavía, sin embargo, no transigimos, en punto á ovaciones públicas, con nada que no sea de la escuela más progresiva!

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Y no digamos nada de lo que debe enseñarnos, concreta y personalmente, el Sr. Disraeli. ¡Cómo! ¿Será verdad? ¿Hay un personaje político, un jefe de un partido, un ministro cesante que venera, enaltece y se propone servir mañana, con la mejor voluntad del mundo, al que aceptó su dimision? ¿Hay un hombre ilustre, de gran reputacion, de gran popularidad, alejado del poder, que desea noblemente volver á él, y que, para lograrlo, no intenta siquiera adular servil ó hipócritamente á las masas, y se limita á infundirles respeto y amor á los poderes fundamentales de su pátria? ¡Qué escándalo, ó, por lo menos, qué singularidad en la historia! Pero, al fin y al cabo, se trata de ingleses, que es como quien dice, de los hombres más raros, extravagantes y estrambóticos de la creacion, y tratándose de ingleses todo es creible.

Y, en último resultado, se trata de la raza sajona, ó germánica, ό teutónica, y nosotros somos latinos en dos terceras partes y árabes en la otra. ¡Y vaya Vd. á comparar! Los sajones son un pueblo frio, insensible, calmoso, egoista, hijos de un sol que no calienta, blanquea

dos por el crepúsculo en que viven, y ablandados por la humedad que respiran. Esto explica que esa misma Inglaterra venga creyendo desde 1688 que para revoluciones con una buena basta. Esto esplica que los prusianos, despues de haberse paseado hasta París en son de primera potencia, se hayan vuelto á cultivar sus terrones y á ejercer los escasos derechos individuales que la Constitucion imperial les otorga. Y ya verán, ya verán Vds. como en muchos años no vuelve á oirse hablar de ellos. ¡Pazguatos!

En cambio, nosotros, los latinos más ó ménos moros, somos los agitadores, los iniciadores perpétuos, los jaleadores eternos, como si dijéramos, de la civilizacion. Si no fuera por nosotros, las revoluciones se moririan de viejas, las dinastías de extenuacion y las Constituciones de polilla. Nosotros representamos la actividad del espíritu humano, su multiformidad, su eterno desasosiego; los reyes, los progre→ sos, los trastornos, los cataclismos que nuestro génio hace subir y bajar, nacer y desaparecer, son la expresion de nuestra esencial mision en la historia, que es la de renovar el oxígeno vital de los pueblos siempre que se puede, y aunque no se pueda; que es la de fumigar la atmósfera intelectual y moral de la humanidad, la de impedir que la inércia ó el estacionamiento corrompan ó disuelvan los gérme— nes de la perfectibilidad individual.

Verdad que los sajones, con su egoismo y todo, hacen su camino. Verdad que suele pasar que, despues de cincuenta ó sesenta años de no meterse con nadie, una de esas frias naciones rubias resulte fuerte, poderosa, instruida, cultivada, productora y con su presupuesto nive→ lado; pero no es ménos cierto que todo eso lo hacen los sajones á costa del género humano, olvidándose del conjunto, sin pensar en el vecino, ni en otro continente, ni en la propaganda redentora de la luz y de la igualdad. Y en este sentido, ¿quién teme la comparacion? Pregúntese al más vulgar de esos ingleses, de esos trabajadores que han palmoteado á Disraeli si se conforma con que Inglaterra prospere cada dia más aunque el mundo entero se quede en la mayor miseria; y de seguro dirá que sí. Nosotros, los latinos modernos, los franceses de todos los paises, no queremos ni podemos querer eso; nosotros preferimos la abyeccion de todos á la dignidad de uno solo; por esto somos y hemos de ser siempre los pueblos de los partidos irreconciliables, y de los facciosos interminables.

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