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de su propia salvacion. ¡Qué ménos podian hacer esos impacientes cesantes!

La opinion pública, siempre propensa al bien y al optimismo, volvió á creerles buenos muchachos. Y cuando se vió, por ejemplo, á Córdova ir á ofrecer su há tanto tiempo ociosa espada al gobierno del rey; al mismo Damato ir, como quien dice, á echar un párrafo con S. M. en un lenguaje más ó ménos racional, pero con pretensiones dinásticas; al propio Sr. Ruiz levantarse en el Congreso sin temor á la sombra de Rivero, sin mirar siquiera á Martos, y declarar que la integridad de la obra revolucionaria le era y le seria tan cara como las niñas de sus burgaleses ojos; cuando se vió á un Alaminos dispuesto á esperar, á un Becerra resignado, y al mismo Imparcial tocar somaten entre las filas liberales, ¿quién no se creyó trasportado repentinamente á un país constituído, á un país sério, á una sociedad de hombres, y quién no se sintió dispuesto á creer en la posibilidad de que el radicalismo sirviera para algo?

Pero ¡ah! que el natural vuelve siempre al galope, como dijo Boileau. ¡Ah! que la opinion pública se equivocó lastimosamente una vez más; porque el radicalismo ha sentido la nostalgia de su insensatez muy pronto; porque el radicalismo puede vivir en paz con todo, hasta con la república petrolera, menos con la prudencia. Cuando el radicalismo se vió á solas con la prudencia que las circunstancias le hicieron llevarse á su casa, la miró de hito en hito, y al verla tan inofensiva, tan serena, tan sesuda y á la vez tan inexorable con la maldad y la tontería, se le reverdeció la idiosincrasia y le dijo: Señora, no me sirve Vd.; tiene Vd. unos andares insulsos, unos ojos fastidiosos, una mano de plomo, y habla Vd. griego; no es Vd. mi tipo. Y la plantó bonitamente en la puerta de la calle, y se entregó de nuevo á su natural, y se echó á buscar alguna nueva majadería, a'guna otra inconveniencia, alguna otra perfidieja política digna de sus instintos.

Y el resultado no se ha hecho esperar. ¿No han oido Vds. hablar de crisis? ¿No han visto Vds. á D. Servando en el salon de conferencias, vistiendo el frac que le sirvió para jurar y que le sirve en todas las grandes ocasiones, dar pelos y señales del supuesto conflicto? ¿No han oido Vds. referir la palpitante intriga, ó lo que sea, de estos instantes, pintar al ministerio de cuerpo presente y asegurar que D. Manuel va á ser pronto, muy pronto, presidente del Consejo, contra las

predicciones de su horóscopo, que, segun el Zaragozano, le ha dicho muchas veces que no se verá en otra? ¿No han oido Vds., en fin, hablar de lo que ha pasado? Pues lo que ha pasado, segun la version de los más veraces, es que el radicalismo ha querido armar no sabemos qué complot de antesala; y como el que nace para la planta baja no hará nunca buen papel en los recibimientos, el radicalismo solo ha hecho un fiasco más.

No nos pidan nuestros lectores detalles circunstanciados de la marimonera: no los tenemos. Hemos oido hablar de no sabemos qué alarmas esparcidas en ciertas regiones, de no sabemos qué procedimientos análogos á los que se emplearon, por ejemplo, contra el general O'Donnell estando este en Africa, de no sabemos qué ardides del más refinado polaquismo para infundir la vacilacion ó la desconfianza en cierto esforzado ánimo. Lo que sí está fuera de toda duda es que ese ánimo supo poner la inquebrantable resistencia de su sinceridad patriótica al pérfido embate, y que los enviados de la abortada intriga cuando fueron á llevar á la calle de San Marcos la triste noticia, llevaban los ojos llenos de lágrimas, y la imaginacion puesta en el tremendo letrero que escribió el Dante sobre la puerta del infierno. ¡Lasciate ogni speranza, oh radicali!

En resúmen: el radicalismo quiere el poder, lo ha querido, lo ha buscado una vez más á su manera. ¿Para qu? ¿Para separar la Iglesia del Estado y acabar de hacer feliz al clero carlista? ¿Para autorizar las reuniones de los internacionalistas ociosos é impedirles que se vayan á la faccion? ¿Para hacer un centenar más de capitanes entre sargentos, y de generales entre capitanes, y acabar de alborozar al bravo ejército que en estos momentos salva la libertad? ¿Para disolver las segundas Córtes de la nueva monarquía á los quince dias de abiertas y buscar en otras una mayoría de coalicion? ¿O será pura y simplemente para que vuelva á ser ministro Beranger? Esto último es lo más probable, aunque aquello es lo cierto.

Por lo demás, este fenómeno político, engendrado por la insensatez radical, tiene un carácter fisiológico en su esencia. Es lo único que disculpa á la bandería del Sr. Ruiz. No se puede ir contra la naturaleza, porque la naturaleza no admite otras leyes que las suyas, y que las quiere contrarestar ese pierde el tiempo. Al oir las descargas carlistas, el radicalismo se sobrecogió y exclamó sin saber lo que pro

el

metia: ¡yo callaré, yo me estaré quieto, yo esperaré!-Es el caso de aquel jugador que al entrar arruinado en su casa, se arrodilló contrito ante un Crucifijo y le dijo: Señor, prometo no volver á tirar criminalmente la fortuna de mis hijos; jugaré, si se quiere, una brisca, una malilla, un tresillo..... y aquí hizo una pausa, meditó en lo grave de la promesa, se sintió incapaz de cumplirla, y añadió: ó un mon— te si me da la gana; porque, ¿en mi dinero quién manda?..... ¿Quién manda en la insensatez del cimbrismo? Nadie: no ha nacido. Dejemos, pues, cumplirse las leyes de la naturaleza; no pidamos peras al olmo, ni á la cabra que no tire al monte. El radical ha nacido para hacer lo que no debe hasta la consumacion de España. Si un amigo del señor Ruiz llegase á tener un rasgo, un solo rasgo de prudencia, la dimision del jefe de pelea seria inevitable, y seria justa.

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¿DONDE ESTA?

(9 de Mayo.)

<<Señor, dicen que escribia hace pocos meses D. Cándido Nocedal á D. Cárlos de Borbon y Este; Señor, la experiencia larga de mi complicada vida, y el fruto de mis prolijos estudios sobre los reyes y los pueblos, me han hecho profesar un principio, que es el primero y debe ser el último de los que se me han fijado en el ánimo, y es á saber: la suprema ciencia de todo rey que aspire á merecer el nombre de bueno, de grande, de eclesiástico, es la de saber deponer á tiempo, esto es, la de no casarse sino con su esposa, la de estar pronto á privar de empleo, gracia ó funcion cualquiera hasta al niño de la bola. Señor; cuando el interés de vuestra sagrada causa lo exija, cerrad los ojos á vuestras más caras afecciones, dejad cesante al lucero del alba, deponed á quien sea preciso, deponedme á mí propio, si conviene, deponeos á Vos mismo, si es menester; y estad seguro de que así y solo así llegareis á ocupar el palacio de Cárlos IV.»

Y este consejo profundo, filosófico, desinteresado, resúmen de la sabiduría de un hombre público que desde miliciano hasta absolutista lo ha sido y probado todo, no solo valió á D. Cándido el título y oficio de virey que con tanto despejo le hemos visto desempeñar, sino que fué erigido en páuta, norma y móvil esencial de la conducta del nieto insigne de Montemolin. Desde aquel dia, D. Cárlos quedó entregado á una série de deposiciones trascendentales. Quiso hablar á sus católicos. electores el Sr. Múzquiz, y fué depuesto de su empleo de candidato. Quisieron La Regeneracion y El Pensamiento decir á Nocedal: «Esta boca es mia,» y el sambenito deponente cayó sobre la frente soñadora de Aparici y sobre Villoslada. Lo del mismo Cabrera, aquello de

reirse de sus conatos constitucionales y hacerle volver á Lóndres como Aquiles á su tienda: ¿qué fué sino una deposicion de las más graves?

Anda el tiempo, cóbranse los cuartos extranjeros y nacionales que se necesitaban para la guerra santa; el solitario del lago de Ginebra consigue burlar la provecta astucia del mismo Olózaga, y cruza la Francia y entra en Vera. El brigadier Rada le recibe, sin embargo, con profunda escama, y mientras las campanas del pueblo repican es-truendosas, y se queman fuegos de artificio, y una población de leales siervos llora de alegría, Rada tiene el valor de aconsejar al inexperto Carlos que se vaya por donde ha venido, que no se deje engañar, que no cuente con una sola poblacion, con una sola compañía organizada, con un solo guardia civil de los muchos que esperaba. El leon herido da un zarpazo definitivo á su acometedor imprudente, y Rada fué depuesto ni más ni ménos que lo fué en Búrgos hace un año..

Siguen andando los dias, y llega el de Oroquieta. El duque de Madrid hacia colacion en la sala baja que El Imparcial inmortalizó ayer, cuando, de pronto, suenan tiros. ¡Ah! nadie que no lo haya experimentado por sí mismo sabe bien lo que es eso de sonar tiros. En D. Cárlos produjeron un efecto terrible: ¡eran los primeros que oia en su vida! El cura del lugar amartilló los seis revólvers que pendian de la estola que le servia de cinturon, y dice á su rey y dueño: «Señor, este es el momento de hacer buena la proclama de Arjona. Un buen rey tiene el deber de morir por su pueblo. Morid, señor, y morid tranquilo, que aquí quedamos nosotros.» Però D. Cárlos rechaza el procedimiento, y pide con la misma gracia que Arderius su caballo, y recuerda que para algo es Villadiego un nombre español, y, cuatro pies para qué os quiero, busca la direccion inversa, perfectamente inversa, de la que traian las malditas tropas liberales, y se engolfa en la montaña bendiciendo el crepúsculo que le protege...

Desde entonces, ya lo ve el mundo: D. Cárlos es un misterio, una especie de mitho, una cosa que no se sabe cómo es, ni dónde se halla; parece como que no ha nacido, como que se lo tragó la tierra, como que todo ha sido un sueño, como que el repique de Vera fué un delirio apostólico y nada más. El viento navarro va por cañadas y valles modulando: ¿dónde está ese rey que corre más que él viento? Los ecos de aquellas montañas que fueron francesas repiten en vano: ¿dónde está?

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