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gue social, ni los filibusteros son precisamente héroes, ni la mitología es derecho constitucional, ni mucho menos. De modo que las más bellas partes de la oracion cosmopolita y mastodontial de D. Emilio, caian golpe á golpe, pieza á pieza, átomo por átomo, á manos de un simple orador parlamentario que se siente con fuerzas para discutir en español. ¡Qué dolor, desde el punto de vista del arte!

¡Ah, Castelar, Castelar! Oiga Vd. á quien bien le quieré: todavía es tiempo, puesto que no tiene Vd. mujer, ni se le conoce novia: Ordénese Vd., cante Vd. misa. ¿Qué trabajo podrá costarle, ni á qué se reduce, despues de todo, el hacerlo? Aprender un poco de latin, y acostumbrarse al traje talar, no es cosa del otro jueves. Cante usted misa. El púlpito español le espera y le reclama como al nuevo Ungido de la inspiracion moderna. Con el gran talento que Vd. tiene y malgasta haciendo el patricio, con la historia que Vd. sabe y la elocuencia de cold-cream que Dios le ha dado, Vd., que acabará de matar la política con la poesía, acabaria en el púlpito por ganarse una verdadera inmortalidad, sin que, desde Orense á Figueras, ni de Suñer á Paul y Angulo, pudiera nadie disputársela por razones de temperamento. Cante Vd. misa. Mazzini ha muerto, Victor Hugo chochea, Gambetta está caido, los republicanos ingleses no valen un comino, los del Sur de América no tienen gramática: ¿qué diantre de porvenir amistoso le guarda á Vd. la política? Cante Vd. misa, antes de que Abarzuza acabe de hacerse orador, sin gritos, ni armonías, pero con ideas. Cante Vd. misa: este y solo este es su terreno: y si no, que lo diga Pí y Margall, con toda franqueza. ¡Ah, Castelar, Castelar! Usted no ha visto la cara de Pí cuando Vd. habla; parece como que le abruma la idea de que puede existir una infancia eterna. Cante usted misa.

NOS BASTA.

(18 de Junio.).

¡Oh vocacion, oh tendencia irresistible de la invidualidad hácia su aficion congénita; oh carrera, aptitud, empleo favorito é ineludible del hombre! Nosotros creemos en ti. Nosotros creemos que así como se nace, por ejemplo, para barbero, así se nace para personaje político. Nosotros creemos que así como el mortal destinado á hacer la barba á sus semejantes elige en vano distinto oficio, porque llega un dia en que se le van los ojos y las manos detrás del jabon y la navaja de tal suerte que, sin saber cómo, amanece afeitando, así el inevitable grande actor de las luchas sociales, ya empiece por cadete, como Napoleon, ya por sastre, como Lincoln, ya por simple estudiante, como el Sr. Ruiz, tiene siempre su cuarto de hora propio, de manifestacion, de revelacion de su gran cometido; y cuando este momento llega, el mundo entero se opone inútilmente á la Providencia, y el emperador, el ciudadano insigne, ó el jefe de pelea dicen de una vez por siempre: aquí estoy.

Las escasas noticias que hemos podido adquirir respecto á la infancia de D. Manuel confirman esa creencia nuestra. Nadie hubiera dicho, al verle correr y desarrollarse por las llanuras de Castilla, mimado por los mozos de labor de su señor padre, y con todo el aspecto, el lenguaje y la sencillez espontánea de un futuro cosechero, que aquello era el gérmen de un presidente de tertulia y de ministerio. Su juventud misma lo callaba, lo disimulaba igualmente. Personas amigas y coetáneas del malogrado general Prim nos aseguran que cuando vino á ofrecérsele como abogado, propietario y amigo, en la aurora

de sus destierros, conspiraciones y persecuciones, todo lo que el general Prim se prometia hacer de su auxiliar era un idem de cualquier subsecretaría, ó, á lo más, un jefe de negociado de tercera clase. Y sin embargo, llegó la hora del ministro, y el ministro fué, y la naturaleza y la fortuna tiraron su disfraz, y la España moderna extendió su patente de personaje al émulo de Martos. La vocacion es inexorable.

Hay, sin embargo, que hacer justicia al Sr. Ruiz en un punto que le honra bastante; hay que convenir que él ha hecho por su parte cuanto ha podido para oponerse á su misma predestinacion, que él ha sido el primer equivocado de buena fé respecto á su aptitud, que él ha sido quien con mayor perseverancia ha dudado de sus condiciones para llamar favorablemente la atencion pública. Sorprendido por la primer cartera que la revolucion puso en sus manos, sus retiradas al Escorial fueron, más que desfallecimientos del moralista, anuncios de su conviccion sobre la conveniencia de vivir en el campo, de no ser cómplice de una sociedad y de una civilizacion que no creia suyas. Fué luego á Italia, y se dejó hacer el discurso que recitó en la córte, como el hombre modesto que quiere patentizar su ineptitud. Sus mismas peroraciones en el Parlamento, que parecen hechas á drede para desesperar de la palabra humana; sus iniciativas de gobierno, que parecen hijas de un cerebro necesitado de Leganés; su viaje genovista por Aragon y Cataluña, que pareció hecho exprofeso para ser silbado; su misma dolencia crónica de estómago, ¿no dicen bastante en favor del hombre ingénuo que cree no ser más que una persona honrada, con la oscuridad por merecido de ayer y de mañana?

Pues considérese desde este punto de vista la faz actual de la vida pública de D. Manuel, lo que hoy le pasa, y es imposible no reconocer la oposicion á sí mismo que, como un héroe de modestia, viene haciéndose. Se abrieron las Córtes de abril, y D. Manuel no pensó en que allí no habia más que dejar correr la bola, pronunciar media docena de grandes discursos, dejar que se cumpliese en un par de años la etapa conservadora, y recoger luego, normal y pacífica é inevitablemente el poder. Esto debió pensarlo y quererlo el jefe de partido, dinástico, liberal y hombre de Estado; pero como D. Manuel antes que nada es juez de sí mismo, lo que pensó fué que una tal campaña, larga, brillante, trabajosa, esforzada, fecunda, correspondia á Martos y no á él. Y se fué

una tarde á la Cámara popular y dijo: ahí queda eso; yo no sirvo; yo no tengo fé en mí mismo; me vuelvo á casa.

¡Cuáles, pues, no habrán sido las tribulaciones, y las violencias, y las amarguras de ese Alejandro de la modestia, de ese consecuente hombre de la naturaleza, de ese prodigio de sencillez, al ver llegar á sus amados lares los cincuenta carros de Magaz con las comisiones que en nombre de la patria en peligro iban á probarle que, decididamente, es una gran cosa, y una cosa imprescindible! Compréndese, al pensar en esto, la marcada frialdad y la reserva grande que, segun la extraña relacion del despiadado Imparcial, usó al principio con los comisionados; compréndese que oyera como quien oye llover el anuncio de la dimision (¡horror!) de D. Servando; compréndese que exajerase sus respuestas hasta el punto de creer que su honra estaba empeñada en que el país creyese un acto sincero su despedida del Congreso. Porque, ¿qué derecho tenian ni los comisionados, ni el país entero para creer que quien llegó á Tablada sin fé en sí mismo, la hubiese recuperado con cuatro tortas de pan moreno, cuatro copas y cuatro paseos por una dehesa? ¿Desde cuándo tiene que ver la agricultura con la fé política?

Y no solo se comprende todo eso desde el punto de vista de la desconfianza de D. Manuel en sí propio, sino que se comprende hasta el desmayo, hasta el ya famoso síncope que, segun todas las versiones, le acometió cuando los radicales forzaron su puerta y le amenazaron, como La Tertulia en su extraordinario, con traerle de grado ó por fuerza, à la calle de San Márcos. Algunos dicen que se desmayaria por el mal olor de la irrupcion; otros sospechan que seria efecto del cloroformo, hábilmente manejado y exhalado por el médico Sr. Rivero; otros apuntan la idea de que fué un terror producido por la necesidad de dar de comer á trescientos viajeros: tonterías de las gentes. D. Manuel perdió el sentido, y lo perdió bien, y lo perdió dignamente, porque D. Manuel conoció que no habia remedio, que la vida pública le volvia á llamar á su seno, como la mar al rio, como el pinar á Cuevas, como la versatilidad á Córdova; que sus sueños humildes, rientes, pastoriles de tantos años, volvian á disiparse; que decididamente, y de una vez por siempre, iba á ser preciso luchar, pensar, hablar, cobrar y exhibirse. ¡Qué mayor justificacion de un vahido!

¡Ah! cuando el nuevo héroe por fuerza abandonó su cándido retiro,

dió un mudo adios á sus dulces colmenas, á sus tristes lebreles, á su macho predilecto, á su granero amado, á sus salutíferos horizontes, á sus criados rollizos, á su tertulia de cocina, y se vió de nuevo en el ferro-carril, aunque sin pagar billete, y llegó á Madrid, y no vió al monarca en la estacion, como acaso creia, ni la guarnicion tendida, como acaso soñaba, ni las damas en coches y ventanas saludándole, ni siquiera á Sardoal de uniforme; y vió á Martos con su eterna sonrisa socarrona, y oyó los aplausos premeditados de un público de encargo, y comprendió la obra pesadísima que le habian echado otra vez sobre la espalda; con razon, con harta razon se preguntaria: ¿qué simple mortal ha sufrido lo que yo sufro; dónde está un caso histórico semejante? ¡que me lo enseñen, que me lo recuerden!

La historia, aun suponiendo que D. Manuel la conociera, poco podria enseñarle, en efecto, que se parezca á su situacion A principios del reinado de Cárlos V, y durante la primera guerra de las célebres germanías de Valencia, sucedió que un caudillo popular, el famoso pelaire Guillem Sorolla, queriendo, segun dice el cronista, escitar á la plebe, se escondió é hizo cundir la voz de que habia sido asesinado por los agentes del virey conde de Melito. Con cuyo motivo hubo alborotos, atropellos y muertos en la ciudad, principalmente en la calle de Caballeros, donde el virey tenia su casa. Pero entonces el obispo de Segorbe, D. Gilaberto Yofré, que administraba la diócesis, varon hábil y animoso á pesar de sus ochenta años, fué á la habitacion del pelaire, conjuró á su mujer á que le dijera dónde se hallaba, lo sacó del sitio más opuesto á una perfumería, lo montó á la grupa de su mula y lo paseó por la agitada Valencia, que quedó con ello en sosiego. Pero este caso no es propiamente análogo. Ni D. Manuel es pelaire, ni caudillo, ni el Sr. Rivero obispo, que sepamos, ni aquí hay mula de por medio.

De todos modos, lo esencial aquí, lo fundamental no es la vuelta del Sr. Ruiz á los destinos de la patria; es otra cosa que nosotros reconocemos con gran satisfaccion, y para honor íntimo é indisputable del jefe de nuestros adversarios hoy constitucionales; es que, despues de esta última resistencia, de esta última pesadumbre, de este último drama wambesco, ya no puede haber duda: D. Manuel se conoce. Los hombres y las cosas, los argumentos sincópicos de Rivero, los gritos de la familia y el porvenir de los Voluntarios le obligan á volver al gobierno, á luchar con Martos, á salvar las instituciones; pero conste

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