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monomanía candidaturesca, y nuestra atencion se ha hecho un deber de imparcialidad y de patriotismo el oir todo, el examinar todo, el ver todo lo que, si bien contrario á nuestra conviccion, se nos ofrece en nombre de la solucion suprema que el país espera. ¡Tenemos tantas ganas de poder decir que nos hemos equivocado!

Vamos á ver, pues, la manifestacion esparterista, nos deciamos ayer tarde colocándonos, anteojo en ristre, nada menos que en un balcon de la Puerta del Sol. ¡Quién sabe si bajaremos de aquí convencidos, y si de aquí correremos á pedir á D. Pascual el abrazo del catequizado! Hasta ahora, el esparterismo y sus actos nos han parecido representar y significar la única inocencia de la revolucion, y por eso nos hemos resistido á sus intentonas de persuasion, porque todo lo que, revolucionariamente hablando, no tiene cierta dósis de viril sensatez, no nos parece revolucion, y evoca solo en nuestra memoria las batallas y las hombradas á que, con uniforme de papel y espada de caña, nos vieron dedicados los dias, ya remotos, de nuestra infancia; porque, en una palabra, el género que Boileau llamaba el peor de todos en literatura, el género tonto, es una de las pocas cosas que no admitimos ni admitiremos nunca en la política española, á pesar de haber pagado ya tanto tributo á la esperiencia y de habernos resignado, como buenos españoles, á que nada nos sorprenda.

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II.

Dieron, entretanto, las seis de la tarde. La caravana patriótica desembocó por la calle Mayor, precedida por su primera exigua orquesta, que pretendia tocar el eléctrico himno de Riego. Pasó por delante de nosotros la carretela, forrada con los colores nacionales y tirada por cuatro caballos de alquiler. En sus asientos de preferencia yacian dos voluminosos tomos. Un chusco que estaba á nuestro lado exclamó: «¿Serán esos libros un ejemplar del Diccionario geográfico y las cuentas corrientes de La Peninsular?» Pero nosotros, que habiamos leido por la mañana la especie en un periódico satírico, no hicimos caso de la malévola injusta alusion al positivismo industrial del Sr. Madoz en los últimos años, y seguimos mirando con vivísimo interés. Y, nada: la carretela pasó, y nuestra conversion al esparterismo no se iniciaba.

Pasaron detrás del coche, asidos fraternalmente del brazo, los diputados esparteristas que presidian el acto; en su centro marchaba el Sr. Madoz con un vigor superior á sus canas; á un estremo iba, si no recordamos mal, el fecundo original director de El Eco del Progreso; á otro el reflexivo Sr. Villavicencio, cuya reputacion de hombre de sesc en su granadina provincia nos consta, aunque algunos de sus compañeros de diputacion hayan dado en llamarle el equivocado de oficio. El general Contreras, firmante tambien de la convocatoria, no se veia, es decir, no iba, porque, de ir, de seguro se hubiera visto. Y, nada: el grupo de soberanos pasó, y nuestro entusiasmo no parecia.

Empezaron á pasar luego las comisiones del cortejo: la de Logroño, con algunos de sus jefes de voluntarios llevando un bonito uniforme verde, cuyo agradable aspecto nos apresuramos á reconocer; la de -los veteranos de la milicia, en la que nos pareció que figuraban algunos jóvenes inesplicables; la de los distritos de Madrid, en una de las cuales creimos ver á un señor con guantes blancos; la de los estudiantes, que no pudimos precisar; todas ellas precedidas de sus estandartes coronados de flores artificiales y llenos de máximas y lemas filosóficoliberales; algunas de ellas acompañadas de músicas reducidas, pero inteligibles; otras compuestas de algun personal mujeril; otras, muy pocas, de algun que otro grupo de voluntarios de Madrid; todas escasas (aunque esto era lo de menos) de personas conocidas; sumando todas, en fin, de ocho á nueve mil asistentes, segun los cálculos más exactos. Y, nada: la procesion terminó, y nuestro entusiasmo no venia.

Y terminó la fiesta: la hilera de los manifestantes, compacta en su cabeza, cortada á las veces en su centro por los improvisados huecos del personal, y acaso por la deplorable falta de un bastonero, se perdió á nuestra vista en el horizonte Sur de la calle de Alcalá; el conjunto de sus sombreros hongos no fué en breve más que un punto informe en la distancia; los numerosos espectadores de las aceras se esparcieron; despobláronse los balcones; los carruajes detenidos por la ceremonia volaron hácia el Prado y la Castellana, como si fuera un simple dia de paseo para sus dueños y alquiladores; el sol empezó á ponerse por detrás del casi deshabitado palacio; el Madrid central volvió á quedar como estaba antes y, nada, nuestro entusiasmo se quedó en lo increado.

Eran las siete; la hora fatal para los padres de familia y para las familias de los padres: la hora de la comida. Y nos fuimos á comer.

III.

Pero, andando y todo, no dejábamos de pensar en aquel acto, hijo de la nueva libertad española, y en la resistencia de nuestro ánimo á sacar de él convencimiento ó sentimiento capaz de variar ó modificar nuestro modo de apreciar y de sentir en la cuestion suprema de actualidad, en la cuestion monárquica, en la cuestion del rey, de la monarquía que la revolucion necesita, que la revolucion ha de tener, para tener alguno.

No hay que darle vueltas, nos decia nuestra conciencia; la manifestacion de esta tarde no ha sido otra cosa que una especie de exhumacion histórica. Espartero no es ni puede ser más que un pasado. El dia en que Isabel II salió arrojada de España, aquel dia, aquel dia mismo, el Espartero político murió con la dinastía á cuya historia va unido su nombre. Es hasta una violacion del sentido moral el querer separar este nombre ilustre de la causa que lo escribiera en los modernos anales de nuestra patria. Lo que hay que estimar y que aplaudir es el buen sentido del duque de la Victoria al conocerlo así, y al resistirse á entregar ese nombre respetable y respetado, que es su única riqueza, á la profanacion involuntaria de fosforescentes é irreflexivos entusiasmos. Esas banderas no han sido bien aplicadas esta tarde; esas banderas deben llevarse á Logroño y estar preparadas para cubrir, en nombre de la patria, la por desgracia entreabierta tumba del soldado y del patricio benemérito.

Por lo demás, la insignificancia esencial de esa manifestacion, y la resistencia de los espíritus más imparciales á ver en ese acto y en la causa que lo ha producido algo digno de la atencion nacional (fuera de lo que significa como protesta contra la interinidad), tiene la más fácil y elocuente de las esplicaciones. Toda la seriedad del Espartero histórico se pierde y deshace en manos de los partidarios del Espartero de 1870, del Espartero candidato al trono revolucionario. La revolucion, pese á sus propias innumerables faltas, ha sido, es y podrá ser una cosa séria. La interinidad, que ha servido y sirve de dogal asfi

xiante á la revolucion, ha sido y es una cosa tristemente séria. La república es una solucion terriblemente séria; la restauracion podria ser otra solucion funestamente séria; hasta es sério el carlismo, obrando en las lóbregas regiones de nuestro fanatismo de herencia. Lo único que no ha sido, ni es, ni podrá ser sério es la monarquía del insigne octogenario sin sucesion, sin intereses conservadores que lo llamen & que lo reciban con esperanza.

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No diremos, por no aparecer inmodestos como simples mortales, que el solemne dia parlamentario de ayer fué un dia unionista; pero sí diremos, seguros de no ser contradichos, que ayer fué un buen dia para la tribuna política española. Fuera de los primeros, grandes debates constitucionales de la revolucion, necesario es, para comparar la solemne altura del debate de ayer, recordar alguna de las más graves é inolvidables sesiones de las legislaturas del último reinado en que, al amparo de la normalidad legal, ménos ocasionada siempre á la aparicion de las medianías y pequeñeces que son el cortejo obligado de los períodos anormales, luchaban en la arena representativa nuestro más elocuentes y autorizados hombres políticos.

Apuntemos, por vía de introduccion á estos párrafos, nuestro sincero deseo de que vuelvan pronto y definitivamente dias semejantes á aquellos, y digamos lo que lealmente se nos ocurre sobre los notabilisimos discursos de los Sres. Cánovas y Rios Rosas, á quienes se debió la importancia, la solemnidad y el alto interés de la discusion.

Usó primero de la palabra el Sr. Cánovas del Castillo, consumiendo el tercer turno en contra de la totalidad del dictámen de la comision en el proyecto de ley para eleccion de monarca. ¿Necesitamos decir que el mundo político esperaba su discurso con la seguridad de hallar en él la profunda, correcta, pensadora elocuencia de todos los suyos? Pero no era solo eso lo que el mundo político esperaba ayer del discurso del Sr. Cánovas. El ya notorio jefe del grupo conservador que forma á su lado en la Cámara Constituyente iba á hacer, más que un

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