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discurso, un acto: iba á decidir y declarar de una vez por todas su verdadera situacion política frente à frente del actual órden de cosas, y sus deseos y aspiraciones para el porvenir. La marcha de los sucesos, las exigencias indirectas é imperiosas de la opinion, su misma sinceridad, su respetabilidad misma se lo exigian.

Y el Sr. Cánovas, que, en efecto, conocia y declaró que habia llegado la hora de la franqueza, esplanó y desarrolló con franca y levantada palabra las dos partes principales de su discurso. En la primera abordó directamente la cuestion objeto del debate. A su entender, la mayoría relativa que el proyecto de ley hacia bastante para que el rey pueda ser elegido es contraria al prestigio y á la grandeza moral de una monarquía que el Sr. Cánovas desea ver constituida sobre anchas y sólidas bases, para que se levante firme y respetada á través del tiempo. Ya que esa monarquía no haya de ser elegida por el sufragio popular directo, el Sr. Cánovas desea que lo sea por una mayoría parlamentaria absoluta, tal como lo fueron Leopoldo de Bélgica y Luis Felipe de Francia.

Pasando luego de la cuestion teórica á la cuestion práctica de actualidad, declaró el Sr. Cánovas que, urgente y todo como es el advenimiento de la monarquía, urgente y todo como es que cese la interinidad actual y que el general sentimiento de un país profundamente monárquico como el nuestro deje de clamar en el desierto revolucionario, lo más urgente, sin embargo, es á sus ojos que haya alguien que restablezca el órden moral de esta sociedad, reduciendo al silencio y á la impotencia á la demagogia, con el auxilio principal de unas leyes que, como las hoy vigentes, no reduzcan á la más estéril impotencia todos los agentes, todos los recursos, todas las fuerzas del poder.

Y entrando, por último, en la fase personal, por decirlo así, del debate, abordando el acto político que deseaba realizar, confesó que si el candidato al vacío trono se hubiese de designar por el sentimiento individual, por el afecto y la opinion individuales, los suyos pronunciarian solo el nombre de D. Alfonso de Borbon; que esta era, sin embargo, mucho más que una cuestion de simpatía, de culto del corazon á recuerdos y sentimientos del caballero, una suprema cuestion de conveniencia nacional, y que por eso al aceptar la excomunion de los partidarios de la revolucion de setiembre, con la cual no tenia vínculos, aunque reconociera que algunas de sus conquistas quedarian

para siempre en pié en la España social y política del porvenir, habia asímismo declarado y declaraba que, como solucion inmediata, no creia conveniente para el país al mismo candidato de su preferencia, porque no creia conveniente minoría ninguna régia en la presente situacion de España. Quemaba, pues, el Sr. Cánovas sus naves, no solo fuera de la órbita revolucionaria, sino tambien en contra de los deseos de la restauracion, y ofrecia á la revolución misma sacrificar sus afecciones y sus deseos íntimos en aras del interés público, si la revolucion tenia traia una solucion capaz de servir de pronto y enérgico remedio á los males del país.

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Este fué, si no recordamos mal, pues hacemos el extracto fiados solo en nuestra memoria, el discurso del Sr. Cánovas; este fué su acto político de ayer.

II.

Contestó al Sr. Cánovas en una improvisada y no ménos notable réplica el Sr. Rios Rosas, el ya ilustre veterano de nuestra tribuna, el gran carácter, la gran personalidad política á quien rodea tan brillante y merecida aureola de respeto y consideracion universales. La lucha era de atleta á atleta, de potencia á potencia; á Cánovas, al profundo. orador artístico, académico, estético, por decirlo así, siempre dueño de sí mismo, siempre encauzando su inspiracion entre los límites de su intencion y de su voluntad, contestaba Rios, el profundo orador espontáneo, de naturalidad y sencillez magníficas, de arrebatador claro oscuro, grande inteligencia y gran corazon á la vez.

Habia el Sr. Cánovas emitido su opinion sobre la intervencion francesa de 1823, asegurando que la generalidad del país la llamó ó la aceptó, venciendo sus sentimientos de indomable altivez independiente, en gracia á su ódio hácia la anarquía que lo devoraba; y el señor Rios empezó negando este juicio histórico de su adversario. No fué el país, en su opinion, fué el rey, fué el último infausto Fernando, el último representante del absolutismo español, con su turba de fanáticos y chisperos, y fué con él la Europa de la restauracion, la Europa de la Santa Alianza, quienes impusieron aquel ultraje á la España cansada, á la España inerme, á la España agotada, á la España vencedora quince años antes de Napoleon I.

Habia aceptado el Sr. Cánovas la eleccion plebiscitaria de soberano como una de las formas del nuevo derecho público, y el Sr. Rios declaró que nunca aceptaria esa forma para la eleccion del rey español, por la misma razon que el jefe del poder ejecutivo, el primer magistrado del pueblo más libre del mundo, el presidente de la república norte-americana, era elegid› indirectamente; porque el Sr. Rios Rosas cree que un rey ó un presidente elegido directamente por el sufragio del pueblo, es ó puede ser siempre un tirano frente à frente de la representacion nacional; porque el Sr. Rios Rosas quiere que el rey nazca y salga de entre los elegidos del pueblo, para que sea siempre rey del Parlamento, con el Parlamento y por el Parlamento, sin el recuerdo y sin la esperanza de un poder anterior y superior; porque el Sr. Rios profesa la teoría anti-cesarista en toda su pureza.

Habia pedido al menos el Sr. Cánovas la mayoria absoluta de votos para la eleccion régia, y el Sr. Rios demostró que el proyecto de ley exigia la presencia, la realidad de esa mayoría, pues sin la de 171 diputados no podrá haber eleccion. Si lo que se desea ó se pide es otra cosa, es la unanimidad, se pide, añadió el Sr. Rios, un imposible; ni esta, ni otra alguna corporacion nacida del espíritu del sigio puede ofrecer esa unanimidad soñada, como no lo ofrece nada hoy en la esfera de las opiniones políticas, filosóficas y religiosas, como no la han ofrecido los Parlamentos modernos, porque los mismos ejemplos citados por el Sr. Cánovas así lo prueban; porque ni Leopoldo de Bélgica, ni antes que él el duque de Nemours, ni Luis Felipe, elegido esencialmente por el pueblo, contaron con esa unanimidad. El proyecto de ley obedece, pues, al verdadero criterio parlamentario, establece una legalidad perfecta é incontrastable: el criterio y la legalidad de là mayoría.

Habia el Sr. Cánovas disculpado, si no absuelto, la interinidad, y el Sr. Rios hizo juez de la interinidad al país, al sentimiento de las clases y de los intereses más influyentes y más respetables de ese mismo país, que claman incesante y amargamente contra esta interinidad, contra esta atonía, contra este perpétuo gérmen de desconfianza y de temor, contra este perpétuo auxiliar de la anarquía, contra esta lenta pero segura disolucion de la obra revolucionaria. Las leyes, los medios y resortes legales que el Sr. Cánovas juzga insuficientes y opuestos á la accion benéfica de un poder y de un gobierno sério,

¿no serian todo lo contrario de lo que hoy han sido ó son en manos de un buen rey y de unos buenos ministros? El Sr. Cánovas es autoridad en la materia para poder conocerlo así.

Entró luego á su vez el Sr. Rios Rosas á considerar el acto político de su adversario, á contestar sus declaraciones respecto á la dinastía caida; y recordó con solemne y oportuna emocion que él tambien habia sido dinástico sincero, dinástico fiel, dinástico honrado de aquella dinastía; que por ella habia interpuesto varias veces su pecho entre el trono y sus enemigos; pero que, al contrario del Sr. Cánovas, creia imposible, y lo esperaba en bien de su patria, la vuelta de aquel trono que tantas miserias, que tantos peligros, que tantos males habia deparado á la libertad que lo creara y lo salvara. Y el Sr. Rios terminó anunciando al Sr. Cánovas la inutilidad de aquel acto de su conviccion, de aquella decision de su leal sinceridad, para con los mismos á quienes espontáneamente se ofrecia, y la posibilidad evidente de que no fuera por ellos juzgado como merecia.

Tal fué, en su esencia, la elocuentísima, la enérgica, la memorable respuesta que dió al atleta conservador anti-revolucionario el atleta conservador de la revolucion.

III.

Digamos ahora, en breves palabras, algo por nuestra propia cuenta sobre el efecto moral que esos dos discursos nos depararon. Este efecto es doble, es de dos maneras, se compone de una alegría profunda y de un profundo sentimiento.

El ilustre Rios Rosas, el corazon entero, el espíritu altivo que se mantuvo puro, indomable ante la corrupcion y la abyecta bajeza que en los últimos años formaron muchas veces la atmósfera, el contagio, el aura vital, el secreto de la política española; el respetable hombre público que la dinastía caida trató con más ingratitud y más perfidia que á ninguno de los hombres civiles á quienes no pudieron vencer sus malas artes; el revolucionario de buena fé que supo ahogar en su pecho todos los impulsos, todos los afectos, todos los móviles opuestos á la regeneracion de su patria; que supo transigir en la esfera de las doctrinas con las inevitables exigencias del nuevo órden de cosas, para

sacar á salvo lo fundamental de sus principios monárquico-liberales; el Sr. Rios Rosas, ocupando hoy el último tercio de su honrosa vida en dar á la generacion que le sucede ejemplo de un liberalismo, de un patriotismo y de un carácter que han de trasmitirse á la historia, es una gran figura, un gran consuelo y una gran enseñanza á nuestros ojos.

El ilustre Cánovas, la inteligencia poderosa, el espíritu recto y nutrido de rica instruccion que tiene ya conquistado y señalado su puesto en nuestros contemporáneos anales; el Cánovas político, hijo de la revolucion de 1854, es decir, del prólogo de la revolucion de 1870, hijo de la política y del partido que más pugnó por hacer arrepentirse de sus tendencias y de sus perfidias á la dinastía caida; ese Cánovas abrazado moralmente á las ruinas de esa dinastía. y abrazado sin esperanza, y abrazado conociendo y sintiendo que esa dinastía es hoy un imposible y lo ha de ser mañana; ese Cánovas es para nosotros un alto objeto de profundo pesar.

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Y, sin embargo, todavía esperamos; todavía tomamos acta de una promesa solemne del Sr. Cánovas; todavía creemos que, si esta revolucion, con cuyo espíritu hubiéramos querido ver identificado al señor Cánovas, que si este órden de cosas, que si esta obligada anarquía, á que hasta por temperamento es refractario, sabe crear un poder sério, fuerte, reparador, una monarquía que no tenga la ineptitud y la ingratitud y el absolutismo en las entrañas; una monarquía que no sea lo que fué la que por un resto de inútil platonismo caballeresco recuerda benévolamente el Sr. Cánovas, esa monarquía lo tendrá á su lado.

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