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Puede decirse que faltó casi nada para que el rey del Sr. Prim pasease por Madrid sus patillas rojas. Entonces fué necesario obrar, y nuestros hulanos obraron con prontitud y celo inmejorables. Prensa radical, mayoría constituyente, retratos fotográficos, circulares diplomáticas, militares y gubernativas, misiones á nuestras principales provincias, todo lo prepararon, todo lo hicieron. ¡Lástima que el Sr. Olózaga determinase al Sr. D. Antonio, padre del interesado, á dejarnos á lo mejor sin candidatura hulana!

Mas por desgracia esto sobrevino, y entonces fué preciso aguantarse, callarse, fingir que se dormia, desaparecer, renunciar á las correrías preparatorias del gran desenlace, y esperar. Y así se ha hecho. Nuestros hulanos han vivaqueado á la chita callando en las profundidades hospitalarias de la situacion, hasta hoy, hasta ayer, hasta el dia de la derrota de Mac-Mahon, hasta el gran dia en que el feliz gobierno de la feliz España empieza á ver claro, ó al ménos á ver algo definitivo en la contienda pruso-franca.

¡Loado sea el Dios del fusil de aguja! Ya parece que toda esperanza de triunfo es una necedad en la Francia vencida por el número y en el imperio cuya ignorancia y cuya ineptitud han vendido miserablemente á la Francia. La civilizacion se pronuncia decididamente por nuestro querido Fritz. La Alsacia y la Lorena quedarán bajo la bandera blanca y negra, como bajo un sudario eterno. Los notables de Berlin alzan el gallo para decir al mundo que no se entrometa en el asunto. Hasta las damas alemanas renuncian á los figurines del materialista París. Estamos en pleno génesis germánico, y el mundo en lo sucesivo recibirá directamente del Norte el padron de sus instituciones y los nombres de sus soberanos. ¿Qué mejor ocasiɔn, pues, que esta? ¡Sus! ¡á la brecha, al campo, á la victoria de nuevo! se han gritado á sí mismos nuestros prusófilos, y desde ayer el armonioso nombre de Hohenzollern-Sigmaringen vuelve á sonar en los lábios y círculos ministeriales.

Hay un periódico optimista, amigo sin duda en tésis general del hombre, aunque el hombre sea cimbrio; y este periódico, que es nuestro estimado colega Las Novedades, dice hoy con una buena fé que le honra, pero que nos desgarra el pecho, que no cree en semejante resurreccion de la candidatura del prusiano... ¡Infeliz, mil veces infeliz colega!... ¿Y por qué no cree Vd. eso? ¿Es porque está Vd. acostum

brado á ver á la situacion un dia republicana, monárquica otro, interinista siempre, y no se fia Vd. de sus cacareadas decisiones? ¿Es porque cree Vd. que, aun suponiendo que el triunfo de Prusia sea completo, Europa no cometerá la última de sus abdicaciones consintiendo que nuestra Península se convierta en una especie de Dinamarca occidental? ¿Es acaso porque no tiene Vd. noticias del coronel-candidato, cuyas heroicidades en lo que va de guerra han consistido en alojarse confortablemente en la alcaldía de Nancy?

Pues contra todos esos motivos, al parecer racionales, que hacen dudar á Las Novedades, hay un hecho de hoy mismo, de esta mañana, que basta por sí solo para que nuestro colega conozca si hay hulanos madrileños, y si trabajan y se mueven oportunamente. La Nacion, el periódico de la doble vista, el órgano generalmente conocido del Sr. Rivero, sin perjuicio de haberlo sido del Sr. Madoz, La Nacion, que es hoy, como si dijéramos, la quinta esencia del ministerialismo, la situacion en letras de molde, publica un artículo, en que declara con un valor superior á las creaciones del espíritu mejor templado que la candidatura Sigmaringen es una candidatura séria; que esa candidatura ha sido discutida, ha sido admitida y hubiera sido votada; que la guerra es solo un paréntesis en la vida de esa candidatura, y que es lógico que el éxito de esa candidatura corra parejas con el éxito de la guerra.

Ya lo vé, pues, Las Novedades: se vuelve á pensar, se piensa, ó, mejor dicho, se sigue pensando, n se ha dejado de pensar nunca, en el fondo, en el candidato que los escaparates de la calle de la Montera están exhibiendo desde la toma de Wisemburgo. Lo que Las Novedades podrá decir y sentir es que hoy le preocupa tan poco como ayer semejante intentona; es que hoy, como ayer, y mucho más que ayer, le cree pura y simplemente un imposible; es que hoy, mucho más que ayer, conoce y cree nuestro colega que ha pasado la hora de las candidaturas exóticas y que es preciso contentarnos con lo que tenemos en casa, ó resignainos á dar gusto al señor marqués de Albaida. En todo esto estamos conformes con Las Novedades; pero, por Dios, no neguemos los hechos: la candidatura prusiana sigue sonriendo á la fantasía de la familia gobernante; se sigue pensando en Leopoldo I, en el rey Prim-Salazar, en el rey de los hulanos. Para nosotros es tan seguro esto, como que acaso á estas horas habrá personaje progresista

democrático que se haya mandado hacer el uniforme hulano completo: gran gorro de pelo, lanza descomunal, botas impermeables, luenga é inculta barba (¡qué contrariedad para las eminencias barbilampiñas!) y`pantalones con hondos bolsillos, dignos de la profesion. Verdaderamente será de lamentar que el sentimiento público deshaga otra vez á silbidos esa candidatura. ¡Seria tan pintoresco y tan curioso ver al rey de los hulanos entre su hueste española, uniformada y compacta!...

LA CONFERENCIA.

(19 de Setiembre.)

Era la tarde; la tarde del dia en cuya mañana llegó el Sr. Olózaga á esta villa que fué del oso, y donde hoy hace un oso perfecto la revolucion de setiembre; la tarde del sábado, en una palabra. El sol caia; el señor ministro de Estado lo miraba ponerse desde la ventana de su despacho, que da al Campo del Moro. Solo en aquella oficial estancia donde, si no se dirigen los destinos del mundo, es indudable que n faltan otros destinos de que ocuparse; negligentemente sentad ante su ancha mesa de trabajo, atestada de despachos vírgenes por su calidad de intraducidos; con los codos sobre el tablero, y las crispadas manos sepultadas, á guisa de luengos escarmenadores, en su áspera cabellera riza, el simpático é inteligente Sr. Sagasta miraba la perezosa bajada del astro del dia por su horizonte de costumbre, y pensando en la poca novedad del espectáculo y en que lo mismo que él veia en aquel instante lo habian visto desde igual sitio los Sres. Arrazola, Calonge y otros, lamentábase el celoso ingeniero diplomático, para sus adentros, de la poca ó ninguna influencia que suelen tener los partidos progresistasdemocráticos en el sistema planetario.

Pero esta idea era á la sazon puramente accidental en el Sr. Sagasta. La idea fija de S. E. era otra. El Sr. Sagasta esperaba á algu– no, con impaciencia y con inquietud tales como solo un ministro de una interinidad puede sentir; y lo esperaba desde las diez de aquella mañana, y lo esperaba hacia siete horas, y lo esperaba fumando, paseándose, sentándose, exhalando hondas exclamaciones, teniendo á los porteros durísimos modos, hablando solo, no sabiendo qué hacerse, sintiendo á las veces ganas de dejar cesante á todo el cuerpo consular y cancilleresco, otras arrepintiéndose de haber dado en el último se

mestre cuantas cruces se le han pedido, sintiendo y sufriendo, en fin, el suplicio moral de un gobernante en vísperas de grave reyerta, tipo que el buen Dante, enumerador portentoso de malos ratos, se olvidó injustamente en su inmortal comedia.

de

De pronto, el pavimento de la vecina antesala se estremece, prestando á los ladrillos limítrofes la vibracion de un terremoto. Algo grande se acerca. El Sr. Sagasta apenas tiene tiempo de desfruncir su enfurruñado rostro, de sentarse cogiendo en sus manos el primer legajo con que tropiezan y de revestirse con el aspecto de un hombre que está espiritualmente á mil leguas del sitio en que se le importuna. Chilla y gira en esto la mampara; un portero, con la misma galoneada casaca del mismo célebre Labandera, que en gloria esté, anuncia al Sr. Olózaga, y el Sr. Olózaga entra limpiándose el sudor con un pañuelo-sábana, cuyos flotantes picos sirven de colgadura artística á su busto hercúleo. Momento de silencio.

El Sr. Olózaga se adelanta hasta la mesa; el suelo sigue crugiendo. El Sr. Sagasta se alza pausadamente de su sillon, toca con su nervioso dedo índice derecho el estallante metacarpo que D. Salustiano le tiende, le señala un divan fronterizo (el mismo donde los Sres. Martos y Gasset solian discurrir sobre la cuestion de Roma), y conociendo que si es mudo un instante más revienta, dice con acento que es un poema de melancolía, de timidez, de amargo reproche y de íntima irritacion:

-¡Al fin se le ve á Vd., señor embajador! Bien venido.

-No he podido venir antes, mi jóven amigo y jefe, responde el histórico autor de la Salve (el Sr. Sagasta al oir lo de jóven mira á sn alrededor como buscando á alguien). Ya sabrá Vd. que he almorzado con el regente. ¡Buena mesa! Despues me he entretenido larguísimo rato con D. Juan, y, sin hablar apenas á los amigos que en casa me aguardaban, aquí me tiene Vd.-Mucho calor en Madrid, ¿eh?

-Regular.-Pues, señor, en buena nos ha metido Vd. Espero que ahora nos hará Vd. la merced de indicarnos la salida del callejon.

-¡Ah! par exemple! ¡qué callejon, ni qué ocho cuartos, si es una calle más ancha que la de Alcalá! ¿Están Vds. en Babia, amigo mio? ¿A qué ha venido toda esta zalagarda, todo este ruido, toda esta solemnidad de mi llamada, toda esta pretension del juicio de residencia que se me impone? Si esto hacen Vds. conmigo, con el que les quitó de en

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