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¿Por qué? Porque tambien entonces veiamos todo el daño que el Pontificado político hacia al Pontificado católico; porque oiamos la universal protesta que en toda Europa se levantaba contra los errores de la política romana; porque veiamos lo funesto que esa política, haciendo alarde de condenar todo lo que la libertad y la civilizacion pro ducen, era á los pueblos donde se enseñoreaban sus influencias; porque sabiamos lo que habian venido á ser los Estados italianos que esa política habian indirectamente regido; porque veiamos lo que el Austria moderna venia al fin á ser en manos de esas influencias; porque sabiamos, en fin, lo que esa política habia influido en nuestro propio país, en España, y la triste parte que ha tenido en el hundimiento del trono de Isabel II.

¿Cuáles debian ser, pues, los efectos de esa política romana que debilitaba, perdia y dañaba así á los gobiernos y á los pueblos donde más ciego apoyo encontraba? Si esos gobiernos sucumbian, esa política sucumbiria tambien; y, en efecto, esa política sucumbe hoy, porque ha dejado á esos pueblos sin fuerzas para defenderse ni para defenderla.

Mas, por fortuna, en el Pontífice-rey vive y está la cabeza visible de la Iglesia, el delegado del mandato divino, la piedra inmutable que sirve de base al edificio evangélico. Por fortuna, la desgracia y la tribulacion de hoy no pueden prevalecer sobre la eternidad de la mision divina de ese rey de almas; por fortuna, esa triste expiacion de errores puramente humanos no puede ménos de ser transitoria. ¿Quién sabe si esta tristísima y solemne leccion servirá para librar en el porvenir al Catolicismo de los males que hoy le cercan, para ponerlo de una vez y para siempre á la cabeza del gran movimiento civilizador de los siglos, para verle dirigir, ageno á toda pequeñez, á toda falibilidad vulgar, los destinos del hombre espiritual y moral? Creámoslo y esperémoslo así.

EL CONSISTORIO.

(1. de Octubre.)

Lo que queda de la España revolucionaria sabe, sin duda, que tiene un ministro de Fomento de quien ciertamente no hablarán los siglos; y no será, si esto pasa, por culpa del interesado, pues ha hecho personalmente en obsequio de su inmortalidad cuanto es dable á un ingeniero de caminos. Con algunos párrafos de política fisica construyó un puente que le llevó al ministerio, y con la espontánea confesion de su irreligiosidad matemática ha querido ser el Erostrato de la España católica y pegar fuego al gran edificio nacional en que se guardan las creencias de quince centurias. Desgraciadamente para el Sr. Echegaray, su plan no ha dado otro fruto que el suelo ministerial, y parece ya muy próximo el dia en que su excelencia ha de volver á la modesta nada donde le sorprendió un conato de reputacion, y que, ṣegun opinion de la gran mayoría de los mismos radicales, nunca debió abandonar.

Pero si el país sabe estas y algunas otras cosas del Sr. Echegaray, lo que el país casi no sabrá es que hay un director de instruccion pública, que se llama el Sr. Merelo, tan cimbrio como el que más, tan habituado á tratar á la Divinidad de potencia á potencia como el Sr. Echegaray, y lo suficientemente economista para ser candidato á la intendencia de Cuba, que es un ministerio de Hacienda parecido al que se disuelve en manos del Sr. Figuerola.

Pues bien: este señor de Merelo se ha puesto en comunicacion directa, oficial y vergonzante, nada menos que con el Consistorio central de la Iglesia española reformada de Sevilla, y por vía de afectuosa correspondencia, le ha dirigido últimamente, para satisfaccion consistorial y escarmiento de pícaros, el traslado de la órden de su ́

ministro á las juntas de primera enseñanza de Andalucía, previnién– doles que dispensen á los maestros de escuela del Estado la enseñanza de toda religion, de toda moral y de la sagrada historia.

En nuestro número de ayer publicamos ese documento, que, salvo el respeto que profesamos al poder, nos parece, española y filosóficamente considerado, todo lo inconvenientemente absurdo que puede imaginarse. La prensa empieza á ocuparse en su exámen, y nosotros, con un esfuerzo semejante al que exigen las náuseas para ser contenidas, vamos tambien á permitirnos decir algo acerca de su contesto.

Parece ser que algunos padres de família cimbrios, porque tambien los hay, se han encontrado con que los maestros de las escuelas adonde han llevado á sus hijos con el inverosímil propósito de educarlos siguen la costumbre española de creer que deben enseñar á sus discípulos la religion, y la religion católica por añadidura. Ante una atrocidad por el estilo, los referidos padres, que ayer acaso serian empleados de Gonzalez Brabo y hoy son unos libres pensadores de tomo y lomo, acudieron al consistorio sevillano de cierta Iglesia española reformada que por lo visto tenemos á la orilla del Guadalquivir, y el consistorio acudió al señor de Merelo, y el señor de Merelo á su ministro, y el ministro, en nombre del regente del reino, autorizó la órden que la inflamada cólera anti-fanática del matemático le presentara, y las juntas de primera enseñanza de Andalucía recibieron la célebre órden.

En la España revolucionaria hay, sin embargo, una Constitucion, que dicen que rige, y esta Constitucion tiene un art. 21, cuyo tenor es el siguiente:

<<La nacion se obliga á mantener el culto y los ministros de la regilion católica.

>>El ejercicio público ó privado de cualquier otro culto queda garan– tido á todos los extranjeros residentes en España, sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho.

»Si algunos españoles profesaren otra religion que la católica, es aplicable á los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior.»>

Hasta ahora el sentido comun de nuestros conciudadanos habia comprendido que ese artículo constitucional, por su forma y por su fondo, confiesa y establece dos cosas: primera, la libertad religiosa en España; segunda: la existencia de una religion misma en la inmensa

mayoría de los españoles; religion que, segun se desprende de ese propio artículo constitucional, no debe ser otra que el Catolicismo, cuando el Estado se encarga de sostener su culto y sus ministros.

Pues no señor; lo único que hay de verdad, segun los Sres. Echegaray y Merelo, en ese artículo, es la libertad religiosa; lo de la obligacion del Estado respecto al culto y á los sacerdotes católicos, y aquello de si algunos españoles... etc., etc., no es confesar que el Catolicismo sea cosa séria en España. Y sobre todo, si lo es, ¿cómo consentir que los maestros de escuela del Estado enseñen la religion que el Estado se obliga á sostener?

Además, la libertad se ha conquistado para todos. Yo, verbi gratia, padre de familia, no quiero que á mi hijo se le enseñe el Catolicismo, y sabiendo que el maestro de escuela de mi pueblo es católico, le digo: «Cuidado, que á mi rapaz no hay que calentarle la cabeza con su religion de Vd.» Y si el maestro de escuela me contesta que la libertad se ha conquistado tambien para él, y que á él le parece conveniente que sus discípulos sean católicos, ¿qué hago? ¿Me llevo al chico y le mudo de colegio, ó le encierro en casa bajo mi inmediata direccion? ¡qué disparate! Esto seria dar por el gusto al maestrillo. No señor; el dómine cobra sueldo del Estado, es funcionario del gobierno, y el gobierno es mio, porque yo soy más liberal que Riego y además soy del consistorio. Ya verán Vds. lo que hago. A ver, señor maestro; aquí tiene Vd. una órden del gobierno en la que se le autoriza para enseñarlo todo á sus discípulos ménos religion ni moral de ninguna clase, ni la Historia Sagrada. Conque digo, me parece... Y si el maestro me replica que debo estar equivocado, que no hay en el mundo salvagismo capaz de ordenar que se forme una generacion atea, capaz de no contar, como base de la educacion humana, con una religion y una moral; si el maestrillo se me viene con esas, vuelvo á escribir al consistorio, y el consistorio al Sr. de Merélo, y mi hombre es declarado cesante por telégrafo... ¡Si seré yo liberal!

¡Ah! ya es tiempo de que lo digamos. De toda esa monstruosidad ridícula; de toda esa falta de espíritu práctico, de prudencia, de experiencia; de todo ese insensato desprecio á lo que constituye la concien– cia, la médula moral de un pueblo; de todo ese pretencioso empirismo científico; de todo ese estúpido sistema de no querer ni saber hacer fecunda una libertad, realizable un gran progreso, cuando se mancha

la grandeza de un principio conquistado para siempre con la tiranía del ateismo; de todos los tristes comentarios que nos sugiere esa desdichada elucubracion gubernativa, que deseamos ardientemente no llegue á leerse fuera de España, lo que más nos duele no es su tendencia, de que sabrá dar cuenta el sentimiento del religioso y sensato pueblo español; es algo de su forma, es que el tecnicismo oficial ponga al frente de esa disposicion el nombre del jefe del Estado, el nombre del general Serrano, cuyos sentimientos son muy distintos de los que oficialmente se le atribuyen.

· Pero ¡qué valen los sentimientos del duque de la Torre, del clero y del pueblo español ante el consistorio cimbrio de la Iglesia española reformada de Sevilla!...

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