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intereses de la Nación y de la Agencia de preces, y que en lo relativo á los Lugares Píos apurase todos los medios de resistencia, y, en último caso, que no cediese sino protestando del modo más enérgico y solemne (1). El Gobierno francés dió á su Embajador la autorización que se pretendía, y no pasó nada.

Á todo esto las Cortes, convocadas con arreglo á la Constitución de 1812, se habían reunido el 24 de Octubre de 1836 y elegido la Comisión que había de dar dictamen acerca de la reforma constitucional; Comisión que formaron Argüelles, Sancho, González, Ferrer y Olózaga, siendo elegidos Presidente el primero y Secretario el último. Presentóse en primer lugar un proyecto de bases, y luego, con arreglo á éstas, se desarrolló el articulado, que comenzó á discutirse el 13 de Marzo de 1837.

El art. 11, relativo á la cuestión religiosa, entrañaba una importantísima variante. No se decía en él, como en la Constitución de 1812, que la religión de la Nación española era y sería perpetuamente la católica, ni se definía ésta como la única verdadera, ni se afirmaba que la Nación la protegía por leyes sabias y justas, ni se prohibía el ejercicio de cualquiera otra, sino que se consignaba simplemente que «la Nación se obliga á mantener el culto y los ministros de la Religión católica que profesan los españoles». Es decir, que con arreglo á ese artículo no existía religión oficial, sino que, reconociendo y aceptando el hecho de que los españoles eran católicos, la Nación se obligaba á mantener el culto y clero.

La discusión ofreció como nota saliente el hecho de que el primero que impugnó el artículo fué el Ministro de Gracia y Justicia, el cual, alegando que en la

(1) RR. OO. á Aparici; fecha, 21 de Diciembre de 1836.

forma de aquél veía más un respeto, una consideración, un testimonio público de veneración á la religión que profesan los españoles, que no una garantía ó un artículo constitucional, pidió que se redactase expresando que «el Estado ó la Nación protege por leyes sabias y justas la Religión católica, que es la de los españoles, diciendo además que no sería permitido en ningún caso, ó que no se pudiera perseguir á los españoles por opiniones religiosas, siempre que respetaran el culto católico y no ofendieran la moral publica». Los Sres. Saravia, Caballero, González Alonso y López reclamaron también que se consignase la tolerancia religiosa, y el Sr. Tarancón abogó por que se conservase el artículo de la Constitución de 1812. En pro hablaron Argüelles, que en un notabilísimo discurso hizo la historia de esta cuestión, manifestando que lo mejor que tenía el artículo, redactado por el individuo de la Comisión Sr. Acevedo, era el no contener declaración alguna religiosa, y que la tolerancia no podía establecerse por artículos constitucionales, sino ser obra de la costumbre; Sancho, Martínez de Velasco, Esquivel y Olózaga, que cerró el debate con un elocuente discurso, nutrido de doctrina.

El artículo fué aprobado por 125 votos contra 34, y esta votación prejuzgó en cierto modo la suerte de otros proyectos que, como el relativo á las Órdenes religiosas, estaban ya sobre la mesa de la Cámara.

CAPÍTULO VIII

La ley de 1837 sobre la supresión de las Órdenes religiosas; dictamen de la Comisión; el debate.-Juicio de la obra realizada de 1813 á 1837; dualismo que se advierte entre los defensores de ésta; predominio del interés económico.-Incidente provocado por el Vicegerente de la Nunciatura, Sr. Ramirez de Arellano; expulsión de éste.-Defensa que hace el Gobierno de su conducta en ese asunto.-Protesta de la Santa Sede.-Manifiesto del Gobierno.

Aunque en realidad las Cortes habían cumplido su mandato al votar la nueva Constitución, hubieron de continuar, por su propia voluntad, ocupándose, entre otros asuntos, del proyecto relativo á las Órdenes religiosas, acerca del cual habían dado dictamen el 16 de Febrero las Comisiones eclesiásticas y de legislación, firmándolo los Sres. Gómez Becerra, Bartolomé Venegas, Ramón Salvato, Pedro Clemente Ligués, José de la Fuente Herrero, Pascual Fernández Baeza, Antonio Martínez Velasco, Antonio González, Diego González Alonso, Miguel Joven de Salas, Angel Fernández de los Ríos, Fermín Caballero, Jaime Gil Orduña, Juan Bautista Osca y José Vázquez de Parga.

Las Comisiones, razonando su dictamen, después de afirmar que no creían que era ya necesaria la existencia de los institutos monásticos, añadían lo siguiente, que fija el alcance de aquél:

<< Razones, no obstante, de conveniencia pública no permiten que desde luego desaparezcan totalmente estas instituciones religiosas. Por una parte, los grandes servicios que aún prestan á la Religión y al Estado los misioneros de Filipinas, extendiendo la doctrina evangélica por aquellos remotos países y robusteciendo en sus pueblos la fidelidad á la Metrópoli, han movido á las Comisiones á que se exceptúen de la medida general las casas de misioneros de Valladolid, Ocaña y Monteagudo, conservando estos seminarios de los que se ocupan de trabajos tan útiles á la patria, no ya como Conventos, sino como Colegios dependientes y regidos por reglamentos del Gobierno. Ven, por otra parte, que la instrucción pública y la hospitalidad se hallan en algunos pueblos á cargo de Comunidades religiosas; y como estos importantes objetos no pueden quedar desatendidos, ni es fácil en el momento reemplazar por otros medios el servicio que estas Comunidades prestan, proponen las Comisiones que se autorice al Gobierno para conservar interinamente en algunos puntos las casas que están dedicadas á la hospitalidad y á la enseñanza pública; y si bien hubieran querido fijar un término dentro del cual el Gobierno proveyese por otros medios á estos interesantes objetos, el estado de guerra en que por desgracia se encuentra la Nación no permite que pueda calcularse, ni aun aproximadamente, el tiempo que se necesita para esta obra.» En el fondo, el dictamen no era más que el desenvolvimiento del Real decreto de 8 de Marzo de 1836.

La discusión no comenzó hasta el 28 de Mayo, y el mismo día se aprobaron sin debate la totalidad y el artículo 1.o, en que se decretaba la supresión de las Órdenes. No puede sorprender esto, porque si en realidad ese precepto estaba ya cumplido, ¿á qué condu

cía, no siendo posible entonces el restablecimiento de los Institutos suprimidos, discurrir sobre la conveniencia de aquella medida? Aquí-dijo luego un sacerdote, el Sr. García Blanco, pintando gráficamente la situación de las cosas,-aquí ya la voluntad general está declarada, la opinión pública está explícitamente pronunciada; ya no hay monacales, ni regulares, ni conventos.>>

No había regulares ni conventos, y, sin embargo, esa opinión á que aludía el Sr. García Blanco no se dió por satisfecha, y los artículos 2.0, 3.o y 4o, en los que se exceptuaba de la supresión, aunque con carácter provisional y con múltiples cortapisas, á los Colegios de Misioneros para Filipinas, á los Escolapios y á algunas casas de hospitalarios, fueron objeto de viva impugnación.

El mismo orador citado, Sr. García Blanco, sostuvo que no había diferencia esencial entre los misioneros y los demás regulares, atribuyendo á unos y otros idénticos defectos y abogando por la creación de otras casas donde se educasen misioneros de una nueva clase. Los misioneros-dijo-que de hoy en adelante salgan á convertir infieles y á ilustrar á los individuos de una nación libre é ilustrada, deben diferenciarse de una manera notable de los que salían de un Reino sujeto al despotismo y aherrojado con las cadenas de la Inquisición. Conozcan ya en adelante hasta los salvajes del Asia que la España es libre y que los misioneros de hoy día no van ya armados del látigo y el crucifijo como iban en otro tiempo, sino del amor y de la filantropía más exquisita y de cuantos conocimien tos pueden desearse de política, de urbanidad, de ciencias y artes.>

Otro orador, el Sr. Urquinaona, se expresó en estos términos:

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