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En esta última circunstancia batía toda la dificultad; porque considerándole como Embajador del Pontífice ya se le había insinuado que no usase del Ministerio ni entrase en palacio; y por dictamen del Duque de Veragua se había quitado de la capilla real el asiento destinado á los Nuncios.-Los teólogos (en-, tre los quales estaba el P. Blanco, dominicano, y el P. Ramirez, jesuita, hombres muy sabios y exemplares), respondieron que podía el Rey quitar el tribunal de la Nunciatura, erigido á instancia de los reyes predecesores por comodidad de los súbditos, administrando los negocios como antes por el Ordinario, sin que esto fuese faltar á la debida obediencia á la Santa Sede. De esta misma opinión fué el Obispo de Lérida, Solís.-En virtud de esto mandó el Rey que saliese de sus dominios al Nuncio Arzobispo de Damasco, con todos los Ministros de la Nunciatura, prohibiendo este tribunal; y se dieron letras á todos los Obispos de España para que usasen de la misma jurisdicción que tenían antes de estar establecido. — Pasó (el Nuncio) su tribunal á Aviñón, pretendiendo exercer desde allí la Nunciatura de España, pero fué en vano, porque por real decreto estaba prohibido acudir á ella». Además se prohibió todo comercio con la curia romana, excepto en lo absolutamente espiritual, ordenando hacer rogativas públicas por la libertad del Papa, al que se suponía violentado por los austriacos, y previniendo á los Prelados gobernasen sus Iglesias según prescriben los sagrados cánones para los casos de guerra, peste y otros en que no se puede recurrir á la Santa Sede.

Algunos Prelados, singularmente el Obispo Belluga, resistieron las órdenes del Monarca. Clemente XI expidió un Breve condenando la conducta de Felipe V y exhortando al clero español á oponerse á las resolu

ciones del Gobierno y negarle todos los recursos; y no contento con esto y con negar las bulas á cuantos eran presentados por el Rey para los Obispados y prebendas, otorgándoselas, en cambio, á los que le presentaba el Archiduque, escribió una carta llena de quejas y recriminaciones, á la que contestó Felipe V con gran energía (18 de Junio de 1710). Las cosas llegaron al extremo de que el Pontífice no sólo recibió al Embajador del Archiduque, sino que envió un Nuncio á Barcelona, acordó aprehender á los llamados expedicioneros regios de España, impidió al auditor Molines el ejercicio de todos sus empleos, y aun le suspendió las licencias de celebrar. Indignado el Monarca, y previo dictamen de la Junta y Consejo de Estado, dictó nuevas y severas disposiciones para impedir la comunicación con Roma, y se llegó á pensar, entre otras medidas violentas, que si el Papa seguía negando las bulas á los presentados por el Rey, se eligieran, aprobaran y consagraran los Obispos en España.

Todo hacía temer que se llegaría á un extremo desagradable, cuando Molines, que tan entero y digno había estado hasta entonces, cediendo ante la amenaza del Papa de fulminar sus censuras contra todos los Ministros españoles, se prestó á concertar con el auditor de Su Santidad, monseñor Corradini, un ajuste ó convenio que remitió á Madrid, y en el cual se estipulaba que el Papa condonaría al Rey los frutos y rentas de los espolios y vacantes que había percibido, con tal que se obligase por escritura á restituirlos á la Santa Sede, la cual se los dejaría, dando cien ducados por lo pasado; que volvería á ser recibido el Nuncio, abriéndose la Nunciatura; que el Pontífice haría una declaración reservada de que el reconocimiento hecho á favor del Archiduque había sido violento, y que

con él jamás había querido perjudicar al Rey, ni al reino, ni á las leyes de sucesión de España; que volvería á abrirse el comercio con Roma; que se daría el pase á todas las bulas despachadas, y que, en cambio, Su Santidad concedería al Rey el diezmo de todo el estado eclesiástico por tres años, juntamente con las gracias de cruzada, millones, subsidio y excusado en la forma acostumbrada.

Extraordinaria sorpresa y profundo disgusto causó la conducta de Molines, al que escribió el Rey devolviéndole el Convenio y reprendiéndole con severidad. Pero á todo esto había comprendido Clemente XI la necesidad de poner término á tales desavenencias, y viendo además que las potencias habían reconocido en Utrecht como Rey de España á Felipe V, apeló á la intervención de Luis XIV, enviando para este efecto á París á monseñor Aldrobandi. El Monarca francés escribió á su nieto, y éste no tuvo inconveniente en designar como plenipotenciario á D. José Rodrigo Villalpando, que fué luego Marqués de la Compuesta, el cual durante largo tiempo sostuvo negociaciones con el representante del Papa, llegando ambos á un acuerdo en 1714, pero no logrando dejar satisfechos ni al Pontífice ni al Monarca.

Antes de que se lograse este resultado habían surgido incidentes que hicieron por completo estéril el trabajo de Aldrobandi y Villalpando. Pidió el Rey al Consejo de Castilla que informase sobre el remedio de los abusos de la nunciatura, de la dataría y otros de la Corte romana, y el fiscal, que lo era el célebre magistrado D. Melchor de Macanaz, formuló (19 de Diciembre de 1713) la famosa respuesta ó pedimento de los cincuenta y cinco párrafos. Alarmada al conocerlo la Corte de Roma, gestionó y obtuvo que el inquisidor general, Cardenal Giudice, lo prohibiera

junto con otras obras. Disgustado el Rey cedió fácilmente á las excitaciones de la Princesa de los Ursinos, y cuando Giudice regresaba de su Embajada en París, se vió detenido en Bayona por una orden del Monarca y hubo de marchar desterrado á su Arzobispado de Monreal (Sicilia); pero la influencia de Alberoni logró la vuelta de aquél, la separación más o menos disimulada de Macanaz, y que Aldrobandi y Villalpando viniesen á Madrid para ultimar aquí sus trabajos.

Inició entonces Alberoni una serie de enredos y de intrigas, engañando al propio tiempo á Felipe V y al Pontífice, y no llevando otra mira ni persiguiendo otro propósito que el de obtener el capelo. Para esto, sin contar con el Rey, hizo promesas que no habían de cumplirse, y entretuvo á los Monarcas con la esperanza de atraerse á la Santa Sede y conseguir la cooperación de ésta para recobrar los Estados de Italia. Al fin alcanzó su objetivo. El Papa le otorgó el capelo, y el 17 de Junio de 1717 se firmó en El Escorial por los dos citados plenipotenciarios, un nuevo Concordato, en virtud del cual Androbandi fué admitido como Nuncio, se abrió la nunciatura, y al parecer se restableció la cordialidad entre las dos Cortes. Al parecer decimos, porque en realidad, como Alberoni no pudo cumplir las promesas que con tan mala fe ó con tan indisculpable ligereza había hecho, el Papa se mostró resentido; y así fué que cuando Felipe V confirió á aquél el Arzobispado de Sevilla, el Pontífice no le quiso expedir las bulas, por lo cual el rey hizo salir de España al Nuncio, cerróse de nuevo la nunciatura y se mandó que abandonasen á Roma todos los españoles. Clemente XI retiró al Monarca todas las gracias que le había concedido, y en esta situación continuaron las cosas hasta que, habiendo caído del poder Alberoni, el Papa expidió un Breve (20 de Septiembre

de 1720) devolviendo á Felipe V cuanto antes le había otorgado. Volvió Aldrobandi á la Nunciatura y cesaron las discordias que durante once años tuvieron en constante pugna á las Cortes de España y de Roma.

Aunque en 1714 el interés personal de Alberoni logró que no prevaleciese el famoso dictamen de los cincuenta y cinco párrafos, no faltó en España quien continuase la obra iniciada por el sabio D. Melchor de Macanaz, saliendo á la defensa de las prerrogativas de la Corona y trabajando por la reforma de las censurables prácticas de la curia eclesiástica, sin temor á los disgustos que semejante labor hubo de ocasionar á aquél.

Fué el continuador el abad de Vivanco, secretario de la Cámara, el cual, como resultado del arreglo y examen de los expedientes que obraban en el Archivo de dicha dependencia, presentó al Rey en 1735 un largo y razonado memorial enumerando las usurpaciones cometidas por la curia romana y varios particulares. Creóse una Junta para que examinase el memorial de Vivanco, y como consecuencia se adoptaron múltiples medidas encaminadas á reintegrar á la Corona no pocos derechos y prerrogativas de que había sido despojada, entre otros, la presentación por el Monarca para las abadías consistoriales de las Órdenes de San Benito y San Bernardo, con arreglo á las concesiones hechas por los Papas Adriano VI, Clemente VII y Paulo III. Grande oposición encontraron estas medidas por parte del Obispo de Ávila, Internuncio Pontificio, secundado por el General y definitorio de San Benito, y acaso habrían fracasado las reformas si no hubiese obligado á la Corte de Madrid á prescindir de contemplaciones la conducta de Roma con motivo de los motines contra los españoles que surgieron en Nápoles, Veletri, Ostia y Palestrina, y de la tentativa

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