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pretación sin tener que hacer caso omiso de las negociaciones y sin prescindir en absoluto del criterio sostenido desde el primer momento por el Gobierno español. Aceptado el supuesto de que con arreglo á dicho art. 29 cabía autorizar una Orden distinta en cada diócesis, ¿cómo se explicaría la actitud de los Ministros de Estado, que una y otra vez confesaron que, cualesquiera que fuesen sus sentimientos personales, no podrían aceptar un compromiso que reconocían no les sería dado cumplir? ¿Para qué se habría rechazado entonces el art. 7.° del Convenio de Castillo, que, en tal supuesto, resultaría menos favorable á las Órdenes religiosas?

Las palabras de Pio IX en el Consistorio secreto de 5 de Noviembre del mismo año, aunque parcialmente invocadas en sentido opuesto, confirman la exactitud de lo que decimos, no obstante que el Pontífice necesitaba en aquella ocasión exagerar algo el alcance de lo convenido. Por lo que hace á las Comunidades religiosas-dijo,-tan útiles á la Iglesia y al Estado cuando se conservan dentro de la disciplina del deber y son bien gobernadas, no hemos dejado, en cuanto nos ha sido posible, de colocar á las Órdenes regulares en situación de ser conservadas, restablecidas y multiplicadas. Verdaderamente, la piedad tradicional de la Reina, nuestra querida hija en Jesucristo, y el amor á la religión, que es el rasgo distintivo de la nación española, nos dan el consuelo de esperar que las Órdenes religiosas recobrarán en ese pueblo toda la consideración de que disfrutaban en otro tiempo y volve rán á adquirir su antiguo esplendor. Es decir, que aun dirigiéndose á una Asamblea cuyos sentimientos no eran muy favorables al Convenio, Su Santidad no se atrevió á decir sino que las Órdenes regulares quedaban en situación de ser conservadas, restablecidas

y multiplicadas; esto es, hizo depender la suerte de aquéllas de actos futuros, no del Convenio; de promesas que podían latir en el fondo de las negociaciones, pero no de un texto solemnemente pactado.

Es más: en las letras apostólicas de 5 de Septiembre de 1851, confirmando y ratificando el Concordato, se hace mención de todas las cuestiones resueltas en dicho pacto, pero no hay ni la más pequeña alusión al restablecimiento de las Órdenes religiosas.

De aquí que, deduciendo lógicamente, no puedan considerarse autorizadas por el art. 29 del Concordato más que las Congregaciones de San Vicente de Paul y San Felipe Neri y otra Orden de las aprobadas por Su Santidad, la misma para toda la Península, y de carácter hospitalario ó de las dedicadas á la caridad ó la enseñanza. Á lo sumo podría admitirse que la tercera Orden fuese distinta en cada diócesis, según las necesidades de ésta, pero con la limitación de no poder tener casas ó conventos más que allí donde hubiese sido autorizada cada una.

Será esto bueno ó malo; pero es lo que se deduce de hechos indubitables y de testimonios fehacientes.

Ratificado el Concordato, lo que tuvo lugar por parte de España el 1.o de Abril y por parte de Su Santidad el 23 del mismo mes, y aun antes de que se publicase y promulgase dicho pacto, el Gobierno dictó algunas disposiciones para cumplir sus preceptos, y al efecto, por un Real decreto de 2 de Mayo se creó un Consejo ó Cámara de Negocios Eclesiásticos, y por otro Real decreto de la misma fecha se fijaron las calidades para obtener piezas eclesiásticas (1).

De este modo quedó por entonces restablecida la armonía entre ambas potestades.

(1) Véase los Apéndices núms. 11 y 12.

CAPÍTULO XI

La revolución de 1854.-La reforma constitucional.-El descuento de los haberes del clero.-Proyecto de venta de bienes eclesiásticos; crisis que estuvo á punto de provocar.Rompimiento con la Santa Sede.--La contrarrevolución.— Ministerio Narváez; suspensión de la venta de los bienes del clero.

La concordia á que se había llegado, después de diez y ocho años de lucha, entre el Gobierno español y la Santa Sede, fué, desgraciadamente, de corta duración, pues triunfante la revolución de 1854, los hombres que formaban el Gobierno se vieron obligados, en parte por sus propias convicciones, y en parte también por la necesidad de secundar las corrientes, quizás extraviadas, pero poderosas, de la opinión, á procurar satisfacer las exigencias de los elementos más avanzados.

En efecto, reunidas las Cortes el 8 de Noviembre, se nombró una Comisión, compuesta de los Sres. Sancho, Lasala (D. Manuel), Heros, Valera (D. Cristóbal), Ríos Rosas, Lafuente (D. Modesto) y Olózaga (D. Salustiano), encargada de redactar las bases á que había de ajustarse el proyecto constitucional. Cumplió dicha Comisión su cometido, presentando un dictamen en el cual la 2.a de las Bases expresaba que la Nación se obligaba á mantener y proteger el culto y los ministros de la religión católica que profesaban los españoles, y que

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ningún español ni extranjero podría ser perseguido civilmente por sus opiniones mientras no las manifestase por actos públicos contrarios á la Religión.

Fué objeto esta Base de largo, empeñado y accidentadísimo debate, en el que intervinieron todas las fracciones de la Cámara y se reflejaron todas las tendencias. El número de enmiendas fué tan considerable, que, después de muchos días de discutir, repitiendo siempre, en una ú otra forma, los mismos argumentos, la Comisión hubo de rogar, por conducto del Sr. Olózaga, que se discutiera la Base.

La mayoría de las enmiendas, mejor dicho, todas menos una, estaban redactadas en un sentido más radical que el dictamen, habiendo sido sostenidas éstas por los Sres. Ruiz Pons, Suris, Montesino (D. Cipriano Segundo), Corradi, Seoane, Degollada, Salmerón, Figuerola, Moreno Barrera y Alonso (D. Juan Bautista). La única inspirada en un sentido más moderado fué apoyada por el Sr. Jaén. Durante el debate la Comisión aceptó dos modificaciones, suprimiendo el adverbio civilmente y añadiendo la frase y creencias; de modo que resultaba la Base redactada en estos términos: «La Nación se obliga á mantener y proteger el culto y los ministros de la religión católica que profesan los españoles; pero ningún español ni extranjero podrá ser perseguido (civilmente, palabra suprimida) por sus opiniones y creencias (frase que se añadió) mientras no las manifieste por actos públicos contrarios á la religión». El Sr. Ríos Rosas disintió, respecto de estas modificaciones, de sus compañeros de Comisión, y así hubo de hacerlo constar (1).

(1) Con arreglo á las Bases se redactó el proyecto constitucional, que fué presentado á las Cortes el 9 de Julio, pero no llegó á discutirse.

Entre esta redacción y la que tenía en la Constitución de 1845 el artículo referente al problema religioso mediaba una gran distancia, y necesariamente aquélla había de producir hondo disgusto en la Santa Sede. Á esto se agregaron otras diferencias, y todas juntas originaron el rompimiento entre ambas potestades.

Presentado, en efecto, á las Cortes el proyecto de presupuestos, figuraba en su artículo 3.o, como arbitrio para atender á los gastos del Estado, el descuento general sobre los haberes de las clases dependientes del Tesoro, entre las que se incluía el clero. Dió esto lugar á que Monseñor Franchi, Encargado de Negocios de la Santa Sede, dirigiese el 29 de Diciembre una Nota al Ministro de Estado haciendo constar que ese descuento y el considerar al clero como una clase dependiente del Estado constituían evidentes infracciones de los preceptos del Concordato; á lo cual contestó el Sr. Luzuriaga, en 25 de Enero de 1855, que el Gobierno no desconocía las obligaciones consignadas en dicho pacto, pero que no es posible otorgar al clero una exención que á nadie se otorga ni podría otorgarse en la aflictiva situación en que hoy se halla el Erario». Mas no fué esto, después de todo, otra cosa que el principio de una serie de negociaciones que había de terminar por un brusco rompimiento entre España y Roma.

Nombrado D. Joaquín Francisco Pacheco Plenipotenciario de S. M. cerca de la Santa Sede, en las instrucciones que se le comunicaron, con fecha 11 de Febrero, aunque sin pretender francamente la reforma del Concordato, que habría sido lo más sencillo, lo más lógico y lo más conforme con las corrientes dominantes en la política, y reconociendo la moderación y la prudencia con que había procedido la Santa

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