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CAPÍTULO XX

Enfermedad del Papa; preocupación de las Potencias católicas; negociaciones entre éstas.-Muerte de Pio IX.-Correcta actitud del Gobierno italiano.-Trabajos de los Cardenales intransigentes.-El Conclave; elección de León XIII; efecto que produce; felicitaciones de las Cámaras españolas.- Designación de Secretario de Estado.-La coronación de León XIII.-Esperanzas que infunde el nuevo Pontifice.

En el otoño de 1876 el estado de salud del Santo Padre, y más aún que esto su edad avanzadísima, pues había cumplido ya ochenta y tres años (1), fueron causa de gran preocupación para las Potencias, espe cialmente para las católicas, las cuales, por esa misma condición, tenían mayor y más directo interés en todo cuanto se relacionaba con la sucesión en la Silla Pon. tificia.

La muerte del Santo Padre iba á plantear por vez primera, desde la caída del Poder temporal y la ocu pación de Roma por las tropas de Víctor Manuel, el problema, siempre grave, de la elección de nuevo

(1) Pio IX había nacido en Sinigaglia, el 13 de Mayo de 1793. Fué creado Cardenal en 14 de Diciembre de 1840 y elegido Pontifice en 16 de Junio de 1846; contaba, por tanto, ochenta y tres años de edad, y hacía treinta que ocupaba la Cátedra de San Pedro.

Papa. ¿Cuál sería, llegado ese caso, la actitud del pueblo italiano y, sobre todo, la del Gabinete del Quirinal, que á la sazón presidía uno de los antiguos mil de Garibaldi, el anciano Depretis, y del que también formaba parte hombre tan radical como otro de los compañeros del caudillo de Marsala? ¿Se reuniría el Cónclave en Roma? ¿Gozaría en la ciudad del Tiber de la libertad y de la independencia necesarias?

Aun prescindiendo de esto, que se refería directa y concretamente á la cuestión italiana, la elección del sucesor de San Pedro ofrecía otros aspectos que no podían menos de preocupar á los Gobiernos, porque, dado el estado de las relaciones entre determinadas Potencias, era de temer que, si en la designación de nuevo Papa no resplandecía un espíritu de exquisita prudencia, se agrandasen las distancias y aumentasen los motivos de recelo, de enemistad y de antagonismo. No era creíble, ni á ello aspiraba el Gabinete de Madrid, que el heredero de Pío IX fuese español, y no era posible que la elección recayese en un francés ó en un alemán, y ni siquiera en un austriaco. Para evitar esto se hablaba ya de preparar el veto, pero al propio tiempo se afirmaba que algunos Cardenales se inclinaban á considerarlo suprimido, porque entendían que tenía por base el poder temporal; se decía que Alemania no lo reconocería, y no faltaba quien creyese que esos rumores tenían su origen en Berlín y se encaminaban á impedir que Francia emplease el veto contra el Cardenal Hohenlohe.

Aunque los informes que el Gobierno español recibía de París y de Roma, donde se hallaba representado por hombres de tanta inteligencia y de tanta autoridad como el Marqués de Molíns y D. Francisco Cárdenas, le permitían creer que Italia tenía el mayor

interés en que el Cónclave se celebrase en Roma y en garantizar su independencia, y que la candidatura del Cardenal Hohenlohe no tenía la menor probabilidad de éxito, se puso al habla con las demás Potencias católicas, y del cambio de impresiones que entre éstas hubo surgió un acuerdo tácito, que consistía en esto: que el Conclave debía celebrarse en Roma; que se reclamasen á Italia las garantías necesarias para la independencia de aquél; que en caso de que se intentase reunirlo fuera de Roma, se negase el territorio; que se influyese para que el elegido fuese italiano; que no se suscitase a priori la cuestión del veto, y que, en último extremo, se impidiese, mediante el empleo de aquél, la elección de un Papa extranjero.

En tanto que tenían lugar estas negociaciones, la salud de Pío IX había ido resintiéndose más cada día. Á principios de Diciembre de 1877 se vió obligado á guardar cama; pero fuera del Vaticano no se conocía con toda exactitud el estado del Pontífice. En los primeros días de Febrero de 1878 se le hizo levantar durante algunas horas, y esto le empeoró en tales términos que nadie pudo dudar ya de que se acercaba un funesto desenlace. Poco después de las cuatro de la madrugada del día 7, Pio IX sufrió una gran agravación; se llamó á los médicos, y éstos declararon que el Santo Padre sufría un gravísimo ataque de parálisis al pulmón. Fué preciso administrar al egregio enfermo los últimos Sacramentos. La parálisis siguió tomando incremento. Á las tres de la tarde perdió Su Santidad el conocimiento y entró en la agonía, la cual se prolongó hasta las cinco y treinta y cinco minutos, á cuya hora expiró tranquilamente el hombre cuya elevación al Solio Pontificio había provocado en Italia tan entusiastas aclamaciones y despertado en todo el mundo cristiano tan grandes esperanzas, cuya vida sufrió tan

terribles amarguras como la de la huída á Gaeta en 1848 y la pérdida de los últimos restos del patrimonio de San Pedro en 1870, y cuya muerte suscitaba tantos recelos y tantas inquietudes.

Tan pronto como se hizo pública la noticia del fallecimiento de Pio IX, el Representante de España en el Quirinal, Sr. Coello y Quesada, fué á ver á Depretis, el cual, profundamente conmovido, le declaró que consideraba cuestión de honor para el Rey y para Italia el demostrar al mundo católico la lealtad con que el Gobierno de Humberto I cumplía la ley de garantías y velaba por la independencia del Cónclave. Estas seguridades fueron reiteradas por los Representantes de Italia cerca de las Potencias católicas, y justo es reconocer que el Gabinete italiano cumplió fielmente sus promesas.

No bastaba, sin embargo, que los Ministros del Rey Humberto procurasen asegurar la independencia del Cónclave, sino que era indispensable, para resolver satisfactoriamente la grave cuestión planteada por el fallecimiento de Pio IX, que el elemento intransigente del Sacro Colegio no lograse imponer su criterio, y que la elección del nuevo Pontífice se celebrase en Roma. Por fortuna así sucedió, y con fecha 19 de Febrero los Cardenales Cabezas de Orden dirigieron una Nota á los Representantes diplomáticos acreditados cerca de la Santa Sede para que pusieran en conocimiento de los Gobiernos respectivos la adhesión del Sacro Colegio á todas las reservas y protestas hechas por el difunto Padre Santo contra la usurpación de los Estados de la Iglesia, y las razones que habían decidido á los Cardenales á celebrar el Cónclave en Roma. Acerca de este último punto se expresaban en los siguientes términos:

«Y puesto que el ejercicio del poder supremo ecle

siástico, y particularmente el importante acto de la elección del sucesor de San Pedro, conviene que repose sobre bases sólidas y tranquilas, y no se halle, al contrario, expuesto á las agitaciones políticas ó al interés y arbitrio de otro, el Sacro Colegio, apenas faltado á los vivos el Supremo Jerarca, se vió obligado á afrontar, no sin temores ni angustias, la ardua y penosa cuestión del lugar donde conviniese reunir el Cónclave. Si de una parte la necesidad de responder, á las ansiosas conciencias de los fieles, de la plena y absoluta libertad é independencia del Sacro Colegio, en momento tan grave y decisivo para la Iglesia, sugería el buscar en otro punto un asilo seguro y tranquilo, la tardanza, por otra, á que necesariamente se exponía la elección del Pontífice Romano aconsejaba de diferente manera; siendo hoy el primero de los deberes para el Sacro Colegio el de proceder sin demora á proveer de un Jefe á la viuda Iglesia y de nuevo Pastor á la grey desolada de Cristo.

>>Este pensamiento ha prevalecido sobre todas las dificultades y hecho decidir al Sacro Colegio á permanecer en esta ciudad hasta que su libertad no sea en lo más mínimo turbada en el inmediato acto de la elección del nuevo Sumo Pontífice; y esta resolución fué tomada con tanta mayor tranquilidad, cuanto que no comprometiendo en nada el porvenir, dejaba, sin embargo, libre al futuro Pontífice de emplear los medios que el bien de las almas y el interés general de la Iglesia le aconsejasen en la penosa condición en que se encuentra esta Sede Apostólica.»>

Vencidas así las dificultades que ofrecía la situación, pero no resignados los elementos intransigentes con su derrota, alguien deslizó la idea de colocar en el Vaticano las banderas de las Naciones católicas, como demostración de que el Cónclave se ponía bajo la pro

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