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2. España, con un ejército diezmado por el continuo combatir y formado por gente aventurera y maleante; con una marina sin navíos; con una agricultura en el más sumo grado de abandono; con la propiedad reconcentrada en una nobleza atenta sólo á intrigas cortesanas y con un clero desmoralizado por el ambiente enervador de la sociedad decrépita en que vivía; con una industria cada vez más floja por la falta de brazos que ó estaban en la guerra ó marchaban en emigración á América; con un comercio paralizado; con un Tesoro exhausto; con una casa real que necesitaba préstamos particulares para la comida y cuya servidumbre se marchaba porque se le llegó á deber tres años de sueldo, en tanto que los Virreyes de América y los empleados del fisco hacíanse ricos á fuerza de rapiñas; con sentimientos religiosos salpicados de chocarrerías y supersticiones, sin sentimiento artístico y el literario viciado por el gongorismo, y con una gran corrupción de costumbres, era una nación caduca, que se desmoronaba, y unido esto á la inhabilidad de Carlos II en sus dos matrimonios, hacía que las demás naciones fijaran en ella su vista, ávidas de lograr ensanchamientos de su propio territorio. «El contraste entre la España de Felipe II y Carlos II era tan grande escribe Lord Macaulay como el que existe entre la Roma de Galiano y de Honorio y la Roma de Mario y de César» (1).

En tales condiciones, no tenía más remedio que despertar la codicia francesa. Reinaba en Francia Luis XIV, á quien todos los historiadores de su país convienen en apellidar el Grande, y este Monarca, que aspiraba á hacer de su país el más prepotente del mundo (2), siempre hizo blanco preferente de su ambición á España. Su casamiento con María Teresa, hija primogénita de Felipe IV, concertado en la Paz de Piri

(1) Estudios históricos, traducidos directamente del inglés por M. Juderías Bender. (Biblioteca clásica, tomo XVI, pág. 7.)

(2) La ambición que muchos le han atribuído de la monarquía universal no la creemos justificada; el carácter de Luis XIV fué el de un Rey ambicioso, pero no el de gran conquistador. Mirabeau ha llamado á Luis XIV el más asiático de los Reyes. (Louis Blanc, Historia sobre la Revolución, pág. 72, tomo III.)

neos (1659), previa renuncia á la corona de España, fué incentivo para desear su dominio, bien ejercido directamente por él ó bien por un individuo de su familia, sometido á sus consejos y decisiones.

La política que Luis XIV adoptó para el logro de sus propósitos tuvo dos fases: de conquista y de atracción. Hasta 1697 ejercitó la primera, y frutos de ella fueron: las insidiosas reclamaciones que formuló por no habérsele entregado provincias de Flandes como dote de su esposa, causa de la guerra terminada por el Tratado de Aquisgrán (2 de Mayo de 1668), que sancionó las conquistas realizadas por Francia en ellas; la guerra que diez años más tarde terminó el Tratado de Nimega, por el que España perdió el Franco Condado y gran parte de sus provincias flamencas, y, finalmente, la concluída en la Paz de Ratisbona (29 de Junio de 1684), en que cedió España el Luxemburgo. Dice un historiador que la política de Luis XIV en sus relaciones internacionales se resumía en la máxima de Lafontaine: La razón del más fuerte siempre es la mejor (1).

La Paz de Ryswick (20 de Septiembre de 1694), es el hecho que exterioriza el cambio de criterio de Luis XIV respecto á España. Con motivo de la liga de Augsburgo, que por iniciativa del Conde de Oropesa se firmó entre España, Holanda, el Imperio, Suecia y los Estados alemanes para obligar al Monarca francés al cumplimiento de los tratados de Westphalia y Nimega, emprendió Luis XIV la campaña contra los aliados, y en cuanto á España fuéle tan favorable, que Urgel, Rosas, Palamós, Gerona, Hostalrich, Corbera, Castellfollit y otras plazas importantes fueron sucesivamente cayendo en su poder. La conquista de Barcelona y Vich por el Duque de Vendôme completó el éxito de las armas de Francia. Y cuando, dado el carácter de Luis XIV, sus ambiciones políticas y muy en especial las que tenía sobre España, era de temer que impusiese duras condiciones para la paz, muéstrase en extremo condescendiente y devuelve casi todas sus conquistas;

(1) Negociaciones de la Paz de Ryswick, por M. D. (1694), pág. 166 del tomo I.

era que la cuestión de sucesión le preocupaba y quería ser dueño de España sin derramamiento de sangre, sorprendiendo á las demás potencias.

Supo, en efecto, con la acertada cooperación del Conde de Harcourt, Embajador francés en Madrid, formar un partido, en el que bien pronto entraron el Cardenal Portocarrero, que ejercía gran influjo en el débil ánimo de Carlos II, el Inquisidor general Rocaberti, los Marqueses de Canales y Leganés, Ubilla y otros muchos, frente al austriaco, alentado principalmente por la Reina madre, el Embajador de Austria, el Almirante de Castilla y el Conde de Oropesa (1).

3. Cada época tiene un principio jurídico que le sirve de norma en las relaciones internacionales, y así como más tarde habían de prevalecer la política de las intervenciones y el principio de las fronteras naturales, así en la época á que se refieren los acontecimientos que reseñamos es el equilibrio europeo el principio norma de tales relaciones. Fenelón, su principal adalid (2), lo expuso en los siguientes términos: «Cuando una nación aumenta su poder de tal modo que las demás todas juntas no pueden resistirla, éstas pueden coligarse para impedir un engrandecimiento que luego no tendría ya remedio.... Quitad una piedra de una bóveda y se caerá, porque todas las dovelas se contrarrestan reciprocamente.»

El engrandecimiento territorial de Francia no podía menos de inspirar recelos al resto de las potencias, que veían en la política de Luis XIV una negación del tan decantado equilibrio. No podían, pues, permitir que fuera la corona de España á las sienes de un Borbón, pues eso significaría la absoluta preponderancia de tal dinastía en la política europea.

Luis XIV así lo comprendió, y receloso de conseguir de Carlos II un testamento á favor de sus pretensiones, no por

(1) El Conde de Oropesa fué primero partidario de Leopoldo de Baviera, nieto de Margarita, tercera hija de Felipe IV; pero muerto dicho Príncipe antes que Carlos II, incorporóse al partido austriaco.

(2) El nombre de Fenelón, ilustre Arzobispo de Cambray y autor del renombrado Telémaco, es lo suficientemente conocido para hacer su apología. La obra en que se leen las palabras copiadas en el texto es Exame de conscience sur les devoirs de la royauté (1734).

virilidad de tal Monarca, que harto necesitado estaba de ella, sino por las intrigas palaciegas, que le hacían su juguete, se apresuró á concertarse con las principales naciones de Europa para repartirse España y sus dominios, sin perjuicio de que en su fuero interno continuara pensando en ejecutar la voluntad de Carlos II si era favorable á sus deseos.

Concertóse, en efecto, con Guillermo III de Inglaterra, y en el Tratado del Haya (11 de Octubre de 1698) adjudicaron España, Indias, Bélgica y Cerdeña al Elector de Baviera; Nápoles, Sicilia, el marquesado de Finat y Guipúzcoa al Delfin de Francia, y el Milanesado al Archiduque austriaco Carlos. Fuertes protestas del Emperador y de España produjo tal repartimiento, y en un momento de irritabilidad Carlos II, aconsejado por el Conde de Oropesa, declaró heredero á Leopoldo de Baviera. Pero muere éste y entonces celebróse por Luis XIV con Inglaterra y Holanda un segundo tratado de repartición, por el cual se adjudicaba al Archiduque Carlos la España, Países Bajos, Cerdeña é Indias; se aumentaba con la Lorena el lote antes adjudicado al Delfin y al Duque de Lorena se le daba el Milanesado.

Al fin Carlos II, el Monarca que teniendo menos vida más se le ha deseado la muerte, expiró, y abierto su testamento resultó ser favorable al nieto del francés, y entonces éste, separándose de lo convenido con sus aliados, declaróse ejecutor testamentario y aceptó la corona para su nieto.

El Emperador austriaco, que vióse postergado, invocó la teoría del equilibrio, y este vino á ser el motivo aparente de nuestra guerra de sucesión, porque el real fueron una serie de rivalidades, enconos y pasiones mal encubiertas por el manto de la justicia, porque como decía Moltke en su célebre carta á Bluntschli, cuando se hace una guerra no faltan jurisconsultos que la justifiquen.

4. Inglaterra no estaba directamente interesada en la sucesión al trono de España; así es que por el pronto no se decidió á tomar parte en la campaña, á pesar de que la conducta de Luis XIV, faltando á lo convenido en dos tratados, hizo que la fe francesa resultara á igual nivel que el alcanzado por la clásica fe púnica en la antigüedad. La política del equi

librio no influyó, pues, en la participación de Inglaterra en dicha contienda. Los motivos de ella fueron:

a) El gran daño que á los intereses mercantiles de Inglaterra produjo Luis XIV cerrando á sus buques los puertos españoles.

b) La tradicional rivalidad entre Luis XIV y Guillermo III, hasta el punto de que el notable historiador inglés Oliverio Goldsmith dice que «la conducta política de Guillermo III no tuvo otro norte que el de formar alianzas contra el francés».

c) El reconocimiento por parte del Monarca francés del hijo del destronado Jacobo II.-Poco antes de que éste falleciera en Saint Germain, Luis XIV le hizo una postrera visita, y quedó tan conmovido de aquella lúgubre despedida y tan lacerado por el dolor de la reina, que no vaciló en reconocer á su hijo Rey de Inglaterra. Vió el pueblo inglés en tal medida una intromisión imperdonable en la esfera de sus derechos, un atentado contra su independencia, y la ciudad de Londres fué la primera en alzar el grito de guerra contra Francia, grito que halló eco en todo el reino.

5. Marlborough, que con sus consejos es causa de que Inglaterra tomase parte en la lucha, cuyo nombre resuena en los principales hechos de armas, logrando brillantes victorias, héroe legendario perpetuizado en los cantares de nuestro pueblo, que le apellidó Mambrú, es una figura tan interesante en las relaciones anglo-hispanas de este período que bien merece se consagre á su estudio un párrafo, ya que la extensión. impuesta no permita que sea un capítulo.

Juan Churchill, Duque de Marlborough (1650-1722), fué hijo de una familia regalista, arruinada por la guerra civil; agregado de paje al Duque de York, sirvió en los Países Bajos á las órdenes de Turena, donde aprendió la ciencia militar que luego le elevó. Una traición valióle el titulo de Conde de Marlborough y Lord Chambelán; obtuvo sonados triunfos en Walcourt (1689), Cork y Kinsale (1690); perdió el favor de Guillermo III, pero á la muerte de éste ya lo había recuperado.

Cuando la Reina Ana subió al trono, dos partidos se dis

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