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La naturaleza humana es de una condición tal, que sin el espoleo de un estímulo nada pone en claro. Aquellos móviles desinteresados que á Santa Teresa inspiraran el amor á Jesucristo, móviles independientes del castigo ó recompensa, no son generalmente los determinantes de la actividad del hombre, nunca ahita de egoismos, siempre preñada de cálculos. Por esto, la necesidad de los concursos para premio de trabajos de los juegos florales para lucimientos y exhibiciones, es una necesidad perenne, y por eso sirve à su patria quien tales fiestas organiza, coadyuvando á estimular el trabajo, máxima fuente de regeneración de individuos y emporio de riquezas de pueblos.

Pero en este concurso no hay sólo tal finalidad, pues la ocasión con que se ha abierto bien á las claras prueba el deseo, no sólo de solemnizar el fausto acontecimiento de la boda de nuestro Rey, sino también el de que nos conozcamos el pueblo inglés y el español, unidos en las representaciones augustas de las personas que ocupan el tálamo regio, capacitándonos para la vida internacional en que hemos entrado. Nada tan apropiado á tal fin como una ojeada retrospectiva en nuestra Historia y una sucinta mirada á la de Inglaterra, porque los períodos de tiempo que vivimos necesitan, para

ser comprendidos, su comparación con los ya pasados, y sólo comprendiendo lo presente y sabiendo lo pasado es como se puede preparar lo porvenir.

Tales son, á mi juicio, las causas á que obedece este concurso, pero bueno será notar que de un modo reflejo se obtiene con él y cuantos de indole análoga se promuevan otra ventaja. Atravesamos, en efecto, por un período de decaimiento y languidez, de ausencia de sentimientos nobles y viriles, de ideales levantados, de negruras y pesimismos, todo ello en una dosis tan grande, como grande fuera nuestro quijotesco orgullo antes de la fatídica rota del 98. Y así como antes que nuestros barcos se hundieran en Cavite y se perdieran en Santiago rememorábamos con asaz frecuencia la victoria del Callao, sin acordarnos que entonces poseíamos sólo barquichuelas de madera, casi todas sin blindar, y asi como antes que se derrotasen nuestras tropas en El Caney nos regocijaba la añoranza de Pavía y San Quintín, sin considerar que aquellas nuestras tropas eran de desalmados hidalgos y de individuos reclutados entre la hez de los tahures, asi ahora cerramos los ojos y no queremos que se nos hable ni tomamos en cuenta que fuimos un pueblo glorioso, que ejerció la hegemonía, que hizo ondear su bandera en Portugal y en Nápoles, en Sicilia y en Cerdeña, en los Países Bajos, en el Milán y Franco Condado y en casi toda la América, que ha sido patria de valerosos capitanes y de gloriosos poetas, de maestros en la literatura y de sabios en todas las ciencias. Tanta fuerza ha llegado á alcanzar esta corriente que con impetu avasallador ha arrastrado privilegiadas inteligencias, haciendo que hombres ilustres, de patriotismo acendrado, pregonen la necesidad de echar siete llaves al sepulcro del Cid. ¡Como si Santiago, en que desaparecen buques ametrallados á mansalva por sus inferiores condiciones, y perecen infelices ma

rinos, tras heroicos esfuerzos, con serenidad estoica en el líquido elemento, no pudiera parangonarse con Trafalgar, en que sucumben á la impericia de los aliados, y como si El Caney no fuera tan gloriosa página como Rocroy!

¿Por qué enjaular la leyenda? ¿Por qué arrojarla al panteón del olvido cuando ha tenido épica continuación en las inmortales páginas que con los caracteres indelebles de su sangre acertaron á escribir Vara de Rey y Eloy Gonzalo? Es preciso ser buenos hijos, es preciso estudiar con reverencia los hechos de nuestros padres y procurar modificar los errores y enmendar los desaciertos, pero sin maldecir su memoria, pues también nos legaron ejemplos y advertencias. No despreciemos con injusticia nuestra historia y nos extasiemos con contemplación fetiquista ante la de los demás, pues si otros pueblos han sido grandes en la paz, la época de Fernando VI no les ha ido en zaga, y si lo fueron en la guerra, también nosotros, con la sola diferencia de que en vez de limitarnos á satisfacer el amor propio con César, conquistar imperios con Alejandro ó sembrar la desolación y el espanto con Napoleón, nosotros supimos hacer más: supimos amparar las nobles iniciativas de un Colón para legar á la humanidad un mundo ignorado, alumbrándolo con las primicias de la antorcha de esa civilización que hoy tanto nos asombra.

Es, pues, de una importancia extrema, verdaderamente capital, la restauración de los estudios históricos, á ver si aciertan á infundir alientos en este desmedrado organismo nacional, evitando su desmoronamiento y ruina. He ahí la otra ventaja del concurso.

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cuando hizo su visita oficial al Monarca inglés; las calurosas ovaciones de que fué objeto en un país como Inglaterra, tan poco dado á manifestaciones externas; los rumores de enlace con la Princesa de Connaught; el matrimonio verificado con la actual Reina Victoria; la gentil donosura y airosa belleza de la nueva Soberana; el apoyo prestado á España en la conferencia de Algeciras, sancionando anteriores pactos sobre Marruecos, todo ello han sido causas suficientes á hacer desaparecer la enemiga latente, el odio reconcentrado que á la nación inglesa existia en casi todos los españoles, para quienes bastaba ver ausente de los muros de Gibraltar la bandera roja y gualda, sospechar encubiertos apoyos al causante de nuestras recientes pérdidas, para ya negar su simpatía y tener por seguro intenciones desmembradoras de nuestra integridad territorial.

Hoy, no; hoy, el inglés despierta simpatías sin cuento; buena prueba la dan las poblaciones costeras en que andan escuadras británicas, y buena prueba ha dado el pueblo entero recibiendo con entusiasmo, rayano en el paroxismo, á la hermosa Soberana.

¿Quién iba á sospechar que la isla de Wight, aquella isla de cuyas costas partieran los barcos con luminarias enviadas por el Drake á sembrar el espanto y la alarma en la Invencible española, que fueron la causa originaria de su destrucción, quién iba á sospechar que fuera la misma en que tuviera lugar el idilio amoroso de D. Alfonso y la Princesa Ena, que olvidados de su jerarquía dedicáronse al jugueteo de las almas como otros simples mortales?

¿Quién iba á sospechar, cuando en 1863 escribía el Conde de Fabraquer que «Gibraltar, dependencia del imperio británico en nuestra Peninsula, es como un padrón de ignominia, desde donde el leopardo inglés insulta al valeroso león de

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