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de los pueblos. Suponiendo Cesar muy fundadamente que con esto el espíritu público de aquellas provincias estaria muy inclinado á su favor, despachó al tribuno Casio para que invitára á las ciudades de la Bética á concurrir por medio de representantes á Córdoba, donde se hallaria él en determinado dia. Hiciéronlo asi la mayor parte de los pueblos, y César con seiscientos ginetes escogidos hizo su entrada en Córdoba, y recibió en audiencia, con aire ya de vencedor, á los magistrados de las ciudades.

Todavía intentó Varron un golpe de mano sobre Córdoba; pero la ciudad, contenta con su nuevo huésped, le cerró las puertas. Revolvió sobre Carmona, y halló que la guarnicion habia sido arrojada por los habitantes. Un cuerpo de cinco mil españoles le abandonó retirándose á Sevilla. Perdido estaba Varron; ni la posibilidad de huir le quedaba; no tuvo otro remedio que enviar un legado á Cesar, ofreciéndole la sumision con la única legion que le quedaba : admitióla Cesar á condicion de que hubiera de darle severa cuenta de su conducta.

Vióse entonces en Córdoba una escena sublimę, afrentosa para Varron, honrosa para Cesar, consoladora para los pueblos. Congregó Cesar la asamblea de los representantes; mandó comparecer á Varron, y alli públicamente á presencia de los diputados le pidió estrecha cuenta de las sumas que arbitrariamente ha bia exigido. Cesar prometió solemnemente que seria

restituido todo á las ciudades despojadas, y dando gracias á los mandatarios por el buen espíritu que estas en su favor habian manifestado, y ofreciéndoles su proteccion, despidióse de ellos dejándolos prendados de su generosidad y grandeza.

Desde alli pasó Cesar á Cádiz, donde le esperaba igual acogida. Mandó devolver al templo de Hércules los tesoros extraidos por Varron, y promulgó varios edictos de utilidad pública. Deseoso de corresponder al buen recibimiento de Cádiz, declaró á todos sus habitantes ciudadanos romanos, distincion en aquel tiempo muy envidiada. Asi Cádiz, ciudad romana casi desde la expulsion de los cartagineses, acabó de romanizarse con este privilegio ().

Embarcóse seguidamente Cesar para Italia en la misma flota construida por Varron, dejando por gobernadores de España á Lépido y Casio. A su paso por las aguas de Marsella conquistó esta ciudad que se le mantenia enemiga, despues de un sitio célebre que inmortalizó la patriótica musa de Lucano, y de regreso á Roma fué nombrado dictador.

(4) Flor. lib. IV.-Dion. Cass. 1. XLI.-Plut. in Vitt. Cæsar.

Oros. lib. VI.-Cæsar, de Bell.
Civ. lib. II.

CAPITULO VI.

CESAR Y LOS POMPEYOS.

Desde 48 antes de J. C. hasta 44.

Avidez del pretor Casio Longino.-Sublevaciones que produce.-Su muerte.-Famosa batalla de Farsalia entre Cesar y Pompeyo, y sus consecuencias.-Cuádruple triunfo de Cesar en Roma.-Los hijos de Pompeyo mueven de nuevo la guerra en España.-Viene Cesar por cuarta vez.-Célebre batalla y sitio de Munda, en que Cesar triunfa definitivamente de los Pompeyos.-Horribles crueldades del vencedor.-Muerte de Cneo Pompeyo.-Entrada de Cesar en Córdoba.En Sevilla.-Queda dueño de España.-Exacciones de Cesar. Despoja el templo de Hércules.-Vuelve á Roma.-Es nombrado emperador y dictador perpétuo.-Le erigen altares.-Reforma la administracion y las leyes.-Es asesinado.-Sexto Pompeyo se levanta de nuevo en la Celtiberia.-Transige el senado con él.-Fin de la guerra civil.

Tan encarnada estaba la codicia en los corazones de los romanos, que apenas volvió Cesar la espalda, y no bien Casio Longino tomó posesion del gobierno de la Bética, olvidando la reciente leccion que Cesar habia dado á Varron en Córdoba, comenzó á ejercer con tanto escándalo exacciones, rapiñas y extorsiones de todo género, que ya no solo á los españoles, sino á los romanos mismos se hizo odioso y execrable. Unos

y otros se conjuraron para deshacerse de él. Lucio Racilio, con pretesto de entregarle un memorial, le dió de puñaladas; pero no murió; y habiendo uno de los conjurados á fuerza de tormentos declarado sus cómplices, solo algunos pudieron salvar la vida á costa de grandes sumas de dinero. Ni por eso varió Casio de conducta. Nuevos actos de rapacidad y de tiranía excitaron la indignacion general. El pueblo y la guarnicion de Córdoba se alzaron contra él. Las tropas que debian embarcarse para Africa á reforzar el ejército de Cesar se revolucionaron igualmente y se dirigieron á Córdoba á unirse á los sublevados. Acampados fuera de la ciudad, declararon unánimemente no reconocer á Casio por pretor, y aclamaron á Marcelo, oficial de mérito distinguido.

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Casio Longino por su parte pide socorros á Lépido, pretor de la Tarraconense, y á Boyud, rey de la Mauritania. Cuando llegó Lépido y se informó de la verdadera causa de la insurreccion, como hombre que se estimaba en algo á sí mismo abandonó á Casio, y se puso del lado de los cordobeses. Por un resto de consideracion hácia su colega, le aconsejó que huyéra si no quería perecer, y Casio hubo de seguir tan prudente consejo. En este tiempo espiró el término de su pretura, y no atreviéndose á ir á Roma por tierra, temeroso de atravesar unas provincias donde tan justo horror inspiraba su nombre, se embarcó en Málaga y siguió la costa hasta el Ebro. Una furiosa tempestad

que se levantó á la boca de este rio, hizo que se tragáran las olas al ávido pretor y al fruto de sus rapiñas. Desastroso fin, no sentido ni de romanos ni de españoles: la pérdida de aquellas riquezas fué lo único que sintieron.

Entretanto continuaba en otra parte la lucha entre Cesar y Pompeyo, los dos antagonistas que se disputaban á costa de la humanidad el imperio del mundo. La famosa batalla de Farsalia, que dió argumento y título al poeta Lucano para su epopeya, decidió la gran querella en favor de Cesar. Derrotado en ella todo el ejército de Pompeyo, vióse él mismo obligado á buscar su salvacion en la fuga. Condújose Cesar en aquella batalla memorable con generosidad no muy acostumbrada en los guerreros. Habiendo hallado en la tienda de Pompeyo el arca de su correspondencia, la mandó quemar toda sin leerla. No quiso saber quienes eran sus enemigos. En esto imitó lo que Pompeyo habia hecho con las cartas de Sertorio. Todos los grandes hombres tienen algunas virtudes comunes. Dícese tambien, que al reconocer el campo de batalla se entristeció, y aun lloró á la vista de tantos cadá– veres enemigos, y que solo se consoló diciendo: «¡ellos lo han querido asi!»

Desgraciado fué el fin del Gran Pompeyo, como casi el de todos los guerreros insignes. Fugitivo de Farsalia, fué llevado por su mala estrella á Egipto, cuyo rey habia sido su pupilo, y cuyo padre habia

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