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brotaria la luz, irradiaria esa verdad que no es egoista ni exclusiva; esa verdad por la que todos aspiramos, para la que todos nacimos, á la que todos amamos. Y así se opondria razon á razon y principios á principios; mas no se atacaria el derecho particular, no se violaria lo que es ley general, no se conculcaria el derecho del Poder público.

Los miembros más exaltados y fanáticos del ultramontanismo están empeñados en mantener perennes siempre las luchas religiosas, perturbando las naciones y agitando los espíritus; olvidando por completo que Dios hizo al hombre libre, que sólo le placen los homenajes voluntarios, y en las formas más espontáneas, y que el sublime maestro predicaba, mas no imponia.

Esos exaltados fanáticos no quieren recordar el derecho que los apologistas de la religion invocaban ante el cesarismo en defensa de la dignidad é inviolabilidad de la conciencia, y á todo trance están empeñados en trasformarse de reprimidos, en reprimentes. Cuando la verdadera libertad es la garantía, el triunfo cierto del cristianismo en el mundo, sin necesidad de tener que aspirar sus propagadores en una parte, á la poco envidiable gloria de tiranos, y haber de resignarse en ciento, á ser víctimas propiciatorias.

Esos exaltados fanáticos, en fin, ignorando, ó insultando las enseñanzas de la historia, persisten en reproducir en esta infortunada pátria los horrores de las guerras religiosas, que no han acabado en

todas partes, despues de las más sangrientas luchas, sino por sancionar lo que la razon y la dignidad humana exigen. Parece que es su empeño hacer decir, sólo con el conato de tamañas demencias, que para España en vano el mundo marcha, en vano la civilizacion cunde, en vano los Pirineos se allanan, en vano Africa comienza allende el Estrecho: cuando hay tantos monómanos incurables, cuando hay tantos delirantes furiosos, que suponen posible, hacedero, inmediato, que en un Estado culto, regenerado, puedan alzarse con éxito, prorumpiendo en la frase de Caled, el alcorán en una mano y el alfanje en la otra: Cree ó muere.

Eso pudo ser dicho por los siervos del islam; eso pudo ser hecho por los mónstruos del santo oficio; eso pudo realizarse en los siglos séptimo y décimosexto. Mas eso no puede intentarse en este siglo de las luces, de la imprenta, del vapor, de la libertad, só pena de prescindirse por entero del comun sentido, y só pena de que salgan presurosos millares de nuevos bachilleres Carrascos en busca de esos infelices calenturientos, que andan por el mundo de sus ilusiones, aspirando á desfacer agravios y enderezar entuertos, y pretendiendo obligar á confesar á todo el universo, que su incomparable dama es la única hermosura de la tierra.

Hé ahí por qué decíamos que ya pasó el tiempo en que los cardenales, los obispos, los representantes de la idea religiosa simbolizaban la civilizacion, la idea dominante de la época, y eran, por tanto,

los consejeros obligados de los reyes, é influían tan` poderosamente en los gobiernos.

Sobrado claro se vé que ellos no viven ni encarnan la época actual, y por tanto este no es el siglo en que podrian dirigir los pueblos los sucesores de los Gelmirez, los Carrillo, los Albornoz, los Torquemada, los Adrianos, los Granvelle, los Portocarreros y los Alberoni. Los deplorables ensayos que se han hecho, cubren de ignominia la memoria de los prelados de Tortosa y de Leon, los Saez y los Abárca, de tan triste como funesta recordacion.

Así es, que en las naciones donde dominaron los Winchester, los Wolssey, los Cranmer y los Gardiner; los La Balue, los Amboise, los Berulle, los Richelieu, los Mazarino, los Fleury, los Dubois y los Bernis, hace mucho tiempo que sus sucesores sólo se ocupan en dar el pasto espiritual á sus ovejas, instruyéndolas en la ley evangélica, ó defendiendo la fé de que son depositarios.

Eso han hecho los Wisseman, los Bonald, los de Quelen, los Dupanloup; esas lumbreras de la Iglesia que entran en el santuario para llevar á él su saber y sus virtudes, y olvidarse del mundo y sus pompas. Y cuando el espíritu tentador les pretende seducir con el encanto de la ambicion terrena, tienen la sensatez de rechazarlo con la sentencia del más sábio de los hombres desengañado: vanidad de vanidades, y todo vanidad.

Las estirpes ilustres sucedieron al alto clero en el gobierno de las naciones, como no podia menos de ser, dado el natural influjo que en el régimen absoluto daban las dignidades hereditarias, las grandes riquezas, la proximidad al trono, las alianzas y las camarillas.

Así fué que en unas naciones dirigian los negocios públicos los Northumberland, los Essex, los Leicester, los Buckinghan, los Strafford; en otras los Sully, los Louvois, los Choisseul, los Richelieu, los Narvonne, los Polignac; y en nuestra pátria los Alburquerque, los Lerma, los Uceda, los Olivares, los Austria, los Medinaceli, los Oropesa, los Montalto, los Infantado, y tantos otros, que de escollo en escollo llevaron al abismo la nave del Estado, sin más títulos, en lo general, que su cuna, su soberbia, sus intrigas, ó sus criminales complacencias.

En su virtud, su tránsito por el poder sólo lo señala una perdurable série de torpezas é insensateces, de atropellos y abdicaciones, preñados de calamidades y miserias, de guerras y descalabros, de rebeliones y emancipaciones.

Pero surge el instante en que se inician reformas políticas y sociales, pues la paciencia de los pueblos se agota al cabo, y su reiterado clamoreo ablanda en fin la celestial bondad; y en esos momentos comienza á ejercer influencia activa un elemento que hasta entonces sólo sabía obedecer. Y ora defendiendo las fronteras de la pátria, ora dilatándolas; ora extendiendo la religion, ora ahogando la liber

tad, es lo cierto que los generales españoles, desde Córdova, caido en desgracia de Fernando V, hasta el duque de Alba, que incurrió en la de Felipe II; desde D. Juan de Austria, mirado con envidia por su régio hermano, hasta el gran duque de Osuna, víctima de cortesanos por la misma ruin pasion, es lo evidente que esos insignes capitanes, y demás generales españoles, siempre fueron fieles á las leyes del honor.

Mas llegado el dia en que la fiebre de la pasion política penetró en el pueblo, y en todos sus elementos, en justa compensacion de tres siglos de letárgia y de dolor, de secular olvido, de indigno abandono y de criminales desvaríos, los jefes del ejército recordaron que eran ciudadanos, hijos y padres de familia, centros de fuerza impulsiva, que podian influir en los destinos de la pátria, y algunos juzgaron que debian arrojar su espada en medio de los debates.

Entónces los Lacy, los Porlier, los Riego, los Torrijos, los Zumalacárregui, los Leon, los Concha, los Pezuela, los O'Donnell, los Narvaez, los Ortega, los Dulce, los Serrano, los Prim, los Topete, los Martinez Campos, todos ellos, y otros más, se erigieron en hombres de partido, de idea política; parece que desdeñaron los laureles del guerrero, ó más bien, los buscaron dentro de la pátria, y aspiraron cada cual á su modo, á su medida, y por sus razones, en hacer prevalecer su opinion.

Con ese sistema pernicioso (alguna vez reclamado

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