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El exclusivismo y la intolerancia clerical se vé aspirando á dominar, como en sus mejores tiempos; y la exageracion de la idea religiosa, procurando rehacer con creces todos sus quebrantos, comenzó por poblar sus catedrales, y sigue impávida en su afan de intransigencia y de imposiciones.

Por eso, pues, decíamos, que se apresten los hombres de Estado á eliminar, á superar obstáculos considerables, obstáculos tradicionales, obstáculos que deben desaparecer, y cuya hora, como la del grán obstáculo, los fueros, juzgamos que es llegada.

Por tanto, apréstense los legisladores y los gobernantes á interpretar pronta y fielmente el sentimiento nacional; resuélvanse á deducir y aplicar sus consecuencias legítimas; y así estarán á la altura de su posicion, á la altura de su deber.

Este sentimiento de la nacion entera, estalla prorumpiendo, unánime desde todos los ámbitos de la península: ¡Abajo el Espiritu Teocrático! ¡Abajo el Espiritu Absolutista! ¡Abajo el Espiritu Faccioso! ¡Abajo el Provincialismo! ¡Abajo el Privilegio! ¡ABAJO LOS FUEROS!

Correspondan, pues, los legisladores y el gobierno á este clamor; y corresponderán con lealtad, si revelan sus actos que responden en su conciencia, si nó en su palabra: ¡Paso á la Justicia! ¡Paso al Derecho! ¡Paso á la Igualdad! ¡Paso al Progreso! ¡Paso á la Moderna Civilizacion! ¡PASO A LA UNIDAD NACIONAL!

NOTAS.

(1) Página II.- La primera edicion de este trabajo, bastante incorrecto y en gran manera incompleto, se publicó en el diario La Política, los dias 23, 24, 29, 30 y 31 de Diciembre de 1875, y los 3, 4, 5 y 7 de Enero de 1876.

(2) Pág. XLVIII. - Comprendiendo que en escritos políticos debe resaltar la pasion y el fuego, y el estilo debe ser conciso y enérgico, ya escrita esta dedicatoria, hemos creido debia reemplazarse con la que aparece al frente de este Estudio; pero no renunciamos á incluir la primitiva entre las notas, y es como sigue:

A LA NACION.

Desde el instante en que el prodigioso génio de Guttemberg dió alas al pensamiento, las creaciones más espontáneas y originales del espíritu humano no pudieron ménos de tropezar con los dos grandes poderes establecidos, que se alzaban formidables dando la ley al mundo, y que en su delirante orgullo pretendian nada menos que torcer el curso de las ideas, hacerlas doblegar ó romperlas en su molde, é impedir su expansion fecunda y soberana.

Estas dos fatales rémoras de todo concepto nuevo y de toda aspiracion algo libre y progresiva, no hay que esforzarse mucho para comprender que eran la recelosa teocracia y el ciego y absorbente despotismo, que intentaban hacer pasar todo pensamiento por el estrecho tamiz de su interesada y necia censura; y que, bajo el férreo yugo de sus horcas caudiņas hacian temblar á todo pensador, ú hombre de idea, no importaba de qué género fuese, haciéndole divisar en

lontananza el fatal destino que cupo á Abelardo y Rogerio Bacon, á Arnaldo de Brescia y Savonarola, y de que no pudieron eximirse ni los preclaros Cristóbal Colon y Galileo Galilei, ni los dignísimos fray Luis de Leon y Bartolomé de Carranza.

Así, pues, los audaces navegantes que en tan frágil y pequeño esquife, como la pobre individualidad, osaban afrontar las peligrosas ondas en que tronaba Scyla, y Carybdis mugía aterrador, discurrieron medio de procurarse áncora de salvacion en la inminencia del peligro ó del fracaso; y entonces se desvelaron en busca y solicitud de potentes Mecenas que, á muchos y atrevidos Jasones, evitaron más de un seguro naufragio.

Otro de los motivos que hizo aparecer diferente especie de protectores, no poco ménos ilustres y acaso ménos espontáneamente generosos que el amigo de Augusto y patrono de Horacio, fué la aborrecida y fatal escasez que con tanto ahínco suele perseguir á los hombres de letras. Pero con sus munificencias, algunos hicieron grabar destellos de génio que, cual los rasgos de buen gusto del poeta de Venúsa, durarán más que el duro bronce, y verán hundirse ante ellos más siglos, que los que han pasado, y pasarán, por el régio monumento de las Pirámides.

Y, en fin, la necia vanidad, que siempre se halla dó se encuentra el hombre, hizo que algunos, por verse inscritos al frente de una espléndida portada, se hicieran amparo de una pobre idea, ó de un pobrísimo desenvolvimiento, y la decoraran á los ojos de los necios con el fascinador y mentido prestigio que suele ir unido á las altas posiciones del mundo, ó á los grandes nombres de la tierra.

Por eso se vieron solicitar y obtener ilustres patrocinios, tanto los más encumbrados partos del númen, como las traducciones más vulgares; así las obras de más elevada trascendencia política y religiosa, cual los poemas más sublimes, ó los escritos más insípidamente triviales.

El príncipe de nuestros vates dedicó la primera parte del engendro de su estéril y mal cultivado ingenio, la historia de aquel hijo seco, avellanado y antojadizo al duque de Béjar; cual más tarde ofreció la segunda al Mecenas de su tiempo, el conde de Lemos. El jesuita Mariana, al publicar en latin su De rebus hispanicis, las colocó bajo el patrocinio de Felipe II; y al trasladarlas á lengua vulgar, bajo su

conocido epígrafe, depúsolas á los piés de su sucesor, el tercero de los monarcas de aquel nombre. El famoso Guichardini buscó amparo para su Historia de Italia en el gran duque de Florencia, Cosme de Médicis; así como al editarse en Roma nuestro San Isidoro, fué su escudo el cardenal Lorenzana. Cuando el eminente publicista holandés, Hugo Grocio, sorprendia tan agradablemente á la Europa sábia, con su monumental obra Del derecho de la Guerra y de la Paz, impetró el amparo de Luis XIII de Francia; del mismo modo que en Alemania se hizo homenaje de su traduccion al Emperador Leopoldo, en Inglaterra salió bajo los auspicios de Guillermo III, la primera version francesa halló sombra en Luis XIV, y la segunda, de Barbeirac, la tuvo en Jorge I. Las más excelentes traducciones de los Santos Padres, dadas á luz por los benedictinos de San Mauro, eran ofrecidas á los reyes cristianísimos y á los sumos pontífices, de igual manera que las ediciones tan merecidamente celebradas de los clásicos, ad usum Delphini, las amparaba el gran rey. La mejor reimpresion de los escritos de Santa Teresa fué patrocinada Fernando VI, la traslacion en romance del Catecismo del Concilio de Trento, por Zorita, era favorecida por Cárlos III, y la primera castellana de la Sagrada Biblia, anotada y autorizada, ofrecíase por el escolapio Scio á su augusto discípulo Fernando.

por

Vióse asimismo, en composiciones de otro órden, obras poéticas, cómo D. Alonso de Ercilla hizo homenaje de su Araucana al señor rey D. Felipe II, así como el obispo Valbuena ofrecia su Bernardo á otro conde de Lemos. Ludovico Ariosto, para su Orlando Furioso, y el vate de Sorrento, para su Jerusalem Libertada, buscaron el patrocinio del cardenal Hipólito de Éste; y más tarde, el tierno autor de Ifigénia dedicaba su Andrómaca á la bella é infortunada Enriqueta de Orleans. En fin, la varonil musa del gran Corneille amparaba sus sublimes creaciones en lo más encumbrado del mundo cortesano: su Cid, en la duquesa de Aiguillon; su Horacio, en el cardenal de Richelieu; su Pompeyo, en el purpurado Mazarino; su Polieucto, en la reina regente, Ana de Austria; y como coronacion de estos homenajes, Arouet de Voltaire puso su Mahomet bajo la protectora égida del inmortal Benedicto XIV.

Sed alia tempora, alia mores. Otros tiempos, traen otras costumbres. Allá, en los confines del horizonte, divisábanse otras influencias, mé

nos definidas, pero al cabo más positivas: y ya un ingenio sagaz y penetrante, no busca amparo á su más preciada creacion en coronas de conde, ni en coronas de marqués, ni en coronas de duque, ni áun en diademas de monarca. Tampoco solicita los sufragios de las mitras, ni de los pálios, ni de las birretas cardenalicias, ni áun siquiera impetra reverente la espléndida tiara; y en cambio, se prosterna sumiso y confiado ante un poder naciente que, á la verdad, es el más real y duradero.

el

¡ Salud! ¡Insigne padre Isla! ¡Salud! Al salirte de la senda de la rutina haciendo caso omiso de adular los poderes oficiales y cortesanos y los poderes materiales é ideales, emancipáste tu pensamiento y tu conciencia; y con tu buen sentido práctico, conociste que amparo, que el patrocinio, que la benevolencia más positiva, más fuerte, más durable, es la que dá cuando quiere ese menudo anónimo, esa desdeñada palanca, ese único poderoso, ante el cual todo calla, todo enmudece, todo se eclipsa; en una palabra: el público, ese poderosísimo señor, como le calificas y aclamas, en el prólogo con morrion, de la historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas.

« Y, en efecto, dice el afluente jesuita, no le ha habido desde Adan acá más poderoso que usted, ni le habrá hasta el fin de los siglos. ¿Quién trastornó la faz de la tierra, de modo que, á vuelta de pocas generaciones, apénas la conoceria la madre que la parió? Usted. ¿Quién fundó las monarquías y los imperios? Usted. ¿Quién los arruinó después, ó los trasladó á donde le dió la gana? Usted.

>> Y si del poder de las manos hacemos tránsito al del juicio, del dictámen y de la razon, ¿dónde le hay, ni le ha habido, más despótico ni absoluto? Sabida cosa es que, despues del derecho divino y del natural, el derecho de usted, que es el de las gentes, es el más respetado y obedecido en todo el mundo.

» Y en consecuencia de esto, usted sólo es el que dá ó el que quita el crédito á los escritos y á los escritores; usted sólo el que los eleva ó los abate, segun lo tiene por conveniente; usted sólo el que los introduce en el templo de la fama ó los condena al calabozo de la ignominia; usted sólo el que los eterniza en la memoria, ó hace, apénas ven la luz, que, entregados á las llamas, se esparzan sus cenizas por el viento. Dígolo con osadía, pero con muchísima verdad: no tienen los escritores que buscar, fuera de usted, sombra que los refri

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